Capítulo 33: Refugio en la Sombra

1009 Words
POV Alexander El sol ya se ponía cuando regresé a la mansión, tiñendo el cielo de un naranja sucio que parecía burlarse de mi agotamiento. No había dormido nada en ese motel asqueroso; solo di vueltas en la cama, con los recuerdos y las dudas carcomiéndome como termitas. Mis ojos ardían, mis hombros pesaban como si llevaran el mundo entero, y cada paso hacia la puerta principal se sentía como arrastrar cadenas. Estaba cansado, no solo del cuerpo, sino del alma. Cansado de pelear, de fingir, de ser el pilar que todos esperaban mientras yo me desmoronaba por dentro. Abrí la puerta con llave, el clic resonando en el silencio de la casa. Los niños no estaban a la vista —probablemente en sus habitaciones o en el jardín con Esmeralda—. Pero Belén sí. Estaba en la sala, sentada en el sofá con una taza de café en la mano, impecable como siempre: maquillaje perfecto, vestido ajustado, como si nada hubiera pasado. Al verme, su expresión se endureció, pero no se levantó. —Vaya, el hijo pródigo regresa —dijo con sarcasmo, dejando la taza en la mesa con un golpe seco. No respondí de inmediato. Me quité la chaqueta, la colgué en el perchero y me acerqué, sintiendo la fatiga en cada músculo. Me detuve frente a ella, cruzando los brazos. —Vete, Belén. Empaca tus cosas y sal de aquí. No hay vuelta atrás después de anoche. Ella rió, una risa fría y hueca que me heló la sangre. —¿Irme? ¿Y dejar todo esto? No, Alexander. Esta es mi casa tanto como tuya. Y si piensas en divorcio, te advierto: me llevaré a los niños. Soy la madre, la que ha estado aquí mientras tú... bueno, mientras tú vendías tu cuerpo en ese club asqueroso. ¿Imaginas lo que dirán los jueces cuando sepan que su padre era un gigoló? Te destruiré en la corte. Sus palabras me golpearon como puñetazos. Sabía que jugaba sucio, pero oírlo así, con esa frialdad, me dejó sin aliento. Mis manos temblaron, y por un instante quise gritar, romper algo, pero el cansancio me frenó. Me senté en el sillón opuesto, frotándome las sienes. —No te llevarás a los niños. No después de lo que has hecho. Meter a un extraño aquí, con ellos durmiendo al lado... Eres una egoísta, Belén. Siempre lo has sido. Ella se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes de rabia. —¿Egoísta? Yo te empujé a esto para salvarnos. Y ahora, ¿quieres dejarme sin nada? No lo permitiré. La discusión se extendió, un ida y vuelta de acusaciones que me dejó exhausto. Al final, salí de la sala sin resolver nada, subiendo las escaleras con piernas pesadas. Los niños me vieron llegar: Sofía corrió a abrazarme, Lucía me sonrió débilmente desde su cama, pero noté algo en ella —palidez extra, ojeras—. Pregunté si estaba bien, y ella asintió, pero su voz era un susurro. —Solo un poco cansada, papi. Oí los gritos anoche. El nudo en mi pecho se apretó. El estrés la estaba afectando, y su anemia no perdonaba. Llamé al médico de inmediato; confirmó una recaída menor, nada grave, pero recomendó reposo y menos tensiones. Prioricé: el divorcio podía esperar; mi hija no. Me quedé con ella hasta que se durmió, sintiendo el peso de mi fracaso como padre. Esa noche, después de que los niños se acostaran, bajé a la cocina en busca de algo para comer —no había probado bocado todo el día—. Esmeralda estaba allí, lavando platos en silencio. Al verme, secó sus manos y me miró con preocupación genuina. —Alexander, pareces exhausto. Siéntate, te preparo algo. No protesté. Me dejé caer en una silla, observando cómo se movía con esa gracia eficiente. Me sirvió un plato de sobras calentadas y un vaso de agua, sentándose frente a mí. —Gracias —murmuré, comiendo mecánicamente—. No sé cómo lo haces. Mantener esta casa en pie mientras todo se derrumba. Ella sonrió suavemente, rozando mi mano con la suya en un gesto breve pero cargado. —No es solo la casa. Es por ti, por los niños. Anoche... lo oí todo. No mereces esto. Eres un buen hombre, Alexander. Has sacrificado tanto. Sus palabras me tocaron hondo. En la penumbra de la cocina, con el reloj tic-tacando, me encontré contándole más de lo que planeaba: la traición de Belén, mis dudas sobre el divorcio, el miedo a perder a los niños. Ella escuchaba sin juzgar, sus ojos cálidos fijos en los míos. Cuando terminé, se acercó un poco más, su mano aún sobre la mía. —No estás solo —susurró—. Yo estoy aquí. Siempre. El aire se espesó. Nuestros rostros estaban cerca, y por un instante, imaginé inclinarme, besarla, encontrar en ella el refugio que había perdido. Pero me contuve, retirando la mano con gentileza. No era el momento. Aún no. A la mañana siguiente, el cansancio persistía como una niebla en mi cabeza. Estaba en la oficina cuando Belén irrumpió en la mansión —la vi por las cámaras de seguridad que había instalado—. No venía sola: un hombre trajeado la acompañaba, con maletín en mano. Esteban Ruiz, supuse. Entraron a la sala, y ella me llamó por video. —Alexander, conoce a mi abogado. Si insistes en el divorcio, llevarás las de perder. Te quitaré todo: los niños, la casa, tu reputación. Firma la paz o prepárate para la guerra. Colgué, temblando de rabia y fatiga. No podía lidiar con esto solo. Marqué a Brenda, pidiendo ayuda discreta. Su voz llegó calmada, como un bálsamo. —Tranquilo, Alexander. Recuerda nuestro pacto: exclusividad, confianza. No perderás a tus hijos. Te presto mis abogados, los mejores. Mantén la calma; yo me encargo de que no te toquen. Colgué, sintiendo un alivio mezclado con dependencia. Estaba cansado, sí, pero no derrotado. Por Lucía, por todos, lucharía. El refugio en la sombra era frágil, pero al menos no estaba solo.
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