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Doctor Muerte

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intro-logo
Blurb

Tras el asesinato de su esposa e hija y la ineptitud de las autoridades en la resolución del crimen, Mario, sumergido en depresión y con la idea de tomar justicia por mano propia, conoce al doctor Arturo, quien se convierte en su fiel escudero. Al descubrir una serie de pistas, se ven involucrados en una intensa búsqueda que los conduce a enfrentar una la lista de posibles sospechosos, donde el nombre de Elisa, una antigua amante del protagonista sale a flote.

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La noche en blanco
El zumbido de un pequeño mosquito interrumpió el sueño en el que Mario se sumergía. Palmoteó, no obtuvo resultado. El sonido era cuanto menos desesperante. Lo intentó una segunda, tercera y hasta cuarta vez, hasta que posó su mano derecha sobre la frente en un gesto de resignación. Tardó unos cuantos segundos en percatarse en el olor nauseabundo que lo perfumaba. «¿Fumé? ¿Qué demonios ocurrió anoche?», se preguntó mientras en el desconcierto de la mañana se percataba de una segunda sorpresa. La figura de una mujer delgada, morena y de cabello corto se encontraba de pie frente a la cama, sirviendo en un vaso de tinto lo que parecía ser aguardiente. Una mirada implacable y labios agrietados se vislumbraban en la luz que alcanzaba a penetrar a través de la cortina, de un azul muy oscuro (no se sabía si era su color original o la falta de aseo la había vuelto mierda).     — No pienses que estaba escapando de ti —Aseguró ella con un tono lleno de ironía. Él giró la cabeza. Dirigió una mirada perdida en la dirección donde se encontraba ella, de arriba hacia abajo, examinando vagamente su cuerpo en tiempo récord. «Joder, tengo que dejar de hacer esto», pensó el hombre mientras intentaba descifrar la enigmática presencia femenina que se encontraba en su intimidad. Aún sosegado, intentó recordar lo que había pasado la noche anterior. Nada era claro. Pequeños fragmentos de memoria parecían asomarse en su cabeza, pero en ellos, la mujer que se encontraba pasadas las 11 de la noche, solitaria en el bar “Café” ubicado cerca a la calle 85 en Bogotá, era espectacular, comparable con cualquier modelo que podía encontrar en televisión, incluso en internet. Quizá las botellas de ron habían hecho efecto, porque la enigmática figura que se encontraba parada frente a él en ese momento tenía un aspecto desaliñado. El cuerpo de ensueño que creía haber visto, era todo lo contrario. A su camiseta desteñida la adornaba un dibujo animado que en su vida había visto. Un roto debajo de la axila, que por lo visto no había sido depilada en meses, hacían que se cuestionara si era el modelo de vida que quería seguir.     — Venga hombre, ¡Parece que hubieras visto al silbón!, si le incomodo pues me voy, al fin y al cabo, mejores polvos he tenido —Afirmó ella, en un tono que desgarraba repulsión a raudales. «El buen silbón, hace mucho no escucho su cantar», retumbó en su mente. Lo único que captó su atención fue la mención de la leyenda que le robó la tranquilidad de su infancia. “El espectro de un hombre arrepentido que mató a su padre, vaga por los llanos cargando los huesos del finado, con un silbido te estremece de los pies a la cabeza. El sonido es tan tétrico que hace temblar hasta a los demonios que habitan en el mismísimo infierno. Entre más cerca lo escuchas, más lejos está de ti. Entre más lejos lo escuchas, teme y corre por tu vida…” Era comprensible el trauma. Los primeros diez años de su vida habían transcurrido en Restrepo, un municipio ubicado en el departamento del Meta, en las llanuras colombianas. Ni siquiera vivía en la zona urbana. Su hogar, el de sus tres hermanos y su padre era una pequeña cabaña en medio de un corral con unas cuantas vacas. Al ser el menor, vivía con miedo debido a los relatos de historias macabras que sus hermanos le contaban. Generalmente, terminaban en bromas pesadas, alterando su tranquilidad. Algunas veces conciliando el sueño, un silbido invadía la habitación del pequeño Mario. Al despertar, su espalda se quebraba como una galleta y el frío provocado por ese miedo a lo desconocido erizaba cada vello corporal perteneciente a su diminuto cuerpo. Tras esto, en sus oídos aterrizaba un grito que provenía de debajo de su cama. Seguido, una serie de risas burlonas se escuchaban en el cuarto.     —Despiértese muerto de hambre o ¡Se lo lleva el silbón! — Eran las palabras de Sebastián, el mayor de todos. Un fino hilo de orina cuál vertiente hidrográfica acababa empapando la cama y goteando de manera secuencial el piso de cemento. Nunca tuvo la suficiente valentía para contarle la verdad a su padre. Se puede decir en retrospectiva, que los sentimientos del pobre muchacho eran el instrumento de diversión recurrente de sus hermanos. Ni siquiera escuchó una disculpa por parte de ellos; y, por cierto, jamás la escucharía, ya dos de ellos y su taita yacían cada uno en un cementerio distinto. «No era una mala persona. Cumplió mis deseos. Siempre le pedí que me cuidara de los que me hacían la vida añicos ¡Y lo cumplió! ¿Por qué te retratan como el malo? Si para mí el silbón, ¡Era el héroe de mi película!», meditó. El sonido de una puerta azotada lo despertó del trance que le había evocado tal recuerdo. La mujer se había largado del lugar sin más y la soledad era lo único tangible en la habitación. El hombre demacrado caminó hasta el baño y agarró la cuchilla de afeitar más podrida del lugar. Tampoco tenía muchas opciones, era eso o rasurarse con un tajalápiz. De manera vertical, paseaba desde su mejilla hacia abajo la cuchilla y se quitaba de encima unos diez años de vejez.     — Hoy tengo que lucir bien para ti — afirmó con un tono melancólico. Solo había vivido treinta y tres años, pero se veía fatal, como si la cruz que cargaba en su espalda pesara mil toneladas. Quizá era cierto. Al punto en el cual se encontraba su vida, no esperaba más golpes. Sentía que era un saco de boxeo, ya desinflado, sin relleno, sin utilidad. Cualquiera que conozca su historia le daría la razón. Un hombre que vaga en las calles bogotanas de noche, en busca de mujeres, alcohol y experiencias peligrosas; más que todo peleas de bares. Le encantaba armar bronca por cualquier motivo. Si alguien le miraba de mala gana, si algún mesero no le atendía, incluso si el marcador del partido de fútbol de turno no le agradaba. El mes pasado había sido detenido por robar una bicicleta aparcada en un Oxxo. ¿La razón? Ninguna en especial, simplemente le pareció que realizaría la broma del siglo dejar varado a un adolescente que se encontraba dentro del establecimiento, probablemente cenando. Quizá él mismo no se consideraba un desquiciado, aunque todo lo que hacía era propio del peor de los cínicos. También podría ser a causa del alcohol. Desde la tragedia, el tipo no paraba de beber. Al desayunar, servía su cereal con una copa de ron. Adónde iba, el olor a Bacardí lo acompañaba como un escudero fiel y decidido a pelear sus batallas. Aproximadamente en junio del 2018, recibió una paliza con justa razón. Había comprado una hamburguesa en pleno centro de Bogotá, sin darse cuenta de que la carne contenida estaba mezclada con cannabis. El efecto fue devastador, debido que, a pesar de todo, los alucinógenos no eran de su agrado. Al doblar por la calle 26, un lugar conocido por los amantes de las perversiones sexuales de todo tipo se encontró de frente a una mujer transgénero de raíces afrocolombianas. Ella procedió a coquetear y ofrecer sus servicios. No obstante, el hombre se sintió tan ofendido que decidió alzar su puño. El hecho de que fuera mujer no obviaba que había una diferencia enorme entre sus tamaños; nada justa para ser sincero. Tras algo que no se puede definir como intercambio de golpes, porque Mario no conectó uno solo, quedó inconsciente, con la cara luciendo más aberturas que sus propios calcetines y a merced de los distintos ladrones que abundan por el lugar. Eran muchas las historias vagabundas que se podían contar sobre este señor, pero una en especial fue la que detonó todo. Todo se remonta al año 2017. En esa época, vivía en un apartamento cómodo, amplio, cerca del centro comercial Calima, casi llegando a la estación de Paloquemao. Tanto él, como su pequeña Lucía y el amor de su vida, Sofía, conformaban una hermosa familia. Cumplía cinco años la pequeña, una niña tan dulce como un algodón de azúcar, contrastando un poco con el temperamento de su padre, algo explosivo. El siguiente año iniciaría la primaria, sintiéndose toda una señorita. Su madre gozaba de una gran oportunidad laboral diseñando las prendas de una de las marcas más reconocidas del país. Aunque los días poco a poco se convertían en una rutina interminable, a la pareja se le veía sólida, estable, muy comprometida en sacar adelante a su primogénita. Mario era administrador de una de las cadenas de supermercados más reconocidas en la costa Atlántica que en el centro del país. Lideraba su plan expansionista para lograr acaparar la atención de los “rolos”.         —   Quizá deba quedarme fuera unos días — musitó Sofía. No quiero que te sientas presionado, pero lo necesito. Cualquier problema que surja con la niña, llámame, sé que te las apañarás muy bien. El viaje que emprendió su esposa el 2 de noviembre del 2017, jamás le dio buena espina. De vuelta a la realidad, un trozo de piel se confundía entre la sangre y la cuchilla.     —   Tsss, lo que faltaba — exclamó con un tono aún tranquilo. A dos pasos se encontraba la ducha. Caminó. Abrió la llave rápidamente, bañándose de manera accidentada. Seguido, se vistió con una camisa manga larga blanca, con finas texturas de pequeñas flores grises. Encima, un traje de paño, de color n***o, su mejor gala. Zapatos bien embolados, corbata del mismo color que sus pantalones y un perfume dulce que era lo único que se sobreponía ante el tufo tan desagradable. La elegancia no era para menos, era tres de noviembre del 2019, el día más esperado; por lo menos desde hacía ya dos años. Al revisar su celular, una notificación del banco captó su atención. Una suma de casi dos millones de pesos había sido retirada en poco más de media hora. Con afán y sin esperanza revisó su billetera. Su cédula se encontraba allí, su pasaporte se asomaba. Sin embargo, su tarjeta de crédito se había esfumado.     — ¡Hijueputa! — gritó. Gritó con el alma. Cerca al portal norte de Transmilenio, al dirigir la mirada hacia el lado derecho, se divisa una serie de casas de multicolor, predominando el amarillo. San Cristóbal norte, es el nombre del barrio menos colorido. ¿Por qué es importante esta ubicación? Bueno, allí realiza sus operaciones una de las clínicas psiquiátricas más efectivas del país: Tense IPS. Adentro, el único cuerdo parece ser Arturo, un médico que veinte años de su vida ha servido a la misma organización. Había presenciado situaciones realmente desagradables, y por lo mismo cualquier cosa en ese punto de su vida le parecía normal. Un sprint rojo, doblaba la esquina en dirección al parqueadero. El vehículo contaba con por lo menos una década de historia. Había acompañado a Mario en su matrimonio, en el nacimiento de su hija y en diferentes momentos cruciales de su vida. Parqueó y se dirigió de inmediato al interior del edificio.     — ¡Buenos días, Don Marito! — gritó Matilda, de baja estatura, portaba el uniforme de limpieza de la institución. El hombre asintió inclinando levemente la cabeza mientras una sonrisa emergía en su rostro. Se acercó a la cafetera cerca del consultorio 101. Solo acompañaba su bebida con un sobre de azúcar dietética. «Demasiado caliente» razonó. Pero el afán lo llevó a desechar el vaso que apenas y había probado. Entró a la sala antes mencionada, donde un hombre se encontraba dando la espalda. A simple vista, se podía inferir que su estatura era de casi dos metros, de cabello rubio. Alguna vez se ha planteado respirar al menos por medio día? — preguntó el desconocido mientras dirigía su mirada hacia la carpeta que su acompañante portaba debajo de su brazo derecho. ¿Cuánto tiempo va a seguir con esta locura? Mira que los problemas tocan la puerta de este recinto todos los días. ¿Por qué cree que el suyo es más importante? Un silencio sepulcral recorrió el salón de cabo a rabo. Penetrando la incomodidad, Mario, con la delicadeza propia de un boxeador posó la carpeta contra el escritorio. Apenas dos hojas se desligaron del documento, que parecía abarcar un montón. Cayeron al piso tal pluma.     — Tan expresivo como siempre. ¿Qué tiene en mente? — preguntó. Procedió a desplegar el primer cajón bajo su escritorio, agarrando una cajetilla de cigarrillos marca Caribe. ¿Quiere uno?     — Usted sabe bien que no fumo — contestó. La última pista no nos ha conducido a nada. Tengo que visitar a esta chica. Llama a alguien que colabore con la búsqueda, algo que me dé un indicador, una parada, una calle, cualquier…     — Viene a mi maldito despacho, en mi horario laboral. Me mete en la cabeza ideas retorcidas, ¡Hasta me desprecia el cigarrillo! — lo interrumpió, mientras su mano temblorosa agarraba el bricket, encendiéndolo con brusquedad. ¿Cuánto llevamos en la misma tónica? ¿Seis meses por lo menos?     — Arturo — susurró. ¡Están muertas y no sé absolutamente nada! Gritó elevando la voz de manera monstruosa.     — ¿Y cuándo las va a dejar descansar? — Ojos grises, se fijaban profundamente en los del otro hombre. Aquellos ojos de cazador, emulando a un tigre, intimidaban al punto que el contacto visual fue evitado.     — Por favor… — dijo mientras un nudo se atravesaba en su garganta. Estoy desesperado y eres la única maldita persona en esta ciudad que me puede llevar a la verdad.     — Se ha dado cuenta, que el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd — manifestó. Tres en su caso, amigo mío. Las lágrimas habían salido de su escondite, deslizándose por la mejilla de Mario. Sus ojos rojos eran la prueba viviente del dolor contenido por un par de años. El médico procedió a abrir la carpeta, revisando hoja por hoja la información brindada.     — Estoy en esto desde el principio y ahora no lo quiero dejar solo. Pero prométame que apenas de con la certeza del asunto, se desaparece de mi vida. Siempre hay problemas cuando asoma su cara por aquí — espetó sin ningún tacto. El señalado simplemente asintió levemente con la cabeza. Revisando todo, se encontraba una recopilación de fotos, casi borrosas. La más clara enfocaba a une mujer joven (aproximadamente veinte años). Vestía un blazer blanco, pero apenas se distinguía, porque las gafas de sol ocultaban totalmente el rastro de su identidad. Una lista de números telefónicos también se encontraba inscritos en el cuerpo de al menos 10 hojas.     — ¿Qué es todo esto? — interrogó el hombre rubio.     — Valentina Moreno — sugirió Mario. Son todos los posibles números de personas con ese apellido en esta ciudad. Pero ninguno coincide con ella.  — ¿Qué instrumento toca ella en todo esto? — volvió a cuestionar. — El principal — aseveró. Revisé los registros del hotel y es ella quien trabajaba allí. Donde Sofi estuvo esa noche. Curiosamente renunció al siguiente día. «Está suponiendo cosas, no tiene ni idea cual fue su motivo» reflexionó. «Pero si está en lo correcto, podría ser la pieza que encaje en todo este rompecabezas». — ¿Qué piensa? — lanzó la pregunta. — Acuérdese lo que pasó con el último. Debemos tener precaución, cuidar nuestros pasos — su tono de preocupación daba por hecho que los antecedentes no eran buenos. Mario observó al hombre, y se perdió en un huracán de recuerdos… desconectó por un segundo y recordó que, desde el infortunio de su familia, había batallado incansablemente para averiguar lo que pasó esa noche. La autoridad no brindó respuesta alguna. La investigación realizada daba por hecho que todo había sido causa de un accidente desafortunado en aquella habitación 202 del hotel Colina, en el municipio de Cajicá. Ni siquiera dieron con un sospechoso. La rabia se apoderó del hombre durante meses, sin tregua alguna, y la idea de tomar la justicia con sus propias manos cobraba cada vez más fuerza, debido a la ineptitud del sistema judicial. Además, ¿Qué tenía que perder? Si encontraba a quien le había arrebatado todo, ¿Qué más daba si lo estrangulaba hasta que sus brazos se entumecieran por la falta de oxígeno? ¿Le importaba pasar el resto de sus días en una cárcel? ¿Podría rehacer su vida o una bala en la cien supondría descanso eterno? Sabía que las respuestas solo llegarían si descubría la verdad. La primera navidad sin su familia fue fatal. Los pensamientos suicidas asaltaban su mente a cada minuto. No hablaba con nadie, no quería saber de nadie. En el segundo cajón de un armario de madera que ocupaba un cuarto de su recámara, guardaba un revólver, envuelto en una chaqueta color beige perla. Lo tomó con la única intención de utilizarlo esa noche por primera vez. En un arrebato de indiscreción, bajó las escaleras de su casa, abrió la puerta rápidamente y encendió el sprint que se encontraba parqueado afuera. Se encaminó hacia el lugar del homicidio. Los días festivos el tráfico suele ser liviano, y aquel día no era la excepción. Aunque excedió los límites de velocidad, pasaba inadvertido ante los tombos, claro… no le pueden sacar una buena tajada a alguien manejando un modelo tan viejo. «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre» repetía en su mente. Cristo solo fue parte de su vida durante su niñez, más allá jamás lo tuvo en consideración. Pero esa noche el cielo era inusual, de un tono escarlata que vaticinaba malos tiempos, así que decidió rezar. Si alguna locura ocurría esa noche, quería estar junto a ellas. Aproximadamente 50 minutos fueron suficientes para alcanzar su destino. La fachada era blanca, un edificio de apenas 4 pisos, con un letrero mediano, que marcaba “Hotel Colina” acompañado de un logo de Postobón. En un canguro que atravesaba su torso, portaba el arma de fuego (al menos el significado de discreción lo tenía presente). Faltaban 5 minutos para las 11 de la noche. Él ya había penetrado en el recinto.      — Buenas noches, ¿Aún quedan habitaciones disponibles? — preguntó de manera sosegada.     — Buenas noches, es un placer atenderlo sumercé. Claro que sí, llega en buen momento — respondió un hombre de tez morena, con cierto acento boyacense. Aunque… sólo me queda una en el segundo piso. Al fondo, la 209, me disculpará si lo tengo aquí esperando un momentico, pero es que la señora del aseo salió temprano hoy.     — Perfecto — murmuró Mario. Pasaron los minutos y finalmente subió y entró a su habitación. Se recostó un momento, que no duró ni 10 segundos, porque había venido a actuar. Su cuerpo temblaba de manera incesante. Abrió la puerta y se decidió a irrumpir en la infame habitación 202. Sorpresivamente, el cuarto se encontraba sin seguro, con las luces apagadas. Quizá en sus pensamientos tenía alguna esperanza, de que el asesino siguiera allí, o, por el contrario que tanto su esposa como su hija estuvieran en la habitación, diciéndole que todo fue un mal sueño. Al encender la luz, se chocó con la realidad. La calma predominaba, y todo parecía en orden, como si nunca hubiera pasado nada. Se dirigió a la cama, buscando alguna pista. No encontró nada fuera de lo común. Dirigió su mirada hacia la ventana, todo en orden. El oxígeno se tornaba pesado. Cada inhalación cargaba una inyección de dolor. A su mente aterrizaba la viva imagen de los cuerpos tapados por sábanas blancas, también, las cintas amarillas que acordonaban la escena de un crimen. Nunca se atrevió a verlas, quizá quería evitar la verdad. Sus torsos acomodados de manera vertical, listas para ser levantadas y llevadas en camillas. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, parecía que nadie se estaba hospedando ahí, aunque el hecho de que el recepcionista no le hubiera nombrado esa habitación en específico le inquietaba. «Quizás está fuera de servicio» Pensó. Volteó su cuerpo dando marcha hacia la luz exterior. Caminó un paso, dos, tres, cuatro… se desplomó en la puerta. Lágrimas brotaron. El caudal se agigantaba, parecía mezclarse con la sangre invisible. Sangre de su sangre. ¿Para qué había llegado ahí esa noche? No esperaba encontrar más pruebas, no esperaba nada. Observó su canguro. Con su brazo izquierdo se apoyó en la pared, mientras que la extremidad desocupaba desgarraba la cremallera bruscamente, sin conseguir abrir su accesorio. Lo intentó de nuevo y lo consiguió. La boca del arma se asomaba tímidamente.     — ¿Me estoy apresurando querida? — preguntó a la nada, esperando que una voz aguda le respondiera. Nadie respondió. Finalmente la empuñó. Abrió el tambor, para asegurarse que todo estaba en orden. Apretó el martillo. El gatillo parecía hablarle, deseoso de ser activado. Con un movimiento fugaz, probó el hierro con su lengua, frío como la muerte misma. Sostuvo el gatillo… no apretó. «¿Retroceder?» seguía preguntándose. «Quiero verlas» caviló. Puso el revólver en su cien. La mano derecha temblaba aún más. Sostuvo el gatillo… no apretó. De repente y sin avisar, escuchó una voz ronca.     — Llevo presenciando esto desde que entró hermano, ¡Lamentable no! ¡Lo siguiente! — aseveró. Mario rápidamente alzó la mirada y se desplomó al observar a un hombre delante, sentado en la cama. Pensó en correr o en apuntarle, pero los nervios son traicioneros.     — ¿Quién putas es usted? — preguntó con la voz entrecortada. ¿Cómo se metió aquí?     — Me metí aquí, tal vez porque es ¡Mi puta habitación! — aseveró inmediatamente la figura incógnita. Me puede explicar que hace chillando como becerro en mi cuarto. Si se quiere matar hágalo fuera, que los sesos son difíciles de limpiar. Toda la situación era extraña. Sentía vergüenza al saber que alguien lo había estado observando, pero al mismo tiempo sentía alivio de no haber provocado una situación desagradable. El hombre misterioso se levantó. Acto seguido, se acercó y le dirigió una mirada llena de lástima.     — Arturo, Arturo SantaFé, un gusto — dijo sin quitarle los ojos de encima. Si quiere matarse, no lo haga en navidad, los noticieros no serán amables con usted. Mario se levantó sin decir una sola palabra, aún en trance por el suceso. No había escuchado salir del baño a nadie, y estaba completamente seguro de que en esa cama no se encontraba ninguna persona. ¿O quizás el dolor lo había cegado por completo?     — Hagamos de cuenta que no pasó nada aquí — aseguró el invasor, dándole la espalda para salir rápidamente del lugar.     — Pero llévese esto — contestó casi al instante su contraparte, dirigiendo la cacha del arma hacia su mano. Amagó con entregarla, pero al final no fue así.     — Primero quiero saber su historia — dijo sin contemplación alguna.

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