Capítulo 4

1065 Words
Hice el amor furiosa con Duarte, en la cama de un hostal cerca a la comisaría, revolcándonos como lobos hambrientos. Mi frustración de no saber nada de Monteza, desató mi ímpetu y me volví desenfrenada y vehemente en los brazos de Manolo. Él me aplastó sobre las almohadas y sus manos iban y venían por mi piel como jinetes cabalgando de prisa, encendiendo mis fuegos y haciéndome una antorcha inmensa, chisporroteando fuego por todos mis poros. Duarte me lamía los pechos, los brazos, el ombligo, los muslos como un náufrago recién rescatado y yo gemía como loca porque sus besos y caricias eran deliciosas, sentía su cuerpo pesado apresándome y eso me excitaba más y más, también su olor viril que empezaba a desbordarme y me encantaban sus vellos y su piel áspera raspándome. Manolo también estaba desenfrenado. Yo intentaba besarlo, pero era imposible, me excitaba mucho, me obnubilaba. Sus manos agarraron una y otra vez mis caderas, mi punto más débil y eso me enervaba al máximo desatando más fuego en todo mi cuerpo, sobre todo en mis entrañas. Duarte se deleitó con mis curvas, disfrutando de mis redondeces, de su firmeza, su encanto y volumen, y quedó tan extasiado que me las mordió con ira, dejándome las huellas de su pasión, haciéndome gritar y delirar. Presa de la vehemencia y la febrilidad, empecé morderlo también, a clavarle mis uñas en su espalda, porque estaba demasiado excitada entre sus brazos, su fortaleza, su cuerpazo aplastándome sobre la cama. Mis tobillos atenazaron su caderas cuando empezó a invadir mis entrañas como un torrente de pasión y virilidad que me hizo, literalmente, aullar. Él ingresó con mucha fuerza, igual a un taladro, llegando hasta mis abismos con furia, lo que hizo que me jalara con ira los pelos, presa del descontrol que me provocaba su vehemencia. Le gritaba que lo hiciera fuerte y Duarte obedecía, avanzando como un ciclón sobre mi, llegando hasta mis más profundas fronteras, como un torrente caudaloso que me me hacía sentir eclipsada. Fue delicioso, delirante, pasional y emocionante, todo. Me sentí atrapada en el cielo, flotando, obnubilada completamente. Seguía jalándome el pelo, parpadeando sin detenerme, exhalando sexo en mis soplidos. Jamás había gemido tanto. Fue estar en el paraíso. Me encantó esa candela avanzando sin detenerse en mis profundidades y la forma cómo taladró mis campos, sin detenerse, hasta llevarme a la inconciencia. Duarte quedó con muchas heridas en la espalda, producto de mi desesperación cuando lo sentí igual a un volcán en plena erupción dentro de mí. También le mordí el cuello, estremecida por la invasión y conquista de mis abismos más profundos, dejándole una herida grande. Quedé tendida en la cama, como un estropajo, sin aliento, respirando con mucha dificultad, suspirando constantemente, con el corazón acelerado, echando humo de las narices, con mis pechos endurecidos emancipados como enormes cerros. Me sentí más sensual y sexy que nunca en sus brazos, demasiado femenina, ardiendo en fuego, gozando, de mi absoluta feminidad después de haber sido toda suya de Duarte. ***** El capitán Melgarejo tenía que hacer unos trámites en la prefectura. Renegaba y estaba furioso. -Se les perdió todo el legajo del caso Miranda-, me decía. Yo miraba los trofeos que se alineaban en una repisa, llenos de polvo. -Ahh, eso lo gané cuando habían competencias entre las fuerzas armadas-, me contó, engrapando unos papeles. -¿Qué competía, mi capitán?-, tuve curiosidad. -Atleta. Corría los 100 metros planos-, infló su pecho con orgullo. No me imaginaba que fuera tan veloz. Lo veía soso, lerdo, cansino, pesado y poco ágil. Difícil se me hacía imaginarlo espléndido, delgado, con más pelo y el rostro juvenil. -¿Usted solo juega voleibol, Sub Oficial Superior?-, me dijo. Aún yo no me acostumbraba a mi nuevo rango. -Sí, los sábados-, le recordé. Él nos veía jugar en la canchita de la comisaría, detrás de las carceletas, y se mataba de la risa viéndonos fallar, lanzar mal la pelota y caernos como fichas. -Juegas bien-, se puso de pie Melgarejo, poniéndose su casaca. No era cierto. Era una de las peores de la cancha y cuando levantaba la pelota se iba siempre a las tribunas. Igual disfrutaba relajándome y divirtiéndome. Debía llevarlo. Me dio las llaves de su camioneta. Volvió a rezongar malhumorado. -No lo vayas a raspar o mi mujer me ahorca-, me subrayó. Me puse el cinturón de seguridad y Manolo me alcanzó justo cuando me disponía a marchar. -¿Qué harás en la noche?-, me preguntó. Arrugué mi nariz. -Nos han destinado a apoyar un decomiso en el mercado-, me quejé. El capitán se incomodó. -A su puesto, Duarte, amoríos para más tarde-, ladró. Nos fuimos a la prefectura. El capitán entró raudo y yo me quedé en el estacionamiento, apoyada a la puerta revisando mi móvil. -¿Trabajas con el capitán Melgarejo?-, me preguntó un oficial que terminaba su turno. -Ajá-, barullé desinteresada. -A él se le escapan todos los presos-, echó a reír. -¿Por qué lo dices?-, me interesé. -A los sujetos de la redada del martes los liberaron por falta de pruebas o delitos leves-, echó a reír y se marchó. Al principio no presté mayor atención, pero después empecé a atar cabos. -Martes, redada, detenidos, delitos leves-, fue balbuceando. Entonces se me clavó la imagen de Monteza. Su sonrisa larga, sus ojos vivarachos, su rostro campechano y sentí mi corazón bombear de prisa. Un delicioso fuego empezó a desatarse en mis entrañas. Me sentí sensual. Fui a oficinas y allí encontré, en mesa de partes, a la teniente Raquel Mori. -¿Qué haces aquí?-, sonreí. -Apoyando, mordió ella su lapicero, ¿y tú?- -Escolto al capitán Melgarejo-, cogí uno de los caramelitos que tenía en una bandeja. Era de limón. -Ay qué pesado es ese viejo-, rezongó Raquel, recostándose al respaldar de la silla y cruzando las piernas. -¿Han soltado a los detenidos de la redada del martes?-, intenté hacerme la desinteresada. -Sí, falta de pruebas , delitos leves, ya sabes, cosas así-, estrujó Raquel su boca. Me deleitaba con el caramelo. -¿Tienes los nombres? A lo mejor está alguien que detuve-, sonreí. Raquel estaba indiferente, sin embargo. -Claro, mira-, me mostró la hoja de salida. Lo repasé una y otra vez y allí estaba, subrayado, con un puntito rojo, que significa comparecencia restringida: Monteza. Mordí mis labios.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD