No supe en qué momento mis manos dejaron de temblar, solo recuerdo la presión de su cuerpo contra la puerta, la sonrisa peligrosa con la que me recibió y el calor que me recorrió la piel cuando sus labios atraparon los míos. Me besó como si quisiera devorar todo el tiempo que habíamos perdido en esos días de silencio, como si cada segundo lejos de mí hubiera sido un crimen que ahora estaba decidido a reparar con urgencia.
El beso fue voraz, casi desesperado, y me dejó sin aire, como si hubiera estado esperando ese instante con los pulmones vacíos. Pero, en vez de calmarme, la intensidad me llenó de más dudas. Apenas se apartó, con los labios aún húmedos, me miró con una mezcla de reproche y ternura que me desarmó.
—¿Cuánto más pensabas hacerme esperar, Elisa? —susurró, con voz baja pero firme, apretando su frente contra la mía—. Te di espacio… pensé que vendrías a buscarme, que confiarías en mí para hablar de lo que pasó en tu casa. No quise presionarte, pero jamás imaginé que serías tan fría, y que yo te importará tan poco.
Fría. La palabra me atravesó como un dardo envenenado. Yo, que había pasado noches enteras repasando en mi cabeza cada uno de sus silencios, la forma en que me ignoraba en el pasillo, la indiferencia aparente cuando reía con otros… ¿fría yo? Si lo único que había hecho era morir de ganas de buscarlo, pero con un miedo paralizante de que él ya no quisiera nada conmigo.
—Yo… yo pensé que tú no querías hablar conmigo —balbuceé, con la garganta seca, como si el aire mismo me doliera—. Creí que después de lo que escuchaste en mi casa ya no te interesaba.
Él se apartó apenas, solo lo suficiente para mirarme directo a los ojos. Su sonrisa se torció, mitad compasión, mitad burla, como si mis miedos fueran casi adorables en su torpeza.
—Eres una tontita —dijo, con un tono extraño, entre cariño y reproche—. No escuches a tu madre, Elisa. Y no te preocupes por lo que pasó ese día. Ya no escuches a nadie más, ¿entiendes? La única que me importa eres tú, y la única aprobación que necesitas es la mía. Nadie más.
Sentí que sus palabras me envolvían como una manta tibia. No importaba que fueran desconcertantes, que escondieran un filo invisible: yo solo escuchaba que me elegía, que me necesitaba, que podía confiar en él porque el si veía mi valor.
Nos sentamos en la manta, ya había acomodado mejor ese lugar. Las luces bajas lo hacían acogedor, y una pila de cajas separaban su espacio y los trebejos, así si alguien miraba desde afuera nadie sospecharía que dos chicos se escondían detrás.
Me preguntó porque no lo llame durante la clase. Ya no quise admitir que no me atreví porque ni siquiera me miró, parecía patético confesar que si siquiera pude concentrarme. Así que me encongí de hombros, y comencé a contarle lo de la clase de español. Lo hice con timidez, como si se tratara de algo insignificante, aunque a mí me había parecido un pequeño milagro.
—Hoy… bueno, por primera vez alguien me invitó a un equipo. La profesora pidió grupos de tres y una chica, Carmina, me habló. Me dijo que estaba con el mejor promedio, con Hebert, y que me querían incluir. Nunca me habían invitado a nada… siempre estoy aparte, pero… acepté.
Esperaba que sonriera conmigo, que celebrara lo extraño y nuevo de esa experiencia. Pero su expresión cambió en un instante, como si hubiera dicho algo equivocado.
—¿Aceptaste sin hablar conmigo antes? —preguntó, con un tono que me heló la piel—. Muy mal, Elisa, que te pasa. Tu y yo deberíamos ser un equipo. Ahora tienes dos opciones: cancelas tu participación o me consigues un lugar en ese equipo. Nosotros debemos estar juntos en todo.
Yo, en lugar de sentir que me reprendía, lo interpreté como un gesto romántico, casi heroico. Quería estar conmigo en cada cosa, incluso en un trabajo aburrido de la escuela.
—Lo intentaré… —susurré, con una mezcla de nervios y alivio.
Él pasó el pulgar por mis labios, como si borrara cualquier duda que pudiera quedarme.
—Eso, mi niña. Juntos. Siempre. La próxima vez consúltame antes. Tendré que revisar si esas personas son buenas para ti. Es por tu bien eres... ¿cómo decirlo?... bastante noble. No quiero que se aprovechen de ti o te usen.
Luego, como quien abre una puerta a otro mundo, cambió de tema:
—Quiero invitarte a mi casa —dijo, casi en un suspiro, como si fuera un secreto reservado solo para mí—. Mis padres nunca están, solo el personal de servicio. No tendremos que correr como aquí, ni preocuparnos por quién entra. Estarías cómoda. Y si un día encuentras a mamá te caerá bien.
Mi corazón se aceleró. Mi casa siempre era un campo de batalla; la idea de un refugio propio, silencioso, suyo y mío, parecía casi demasiado perfecta para ser real. Aunque la idea de encontrarme alguna vez con su madre me angustiaba y al tiempo me hacía sentir importante que quisiera presentarme con su familia.
Pero todavía me pinchaba la duda. Si en realidad yo le importaba tanto. ¿Por qué había pasado por mi lado tantas veces sin siquiera mirarme? ¿Por qué me había hecho sentir invisible, diminuta?
Él pareció leer mi mente, porque me tomó la barbilla con suavidad y añadió:
—Te vi, Elisa. En el patio, cuando estabas sola en la banca y yo con todos los chicos y con sus novias. Claro que te vi. Pero ese no es tu mundo, ¿entiendes? Ellas… —hizo una mueca apenas perceptible— son frívolas, superficiales. Viven de la apariencia, de cuánto maquillaje usan, de quién las presume más fuerte. Tú no eres como ellas, y no quiero que te contaminen. Quiero que sigas siendo diferente. Mía.
Me quedé sin palabras. Nadie me había dicho jamás algo así. Yo, que siempre me había sentido menos, que nunca había tenido un lugar en ese grupo de risas y miradas brillantes, de pronto era elevada a otra categoría: especial, pura, distinta.
— ¿Te refieres a salir a escondidas?
— Claro que no. Todos ya saben que estás conmigo —siguió él, acariciando un mechón de mi cabello—. No necesito demostrarlo con sonrisas falsas en público. Prefiero que lo nuestro se quede en nosotros. Que no lo compartamos con nadie. Aunque si tú eso quieres...
Al principio la idea me sonó rara, incluso un poco injusta. ¿Por qué no podía acercarse a mí frente a los demás? ¿Por qué debía esconderse? Pero luego mi corazón me ofreció otra interpretación: era inmensamente romántico. Él quería que nuestro amor existiera en un universo solo nuestro, intocable, sin testigos.
Me abrazó fuerte, con ese modo suyo de hacerme sentir que si me soltaba me caería al vacío.
—Eres mía, Elisa —susurró contra mi oído—. No lo olvides nunca. Nos pertenecemos.
Y yo, aunque una parte de mí temblaba, otra se abandonaba a esa certeza como quien se sumerge en un agua oscura y decide no salir a la superficie.
Porque en ese instante, más que miedo, lo que sentía era un extraño consuelo: por primera vez en mucho tiempo, no me sentía sola.
Me tomó de la mano y me sacó de allí alegando que era tarde. Al salir la escuela estaba prácticamente vacía. El me tomó de la mano y ya casi fuera de ahí nos topamos de frente al conserje. Yo me puse nerviosa pero Jared solo asintió con la cabeza y el hombre no dijo nada. Cómo si ya se conocieran.
—Tengo una sorpresa genial para ti — dijo pegándose a su espalda y cubriéndole los ojos. — Tu vida está cambiando Elisa. — dijo en ese tono tan suyo que prometía magia.