El ruido en la puerta me heló la sangre. Sentí que todo el aire de mi pecho se escapaba de golpe y que las paredes de la cocina se encogían. Mis manos todavía temblaban por lo que había pasado hacía unos minutos, por los besos que aún ardían en mi boca y por la calidez de sus brazos alrededor de mí. Jared estaba en mi casa. Jared estaba en mi mundo de paredes agrietadas, de una mesa coja y un silencio que siempre pesaba como una condena. Y justo en ese instante, mi madre regresaba.
Me giré hacia él como si me hubieran cortado la respiración. Lo encontré sentado en la orilla de mi cama, todavía relajado, mirándome con esos ojos que parecían decirme que no había nada que temer. Y entonces, con esa tranquilidad que a mí me parecía imposible, soltó lo que para él debía ser lo más lógico:
—Puedo presentarme, Elisa. Si quieres, bajo contigo. Le digo quién soy, que vine a estudiar contigo…
—¡No! —casi grité, pero lo hice en un susurro áspero, con la garganta apretada—. No, Jared, no entiendes… No la conoces. No sabes cómo es.
Él parpadeó, sorprendido por mi reacción, y se incorporó. Dio un paso hacia mí y tomó mis manos, que estaban heladas.
—¿Qué puede pasar? —preguntó en voz baja—. No estoy haciendo nada malo. Solo vine a verte.
Me mordí el labio con tanta fuerza que sentí el sabor metálico de la sangre. El miedo me revolvía el estómago. Mi madre no necesitaba pruebas, nunca las había necesitado. Con una sola mirada podía convertir en miseria cualquier ilusión. Me imaginé su risa amarga, sus palabras hirientes, el veneno en su voz. Si lo veía aquí, si lo relacionaba conmigo, no lo dejaría tranquilo. Y a mí… a mí me haría pagar de formas que ni siquiera quería imaginar.
—Por favor… —le supliqué, mis ojos ardiendo—. No, Jared. Esto no puede salir bien. Solo vete. Escóndete, lo que sea, pero no dejes que te vea. Te lo ruego.
Él me observó un instante. No había burla en su mirada, no había fastidio. Solo calma. Y esa calma me dolía, porque era justo lo contrario a lo que yo sentía. Con un gesto suave, me acarició la mejilla.
—Está bien. Tranquila. Solo quiero que estés bien.
Giró la cabeza hacia la ventana. Desde allí se veía el viejo árbol del patio, torcido, con ramas que rozaban casi la pared.
—Puedo bajar por ahí. —Su voz era serena, como si hablara de algo cotidiano—. No es la primera vez que hago algo así. Lo tengo dominado.
Abrí los ojos con horror.
—¿Estás loco? ¡Puedes caerte!
Él sonrió, ladeando la cabeza como si mis miedos fueran exageraciones dulces.
—Confía en mí. No va a pasar nada. Solo tienes que distraerla un poco. Que no se asome por la ventana del piso de abajo. Yo bajo en un segundo.
Negué con la cabeza, incapaz de decidirme, sintiendo cómo el tiempo se me escapaba como arena entre los dedos. El ruido de la puerta de entrada volvió a resonar, esta vez acompañado por la voz ronca de mi madre, llamándome.
—¡Elisa!
Mis piernas casi se doblaron. Jared, sin embargo, no perdió la calma. Se inclinó, me dio un beso en la frente y me susurró:
—Ve. Distráela. Yo me encargo. Te veo en la escuela mañana.
Me quedé inmóvil un segundo más, con el corazón latiendo tan fuerte que creí que mi madre lo escucharía desde la entrada. Y entonces corrí escaleras abajo.
—¡Ya voy! —respondí con un hilo de voz que intenté convertir en algo normal.
La encontré en la cocina, su bolso aún colgando de su hombro, sus ojos encendidos como siempre que regresaba de trabajar. Olió el aire con desagrado y lo primero que hizo fue fruncir el ceño hacia el fregadero.
—¿Qué es esto? —señaló los platos que había dejado sin lavar cuando Jared y yo nos encerramos en mi cuarto—. ¿No puedes hacer nada bien? ¿Para qué sirves, Elisa?
Empezó a alzar la voz. Sentí cómo me aplastaba contra el suelo con cada palabra.
—¡Todo el día aquí y ni siquiera puedes mantener limpia la cocina! ¿Qué clase de inútil eres? Siempre tengo que llegar y encontrar la casa hecha un desastre. Estoy cansada de ti. Maldigo la hora en la que confíe en tu padre y creí que traerte al mundo sería buena idea. No dejas de ser un lastre, mi castigo por ingenua.
Sus gritos llenaron la cocina, llenaron mi cabeza, llenaron todo mi cuerpo de esa sensación conocida: vergüenza, rabia, impotencia. Y en medio del estruendo de su voz, yo solo pensaba en Jared, en si había logrado bajar ya, en si estaba bien, en si se caería, en si mi madre se daría cuenta de algo.
Mientras me insultaba, mientras me recordaba que yo no servía para nada, no vio nada más. No notó la ventana entreabierta, no percibió el ruido leve de las ramas agitándose. Solo siguió gritando.
Y yo agaché la cabeza, como siempre hacía, con las mejillas ardiendo. Escuché, muy lejos, como un eco, el crujido de hojas secas en el patio. Supe entonces que Jared había saltado y estaba ahí, escuchando cada palabra que mi madre me lanzaba como cuchillos.
—¡Responde! —me gritó ella de pronto, dándome un manotazo en la mesa.
—Lo siento —susurré, mi voz quebrada— Ahora mismo limpió.
Eso bastó para que se sintiera satisfecha. Refunfuñó, tiró el bolso sobre una silla y comenzó a abrir cajones con violencia, buscando algo de comer. Yo aproveché el momento para respirar, aunque lo que entró a mis pulmones fue ceniza y miedo.
Lave los dos platos que fueron la causa de su molestia y subí a mi cuarto poco después, con las piernas temblando y el corazón todavía disparado. Cerré la puerta con cuidado, como si temiera que el simple sonido del cerrojo pudiera delatarme.
La ventana estaba abierta. El aire entraba fresco, trayendo consigo un murmullo que me hizo cerrar los ojos: el recuerdo de su voz diciéndome que confiara, el calor de su beso en la frente. Me acerqué y asomé con cautela. El árbol estaba quieto, como si nunca hubiera servido de escape, y el patio vacío. Jared ya no estaba.
Me giré y entonces lo sentí. El olor. Me acerqué a la cama y me dejé caer sobre la almohada. Olía a él. A esa colonia suave, masculina, cálida, que aún impregnaba la tela. Apreté el rostro contra la funda y cerré los ojos. De golpe, las escenas del día regresaron como un torbellino: sus brazos alrededor de mi cintura mientras cocinaba, su cabeza en mi hombro, su risa en mi oído, su manera de mirarme como si yo fuera algo valioso, como si yo importara.
Y me descubrí temblando, no de miedo esta vez, sino de algo distinto, algo nuevo que me envolvía el pecho y me llenaba de calor. Era extraño, era peligroso, era hermoso.
Nunca nadie me había cuidado así. Nunca nadie me había hablado con tanta calma, ni me había respetado de esa manera. Nunca nadie había hecho que mis miedos parecieran más pequeños que un beso en la frente.
Me quedé abrazada a la almohada, con el olor de Jared impregnado en mí, y lo supe con una certeza que me atravesó como un relámpago: estaba enamorada. Fue rápido e inesperado, me hacía sentir como una tonta, pero al mismo tiempo me sentía en verdad feliz.
Por primera vez en mi vida, de verdad lo estaba, y ya no había vuelta atrás.