Aproveché mi descanso para ir por las calles donde los chicos vendían empanadas, en San Miguel. Me puse un jean bien pegadito y una camiseta sin mangas. También me hice una cola con mi pelo y me puse lentes oscuros. Guardé mi celular y mi billetera en mis bolsillos. Me fui en un bus hasta la esquina donde estaba el Parque de la Luna y traté de ubicarme. Las calles estaban desiertas, cantaban muchos pájaros y abajo del malecón se escuchaba el golpe de las olas, rebotando con los acantilados. Le pregunté a un señor que vendía diarios en un puesto de madera. Me miró con curiosidad. -A veces aparecen esos muchachos ofreciendo empanadas. No siempre están. Llegan de repente y comienzan a ofertar en los buses, en los transeúntes, son cuatro o cinco. Yo a veces les compro. Son deliciosas-, me di

