Capítulo 14.

1464 Words
Una nueva compañera. Valeria. No tenía planeado recibir visitas ese día. De hecho, pensaba pasar la tarde reorganizando los libros que habían llegado en la mañana. El timbre sonó a las tres en punto, un sonido agudo que me sobresaltó ligeramente. No esperaba a nadie. Cuando abrí la puerta, lo último que imaginé fue encontrarme con una joven que no pasaba de los veintidós años. Su rostro estaba pálido, con los ojos cansados, pero lo que más me impactó fue su vientre: un embarazo muy avanzado. Ella se abrazaba a sí misma como si buscara un poco de refugio. —¿Sí? —pregunté con suavidad. —Perdón por venir sin avisar… alguien en el pueblo me dijo que usted podría estar buscando ayuda para la casa… o que tal vez necesitaría a alguien para… limpiar o cocinar… No supe por qué, pero algo en su voz me conmovió. Había algo honesto, hasta vulnerable. —Pasa —le dije sin pensarlo mucho. Le ofrecí una taza de té, que aceptó con timidez, y se sentó con cuidado en el sofá del salón. El sol entraba por la ventana y bañaba su rostro. Se notaba agotada, como si hubiera estado caminando mucho antes de llegar. —Me llamo Camila —dijo finalmente—. Estoy sola. El padre de mi hijo… me engañó. Estaba casado. Me enteré cuando ya estaba embarazada… y cuando se lo dije, me dio dinero y me pidió que desapareciera. Así, sin más. Yo asentí lentamente, sin saber qué decir. Me dolía escucharla, como si su historia activara algo dentro de mí que no podía explicar. —Mi familia no quiso saber más de mí desde que decidí estudiar —continuó, mirando su taza—. Todos trabajan en un negocio de comida rápida que tienen desde hace años. Yo… solo quería otra vida. Me dijeron que me creía mejor que ellos. Me fui a Londres con una beca. Nunca volví. Hasta ahora. Me contó todo con una mezcla de vergüenza y rabia. Y yo solo la escuché. Sentí que no necesitaba consejos, solo un lugar donde soltar todo el peso que llevaba encima. Y ahí estaba yo, con una casa inmensa, recién armada, lista para ser un hogar. —No sé por qué esa historia me llegó tanto —le dije finalmente—. Pero si quieres quedarte, si necesitas trabajar… aquí siempre hay espacio para alguien que esté dispuesta a empezar de nuevo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. Únicamente asintió. Ese día le preparé una sopa caliente y hablamos durante horas. Del miedo. De la esperanza. Del amor que una madre siente incluso antes de que su hijo nazca. Nunca me había sentido tan humana, tan útil. Y sin saberlo, ese día no solo abrí la puerta de mi casa. También abrí la puerta de mi corazón. A una amistad. Silencios que acompañan Valeria Han pasado tres días desde que Camila cruzó la puerta de mi casa, y todavía no termino de entender del todo qué fue lo que me hizo decirle que se quedara. No era algo planeado, ni siquiera algo que hubiera considerado. Pero a veces, una decisión nacida del instinto es la más segura. Lo supe la primera mañana, cuando bajo las escaleras descalza, con los cabellos desordenados y el rostro hinchado de tanto dormir. Llevaba puesta una de mis batas, que le quedaba grande, pero caminaba con una especie de dignidad nueva. Como si el solo hecho de estar en un lugar seguro le devolviera poco a poco la forma. —Buenos días —dijo, con una voz tímida, pero más firme que la noche anterior. Le preparé café, aunque ella pidió té. Aún no nos conocíamos, y yo no tenía el hábito de preguntar demasiado. —Dormí como no lo hacía en semanas —me confesó después, mientras revolvía lentamente la taza. Yo asentí. No supe qué responderle; sin embargo, me conmovió que lo dijera. Había algo en su forma de agradecer, de hablar con esa voz tranquila, que me parecía… honesto. Humano. Y cada día que pasaba, me daba cuenta de lo mucho que necesitaba eso. No hay palabras vacías. No se permiten visitas de cortesía. Solo compañía real. Presencias que no asfixian. Silencios que acompañan. Camila no hablaba mucho, pero hacía pequeñas cosas que hablaban por ella: doblaba las toallas con una delicadeza casi ceremonial, lavaba los platos como si no quisiera hacer ruido, abría las ventanas temprano para que entrara el sol. Me di cuenta de que era alguien que había aprendido a no molestar, a ocupar poco espacio. Y eso, en vez de parecerme molesto, me hizo querer darle aún más del mío. Me preguntó si podía ayudarme con los libros. Me sorprendí. La mayoría de las personas, incluso las que vienen con buenas intenciones, no se ofrecen a tocar cosas ajenas tan pronto. —Claro, si te sientes con energía —respondí. Y así pasamos la tarde, sentadas en el suelo del salón, clasificando títulos. Ella leía los nombres en voz alta mientras yo indicaba las secciones. De vez en cuando, se detenía en uno que le llamaba la atención, y entonces nacía una conversación breve, afable, casi susurrada. — ¿Siempre te gustaron los libros? —pregunté. —Desde que recuerdo. En mi casa decían que los libros eran la única manera de escapar sin moverse. —Yo leía escondida en el baño. Mi madre decía que eran una pérdida de tiempo… que si quería soñar, que durmiera más. No supe si reír o llorar. Porque ese tipo de frases cargan con el poder de una infancia entera. —Quizás por eso los amamos —le dije—. Porque fueron la única forma de no quedarnos atrapados. Ella me miró por un momento largo, sin decir nada. Y luego irritante, una pequeña sonrisa, apenas visible. Pero era la primera desde que llegó. A veces la escuché llorar por las noches. Aunque lo hace en silencio. Se encierra en el baño o en la habitación, como si el llanto fuera una vergüenza que hay que ocultar. No digo nada. — Que podría decir alguien que huyo. No me acerqué. — Qué podría brindar si estoy igual de rota que ella. No le toque la puerta. — He aprendido a tomar distancia, como dijo Héctor, no te metas donde no te llamen. Pero dejaba la luz del pasillo encendida. Le dejaba una taza de leche caliente en la mesa. Dejo la radio bajita con una canción suave. Y al día siguiente, no hablamos de eso. Solo la encuentro sentada en la cocina, con la taza vacía y con una mirada más tranquila. Camila no me lo ha dicho, pero sé que ha tenido contracciones. La he visto doblarse un poco mientras camina o morderse el labio mientras se sienta. Le ofrecí llevarla al centro médico del pueblo, pero se negó con la cabeza. —Aún no —dijo—. Aún no estoy lista. No insistí. Solo le dejé un papel con el número de la partera que atiende a todo en el pueblo. Le dije que estaba allí, por si acaso. Ella lo dobló con cuidado y lo guardó en el bolsillo. Hoy pasó algo curioso. Mientras regábamos las plantas del jardín, se detuvo frente a un rosal que no había florecido en años, aunque yo solo llevaba unas semanas. El amarillo del lugar nos lo confirmó. Lo miró largo rato, luego me miró a mí y dijo: — —¿No se puede esperar a que vuelva a dar flores? —No espero —respondí—. Solo cuido. Si algún día florece, será un regalo. Si no, sigue siendo parte del jardín. Se quedó en silencio un momento, y después murmuró, como para sí misma: —Qué bonito sería que alguien me dijera eso a mí. No dije nada. Pero en mi mente, ya se lo había dicho. Esta casa siempre fue silenciosa. Por decisión mía. Por protección. Porque cuando uno ha tenido que sobrevivir al ruido interno de sus propios fantasmas, cualquier sonido externo parece una amenaza. Pero desde que Camila llegó, el silencio ha cambiado. Ya no pesa. Ya no hay duelo. Es como si su presencia hubiera abierto una ventana. Como si sus heridas, tan parecidas a las mías, hubieran traído aire nuevo a mis días. No sé cuánto tiempo se quedará. No sé si su hijo nacerá aquí o si un día decidirá irse en busca de algo más. Pero por ahora, me basta con saber que, por alguna razón que aún no comprendo del todo, esta casa —que durante un corto tiempo fue solo eso, una casa— está comenzando a convertirse en un hogar. Y eso… eso ya es más de lo que esperaba.
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