No dormí casi nada.
Eran las tres de la mañana cuando terminé de escribir la última línea del trabajo de español. Me dolían los dedos y los ojos me ardían, pero no podía dejarlo inconcluso. Había algo en la idea de que Jared contara conmigo, que me impulsaba a no rendirme. Si yo fallaba, también lo haría él, y no soportaba la idea de decepcionarlo. Además yo lo había puesto en el equipo, sería injusto para Carmina y Hebert que su parte no estuviera lista.
Cuando amaneció, el espejo me devolvió una imagen que me asustó: ojeras profundas, la piel pálida y el cabello más rebelde que de costumbre. Me puse un poco de rubor, sin saber si eso servía para algo. De todas formas, la mayoría de las chicas del colegio parecían despertar listas para salir en una revista, y yo apenas lograba parecer viva.
Llegué temprano a la escuela con el proyecto impreso en una carpeta azul. Hebert ya estaba ahí, revisando algo en su libreta, y Carmina tomaba café en un vaso enorme. Jared llegó unos minutos después, como si nada, con esa sonrisa que siempre parecía iluminarlo todo.
—¿Dormiste algo? —me preguntó, acercándose.
—No mucho. Tenía que terminar lo que faltaba del trabajo —le respondí, intentando sonar tranquila, aunque por dentro estaba agotada.
Él me miró sorprendido, pero enseguida sonrió, con esa forma suya de hacerme olvidar el enojo que intentaba sentir.
—No puedo creerlo, Eli. Eres la mejor, de verdad bebé. No sé qué haría sin ti —dijo, rodeándome con un brazo.
Yo quise decirle que lo que haría era dormir, pero en lugar de eso solo me quedé en silencio, sintiendo cómo se me aceleraba el corazón.
Durante la clase, el profesor revisó los proyectos y elogió el nuestro. Hebert parecía genuinamente satisfecho, y por primera vez, me sonrió.
—Buen trabajo, Elisa. De verdad. No pensé que saldría tan bien —me dijo.
Ese reconocimiento, pequeño pero sincero, me hizo sonreír también. No estaba acostumbrada a que alguien, aparte de Jared, valorara lo que hacía.
Durante el receso, mientras todos hablaban en grupos, Hebert se acercó otra vez.
—Oye, si alguna vez necesitas ayuda con los temas de literatura, puedo explicarte algunas cosas. Me gusta cómo estructuraste los párrafos —comentó, como si eso fuera lo más normal del mundo.
—Gracias, creo que me vendría bien —respondí, sintiendo algo extraño, una sensación tibia de aprobación, de ser vista.
Jared apareció justo entonces, colocándose entre nosotros.
—¿Interrumpo algo? —preguntó con un tono que me pareció… diferente, como un intento de broma, pero cargado de algo más.
—Solo hablábamos del proyecto —respondí.
—Ah, claro —dijo él, sonriendo apenas, y tomó mi mano con suavidad—. Lo siento, la llevaré conmigo. Ven, tengo que mostrarte algo.
Me condujo hacia la parte trasera de la cancha. Detrás del gimnasio, a su pequeño refugio
—¿De que se trata? —pregunté, intrigada.
—Nadie viene aquí. Puedo estar tranquilo cuando quiero desaparecer un rato. Cómo ahora.
Dentro había un par de colchonetas, una lámpara portátil, algunos libros, y una caja de galletas abierta. En el suelo, una guitarra apoyada contra la pared. El aire olía a polvo y madera, pero también tenía algo reconfortante.
—Es nuestro sitio secreto bebé —dijo, encendiendo la lámpara— A veces solo necesito un lugar donde no tener que sonreírle a nadie.
Lo miré, intentando entenderlo. Jared solía parecer tan seguro, tan encantador, que era difícil imaginarlo buscando refugio en un sitio como ese.
—¿Estás bien? —pregunté finalmente.
Él me miró por un momento, como si dudara en responder. Luego bajó la mirada.
—No mucho. No te lo había dicho porque… no sé, no quería que pensaras que soy un drama andante —rió sin humor—. Pero mi abuela está mal. De eso se trató el viaje de este fin de semana.
Se sentó en el suelo y jugueteó con la cuerda de la guitarra.
—Es la única persona que realmente se preocupó por mí cuando era niño. Mis padres siempre han estado… ocupados. Siempre hay un viaje, una cena, un evento. Pero ella… —su voz se quebró un poco— ella me esperaba con galletas calientes cada viernes. Me hacía sentir que importaba.
Lo escuché en silencio. Había algo en su tono que me atravesaba. Jared no era ese chico inalcanzable que todos admiraban; en ese instante parecía un niño que hablaba desde la herida.
—Lo siento mucho —susurré.
—No tienes que disculparte —dijo, limpiándose una lágrima con el dorso de la mano—. Solo… me da miedo perderla sin poder despedirme. Ella está en otra ciudad, en un asilo, y mis padres no quieren que viaje porque “sería demasiado estresante”. Con todo el dinero que ganan podrían traerla cerca de nosotros. No entienden que no verla es lo que me está matando.
Me senté a su lado, sin saber muy bien qué decir. No era buena consolando, pero quise hacerlo sentir acompañado.
—Debe ser muy difícil —murmuré.
Él asintió, y por un momento, solo se escuchó el ruido lejano de la cancha.
—No le hablo de esto a nadie —dijo, mirándome—. Solo contigo me siento… seguro.
Mi pecho se apretó. No esperaba que dijera eso.
—Gracias por confiar en mí —logré decir.
Él sonrió débilmente, y antes de que pudiera reaccionar, apoyó la cabeza en mi hombro. Sentí cómo se tensaban todos mis músculos, pero luego me relajé. El contacto era cálido, frágil, humano.
—A veces pienso que no debería quejarme —continuó—. Tengo todo lo que cualquiera podría desear: una casa enorme, dinero, un auto, padres que… bueno, hacen lo que pueden. Pero hay días en los que daría todo eso por una tarde en el porche con mi abuela, viendo cómo se le enfría el té porque se distrae hablando.
Su voz se quebró otra vez, y entonces sí lloró. No con un llanto ruidoso, sino con esas lágrimas silenciosas que parecen doler más porque no buscan compasión. Me quedé quieta, sin atreverme a moverme. No quería que pensara que me incomodaba.
—Vas a volver a verla —le dije suavemente—. No pierdas la esperanza.
Él levantó la vista y me miró como si esa simple frase le hubiera devuelto algo.
—¿Cómo haces eso? —preguntó.
—¿Qué?
—Hacer que las cosas parezcan menos horribles.
No supe qué responder.
Nos quedamos ahí un rato más, en silencio, hasta que él se reincorporó y me sonrió con timidez.
—Perdón, no quería ponerme así. No suelo hacerlo.
—No pasa nada —dije—. A veces todos necesitamos hablar.
—Sí, pero contigo es diferente —respondió, tocándome la mejilla con la punta de los dedos—. Contigo me siento real.
Su caricia fue tan breve que casi creí imaginarla, pero me dejó un calor en la piel que duró horas.
Cuando salimos de ese lugar, el sol ya estaba bajando. El resto del día pasó rápido, entre clases y comentarios de los demás sobre el proyecto. Jared se mostraba más tranquilo, y yo me sentía culpable por haberlo juzgado. Pensé en lo de su abuela, en lo solo que debía sentirse, y me prometí que no volvería a reprocharle nada.
Esa noche, mientras hacía tarea, él me escribió:
> “Gracias por hoy. No sabes lo bien que me hiciste sentir.”
Y luego:
> “Perdón por no haber hecho mi parte del proyecto. Prometo compensarte.”
Sonreí, escribí algo como “No te preocupes, todo salió bien”, y dejé el celular a un lado. Pero en el fondo sabía que ya lo estaba compensando. No con un favor, sino con esa conexión que me hacía sentir importante, necesaria, como si finalmente tuviera un lugar en el mundo de alguien.
En ese momento decidí que debía aplicarme para ayudarlo con sus tareas. No era que él me lo pidiera, pero tenia mucho encima: entrenamientos, trabajos, responsabilidades familiares. Y yo, podía echarle una mano.
Durante los días siguientes, Jared fue más cariñoso, más atento. Me esperaba a la salida, me regalaba chocolates o pequeños dibujos que hacía durante clase. Un día, incluso me dejó una nota doblada dentro del cuaderno:
> “Eres la única persona que me hace sentir en casa.”
La guardé entre las páginas de mi diario. No sabía si era amor o algo parecido, pero me bastaba con sentirme vista.
Hebert seguía siendo amable, y eso parecía irritar un poco a Jared. Cuando lo saludaba, él hacía algún comentario ligero, como si fuera una broma, pero yo podía notar ese brillo extraño en su mirada.
—Así que el chico aplicado ahora es tu fan, ¿eh? —me dijo un día, riendo.
—Solo es amable —respondí.
—Sí, claro. No te preocupes, no soy celoso —dijo, aunque su tono no era del todo convincente.
Y, aun así, una parte de mí se sintió halagada. Por primera vez, alguien parecía preocuparse por quién me hablaba o con quién reía. Tal vez era eso lo que significaba ser importante para alguien.
El viernes, me esperó de nuevo cerca del pequeño cuarto detrás de la cancha.
—Ven —dijo con una sonrisa cansada—, quiero tocarte algo.
Sacó la guitarra y comenzó a tocar una melodía suave, lenta, casi triste. Su voz era baja, pero cada palabra tenía algo que me erizaba la piel:
> “Si el mundo se cae, quédate.
Si todos se van, quédate.”
Cuando terminó, me miró.
—No es gran cosa, pero la hice pensando en ti.
No supe si reír, llorar o abrazarlo. Me limité a decir:
—Es hermosa.
Él asintió y dejó la guitarra a un lado.
—No quiero que vuelvas a desvelarte por mi culpa —dijo, tocándome la mano—. Pero tampoco quiero que te alejes. No podría con eso.
Y luego, con un suspiro, agregó:
—No sé qué haría si tú también me dejaras.
Su voz temblaba, y de nuevo lo vi frágil, distinto, casi roto. Y fue en ese momento cuando comprendí que no podía dejarlo. Que no soportaría verlo triste.
Así que solo le respondí lo que él quería oír:
—No te voy a dejar, Jared.
Y lo creí.