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PROSTITUYENDO A MI ESPOSO

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Blurb

Alexander Campos era un hombre común: arquitecto, padre de cuatro hijos, esposo fiel. Su vida giraba entre los turnos de trabajo, las facturas impagas y la enfermedad de su hija menor. Pero cuando la desesperación toca fondo, la moral se convierte en un lujo que nadie puede permitirse.

Empujado por las deudas y por una esposa cada vez más ambiciosa, Alexander acepta una propuesta indecente: vender su cuerpo a mujeres ricas que pagan fortunas por compañía. Lo que comienza como un sacrificio temporal para salvar a su hija se transforma pronto en un laberinto de poder, placer y degradación del que ya no puede escapar.

Entre fiestas de lujo, hoteles de cinco estrellas y encuentros cargados de tensión s****l, Alexander descubre algo que no esperaba: que dentro de la humillación también hay deseo, y que en la sumisión puede esconderse un extraño sentido de control.

Mientras Belén, su esposa, se deja seducir por el dinero y el estatus, él se hunde en un mundo donde el precio del placer se mide en billetes y en pedazos de dignidad. Cada noche lo aleja más del hombre que fue, y cada cliente lo acerca a un abismo del que tal vez no quiera salir.

Una historia visceral y cruda sobre el sacrificio, la culpa y el poder oculto detrás del deseo.

En este juego de cuerpos y silencios, Alexander deberá decidir si aún puede salvar a su familia… o si ya vendió lo único que le quedaba: su alma.

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Capítulo 1: El retrato de una familia
El despertador sonó a las cinco y media. Alexander apagó el ruido de un golpe, como si aplastara no solo la alarma, sino también el cansancio que lo perseguía desde hacía semanas. Cerró los ojos un instante, deseando cinco minutos más de paz, pero la imagen de las facturas sobre la mesa de la cocina no lo dejó. La deuda nunca dormía. Se levantó. El piso helado lo despertó de golpe. En el baño, frente al espejo empañado, se mojó la cara. El reflejo le devolvió a un hombre de cuarenta años con hombros anchos y brazos fuertes, pero con la mirada hundida. Parecía más viejo de lo que en realidad era. Abrió el clóset. Camisas arrugadas, pantalones gastados, las botas que llevaban años con él. Suspiró. El uniforme de siempre. —¿Ya te vas? —la voz de Belén llegó desde la cama, entre sueño y reproche. —Sí, hoy viene el cliente. Ella apenas levantó la cabeza. El cabello enredado le cubría la mitad del rostro. Lo observó unos segundos y volvió a girarse. No dijo nada más. Esa indiferencia pesaba más que un grito. La casa cobró vida minutos después. Samuel, con doce años y audífonos colgando, buscaba sus tenis a gritos. Mariana arrastraba la falda del uniforme que le quedaba chica. Lucía, con ocho años, pedía materiales para una tarea olvidada. Sofía, de cinco, jugaba con una tostada como si fuera un juguete. El desayuno era un campo de batalla. Voces cruzadas, quejas, prisas. Alexander se abotonaba la camisa en medio de todo, aspirando el olor a café recién hecho como si fuera el único consuelo. Sobre la mesa, el mantel manchado y un frasco de mermelada vacío completaban la escena. Desde afuera podían parecer una familia común. Desde adentro, Alexander sentía las grietas abrirse bajo sus pies. —Papá, ¿me das dinero para la excursión? —preguntó Samuel. Alexander abrió la billetera. Dos billetes de cien. Le entregó uno sin decir palabra. Belén lo observó de reojo. —No empieces con que no alcanza. Es una salida escolar, no un capricho. Él calló. Estaba cansado de explicar lo obvio: que el dinero desaparecía más rápido que el agua en las manos. El auto viejo los esperaba en la puerta. Samuel y Mariana discutían por la música, Lucía bostezaba, Sofía pedía galletas. Belén, en cambio, se quedó mirando el sedán como quien observa una herida abierta. —Ese carro da vergüenza, Alexander. —Todavía funciona. —Funciona, pero se ve como si fuera a desarmarse en la esquina. Marta dice que su esposo ya cambió el suyo por una camioneta nueva. A plazos, claro, pero se puede. —No estamos para plazos. Apenas salimos con lo justo. El silencio se estiró. Belén cruzó los brazos. —Pues yo no quiero seguir siendo la pobretona. La frase cayó como un golpe en el estómago. Alexander encendió el motor sin responder. El rugido del carro viejo llenó el hueco que dejaban las palabras que nunca decía. Por la tarde, Belén entró en una cafetería nueva con su bolso gastado colgando del brazo. Desde el primer paso supo que no encajaba: luces cálidas, vitrinas con postres caros, aroma a café importado. El contraste con la cocina de su casa era humillante. Marta y Sandra ya la esperaban. Impecables, con bolsos brillantes y uñas recién pintadas. —¡Belén! Pensamos que no venías —dijo Marta, abrazándola. —Sí, tuve que dejar todo listo en casa. —Sonrió con un esfuerzo que se le rompía por dentro. El mesero apareció. —¿Qué va a ordenar, señora? Belén leyó los precios. El estómago se le encogió. —Un café americano. —¿No pruebas el frappé de caramelo? —insistió Sandra. —No, gracias. Las risas llenaron la mesa. Marta hablaba de sus viajes a Cancún y el hotel de cinco estrellas. Sandra presumía la camioneta nueva y el spa de moda. Belén asentía, como si las palabras no le cortaran por dentro. Cada historia era un recordatorio de lo que no tenía. —¿Y ustedes, Belén? —preguntó Marta—. ¿Qué planes tienen tú y Alexander? Ella bajó la mirada. —Nada grande. Los niños, la escuela, son mucho gasto. Marta sonrió con lástima. —Bueno, lo importante es que estén bien. Belén apretó la taza de café con tanta fuerza que le dolieron los dedos. Al salir, en el estacionamiento, el golpe fue brutal: su auto viejo la esperaba como un espejo de su vida. Se subió y, por un segundo, pensó en no encenderlo. Quedarse ahí, quieta, sin avanzar. Pero lo encendió. Y con cada rugido del motor, la rabia se acumulaba en su pecho. Esa noche, en la cocina, dejó caer la primera bomba. —La lavadora ya no sirve. ¿Hasta cuándo con esos aparatos viejos? —Todavía funciona. —¿Funciona? Apenas exprime. No sirve. Los niños guardaron silencio, como si supieran que era mejor no respirar. Horas después, en la habitación, la discusión continuó. Belén señalaba la ropa vieja en el clóset, los uniformes apretados de los niños, las facturas acumuladas en la mesa. Alexander escuchaba, agotado. —Trabajo más de diez horas al día. El dinero no alcanza. —Entonces haz que alcance. Porque yo no pienso quedarme sin nada, mientras otras tienen todo. La frialdad en sus ojos le dolió más que las palabras. Esa noche, mientras ella dormía de espaldas, Alexander se quedó mirando el techo. Antes, Belén se reía con él aunque cenaran frijoles. Ahora, cada día era una pelea por cada cuenta pendiente. Y lo supo: las grietas en su familia ya no eran invisibles. Se estaban abriendo de par en par.

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