El sonido de las turbinas me retumbaba en el pecho. El avión se alzaba sobre el cielo de Santo Domingo y con él, todo lo que no quería recordar: el mar, las risas, la villa, sus labios. Cerré los ojos un segundo, intentando respirar, pero ahí estaba él… sentado justo al lado. Cris. Llevaba su chaqueta de cuero, el cabello despeinado y esa maldita mirada que me hacía temblar. Yo trataba de fingir calma, mirando por la ventanilla, pero el reflejo del cristal lo traicionaba: también me observaba. Nuestros brazos se rozaban a ratos, y cada mínimo contacto era como una descarga. Quise apartarme, pero el espacio era demasiado pequeño, el aire demasiado pesado. —Relájate, Ámbar —murmuró sin mirarme, con esa voz baja que solo él sabía usar—. Nadie te va a comer. —No estoy tensa —mentí, gi

