CAPÍTULO 1

2253 Words
CAPÍTULO 1 EL TREN Sara estaba en la gran cocina blanca. La luz matutina incidía sobre los ventanales. Sola, con la taza de café con leche aún humeante entre las manos y la alianza que tintineaba sobre la cerámica. En los últimos meses, con la vuelta al colegio de sus dos hijos ya mayores, los días se hacían lentos y vacíos para una mujer acostumbrada a correr de un lado a otro para intentar solucionarle la vida a toda la familia. Pocos minutos en los que coincidían todos, intercambiaban un par de palabras a la mesa durante el desayuno, y luego cada uno se iba con prisas por su cuenta. Había encendido el móvil a la espera, también esa mañana, de que empezara el horario laboral, a la espera de recibir esa llamada. Todos la esperaban. Ella deseosa de empezar algo nuevo que la volviera a la acción tras años haciendo de mamá. Sus hijos con la esperanza de que ese trabajo no llegase y su marido aunque solo fuera por saber que sería de ellos en esos tres días que habrían alejado de casa a su mujer. — Mamá mira, en el telenoticias hablan del sitio donde a lo mejor tienes que ir tú.La noche anterior había al fin echado un vistazo al lugar que la habría acogido en caso de que la entrevista fuera bien. Dejó las ollas al fuego y se acercó a la mesa en la que su familia había empezado ya a comer, en silencio, ante la transmisión de un hallazgo en esa misma región montañosa. — ¿Recuerdas que hace unos años pasó algo así? Otra pobre chica que encontraron destrozada. ¡Niños, no miréis!Luca cambió de canal, enfurecido con los periodistas por las imágenes que se sucedían en el televisor. Sara también quedó impresionada; afortunadamente, el cuerpo de aquella pobre mujer había sido encontrado lejos de su futuro puesto de trabajo, pero quedó igualmente impresionada ante tanta crueldad. Las ganas de evadirse eran tan grandes, sin embargo, que su atención se había centrado más en los lugares mostrados que en la crónica en sí. Seguía dándole vueltas a esas imágenes cuando, a la mañana siguiente, finalmente sonó el teléfono. La pantalla mostraba el número de su oficina en Roma, donde trabajaba a tiempo parcial hacía seis años. Le empezaron a temblar las manos y la boca seca le hizo pronunciar un «diga…» titubeante y con voz rota. Al otro extremo respondió su compañera, que aparte de ser una de sus mejores amigas, era también su superior. Bastaron pocas palabras para devolverle la sonrisa y calmarle los nervios. Había conseguido el puesto, retomado ahora a tiempo completo y con muchos desplazamientos semanales. De repente se sintió ella misma, una parte descuidada durante tanto tiempo que le pareció raro no tener que pedirle a nadie la opinión, aun sabiendo que todos en casa la habrían apoyado. Colgó el teléfono tras marcar el número del contacto de referencia de su nuevo puesto de trabajo, un tal Paolo que su compañera había conocido años atrás durante una fiesta en la capital con todos los contactos y algunos comerciantes del norte de Italia, a la que asistió para firmar una colaboración con su compañía y los controles de calidad de los productos dop y doc de las asociaciones territoriales que se habían ido creando a lo largo de los años con el fin de promover el territorio y exportar los productos por toda la nación. La idea de conocer gente nueva por un lado le parecía emocionante y por otro la aterrorizaba. Hacía ya años que vivía en el vecindario como si fuera el mundo en sí, sin asomar nunca la cabeza fuera de él. Su hermana vivía a dos zancadas, el trabajo estaba a dos paradas de autobús. Los hijos llegaban a todas las actividades a pie y habitaba una zona de Roma en la que no le faltaba de nada. Cuando le confesó a su marido que había solicitado el nuevo puesto, esperaba un buen arrebato de ira por su parte. En cambio, Luca se mostró relajado y rompió el silencio con un «claro, ve, nos las arreglamos». Sara se sintió aliviada y a la vez un poco decepcionada. En el fondo esperaba que se hubieran opuesto rotundamente hasta el punto de tener que renunciar al puesto en caso de obtenerlo. Se imaginaba a su marido solo y desconsolado delante del televisor sin nadie con quien compartir la manta de lana y a sus hijos llorando sin nadie que les preparara la cena durante tres días a la semana. Pero justo en ese momento entendió que era el momento de retomar su vida, cosa que no habría hecho daño a nadie. Tuvo que dejar en casa sus queridas zapatillas de deporte a cambio de unos preciosos tacones de charol. Llegó el tren que la acompañaría a menudo durante la jornada en los próximos meses, hasta los Alpes y de vuelta a Roma. A su lado, para celebrar su primer viaje oficial, se encontraban Luca y sus dos hijos, quietos e inmóviles como si se despidieran de alguien que va a cumplir el servicio militar, sin saber a qué se enfrentaban. Sara se subió al vagón y tomó asiento junto a la ventanilla, mirando a su familia, que seguía petrificada con la mirada fija en ella. Le pareció ver el cordón umbilical que la unía a ellos hacerse cada vez más largo a medida que el tren aceleraba, hasta romperse, dejándoles en el andén, lejos y pequeños como guijarros arrojados al mar. El viaje se le hizo eterno, atrapada en el asiento con las manos cruzadas sobre la bolsa que reposaba en sus rodillas, temerosa incluso de respirar. Pero cuantos más quilómetros hacía, más empezaba a sentir Sara un aire nuevo, de venganza por haber llevado una vida tan mansa que ni siquiera había sabido controlar. Llegada a destino, la lenta detención del tren hizo que el corazón se le acelerara en una mezcla de agitación y curiosidad. Viejas sensaciones que hacía demasiado tiempo que no sentía la hicieron retroceder unos años, antes del matrimonio, cuando todo estaba por descubrir. En la pequeña estación ferroviaria sumergida entre las montañas la esperaba Paolo, el nuevo compañero asignado por la nueva oficina para la que trabajaría y se desplazaría. Al oír el silbato del jefe de estación la gente empezó a levantarse de su asiento, pero ella se quedó ahí, quieta, mirando por la ventanilla, preguntándose si las tres sombras que había dejado en el andén habrían reaparecido ahí, ante sus ojos, al otro lado del cristal. Gente que viene, gente que pasa coloreando sus miradas en busca de alguna respuesta. Hasta que, en vez de tres personas unidas al cordón ya cortado, había sólo una. Como sus hijos y el marido, también él estaba inmóvil, con las manos en los bolsillos y la mirada inquisitiva entre los vagones buscando a esa mujer desconocida. Cuando Sara le vio, deseó inmediatamente que fuera él su misterioso compañero nuevo, con su no sé qué que desprendía, misterioso e intrigante a la vez. Mientras la multitud empezaba a dispersarse lo vio coger el móvil y llamar a alguien. Justo en ese momento sonó el suyo, y un número desconocido se materializó en la pantalla. — Hola soy Paolo, tu compañero, estoy aquí fuera pero no sé cómo eres y no me gustaría dar una mala impresión perdiéndote entre la gente. — No te preocupes, ya te he visto, quédate ahí que ya llego.Respiró profundamente. De repente Sara se levantó, con la mirada perdida fuera de la ventanilla poco antes de decidirse a bajar. Una situación irreal, casi como en un sueño, hasta que el aire fresco y penetrante la devolvió a la Tierra, a ella misma, una mujer de cuarenta años que apenas había abandonado a la niña atemorizada sentada en el vagón. Se giró hacia las grandes ventanillas, y casi le pareció verse desde fuera, pequeña y asustada con dos trenzas negras que le caían sobre los hombros. Ahí estaba de nuevo, lista para afrontar nuevos retos y nuevas pruebas ante el mayor desafío de querer volver a vivir. En parte invadida por un extraño sentimiento de timidez que poco a poco iba desapareciendo, empezó a agitar los brazos para que el nuevo compañero misterioso la viera. Estaba de pie junto a una columna. Hay personas que incluso tras haberse conocido a fondo se mantienen distantes mientras que otras ya a primera vista están en sintonía, de forma tan natural e inmediata que abandonan la coraza que a menudo nos protege en sociedad. Nada más estrecharse de manos, Sara se sintió diferente, como si quisiera mantener al margen esta nueva realidad tan alejada de la vida de la gran metrópolis, de su vida en Roma. Antes o después todos queremos una vida diferente, al menos jugar a tenerla o soñar en secreto que nos vestimos con ropas muy diferentes a las nuestras. A veces empezamos a fingir casi sin darnos cuenta, tanto es nuestro deseo de rescate o de llenar ese vacío que llevamos dentro desde hace demasiado tiempo. Y así Sara, con ese estrecharse de manos, abandonó su piel de mamá y esposa para ser ella misma, sin vínculos ni lazos, al menos durante esos tres días lejos de casa. No había notado una ligereza como aquella en siglos y probablemente nunca se había sentido tan libre. Tras las presentaciones formales Paolo le cogió la maleta de las manos y le indicó el camino hasta su coche. — Tendrás hambre, es hora de comer… si te apetece conozco un restaurante muy bueno justo aquí al lado. Solo tenemos una reunión con la empresa a última hora de la tarde y hasta nos da tiempo a pasar por tu hotel si quieres cambiarte de ropa.Tras unos pocos segundos de indecisión, aceptó la invitación de buen grado, cosa que hacía aún más irreal todo lo que le estaba sucediendo. Comer fuera, sola, con otro hombre… sin tener que pensar en sus hijos o en tener al lado a su marido. Emocionada como una niña por esa simple comida circunstancial, aceptó al instante la invitación. Después de dejar la maleta en el coche se encaminaron hacia el local y terminaron con los pies bajo la mesa uno frente al otro, con las manos a un instante de tocarse en torno al menú que hojeaban. El camarero llegó al cabo de poco, y Paolo pidió enseguida un plato de pasta con boletus, la especialidad de la casa. Ella se pidió lo mismo sin pensárselo demasiado. Ni siquiera había avisado a los de casa de su llegada; en ese momento era en lo último en lo que pensaba… ¿qué le estaba sucediendo? La adrenalina a mil por comer con un desconocido que por otra parte no era más que un nuevo compañero de trabajo. Dejaron los menús a un lado de la mesa. Paolo finalmente empezó a relajarse, apoyando la espalda en la silla y dejando las manos sobre la mesa. Miró un momento por la ventana y la luz que entraba le iluminó los ojos, mostrándolos aún más celestes y cristalinos. Esa fue la primera impresión que tuvo de él, un hombre cristalino, sin máscaras ni capas. Con un pequeño movimiento se recostó en la silla y con los codos sobre el mantel empezó a preguntarle por su vida. Para seguir el juego teatral que la hacía tan ligera le contó solo una parte, omitiendo la existencia de un marido y dos hijos que se encontraban a quilómetros de ellos, aunque muy presentes en su vida. Por miedo a contradecirse desveló muy poco sobre ella y enseguida preguntó por él y su historia, pero éste fue interrumpido casi al momento por la llegada de la comida, caliente y perfumada como nunca antes había sentido; tanto, que le invadió impetuosamente las fosas nasales en un baile de sabores y recuerdos ligados a la infancia. — Se acabó la primera parte, ahora comamos o se enfriará la comida y sería una pena. Luego soltaré eso de que estoy separado, hace ya un par de años. No tengo hijos, no tengo pareja y por ahora estoy muy entusiasmado con este nuevo proyecto que te ha traído hasta aquí.Después de comer, Paolo empezó a hablar de varias cosas, tan metido en la conversación que le brillaban los ojos con una bellísima luz. Sara era toda oídos, embelesada por todas esas palabras suyas que se materializaban en su mente. Así siguieron durante el trayecto en coche hacia el hotel, no muy lejos del lugar de trabajo que habrían visitado dentro de pocas horas. Paolo dejó el coche en la entrada del hotel para ayudarla a descargar la pequeña maleta, acompañándola después hasta el hall. — Nos vemos en dos horas, vendré a recogerte, ¿vale? — ¡Claro!Agradeció tanto la propuesta de acompañarla que la respuesta le salió con voz temblorosa, haciendo que la gente a su alrededor se girara. Se puso tan roja que Paolo tuvo que contenerse para no partirse de risa, y, girando sobre sus talones, se despidió mientras se alejaba. Ahí estaba, tímida y cohibida como siempre pero lista para volver a ponerse la piel de la nueva Sara, independiente y a años luz de su habitual vida aburrida. Realizó las operaciones rituales en recepción y finalmente subió a la habitación. Sentada sobre la gran cama blanca, recordó que aún tenía puesto el modo silencio del teléfono, que había activado durante el viaje para no molestar a los demás pasajeros. Miró la pantalla. Su marido la había llamado ya cinco veces y tenía tres mensajes.
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