Capítulo 16

2421 Words
Lo que callé por tanto tiempo Camila. No fue fácil empezar a hablar. No con Valeria, mirándome con esos ojos que parecían ver más allá de la piel. Habíamos pasado la tarde organizando libros, preparando una sopa, hablando de flores y recetas… pero en el fondo, ambas sabíamos que había algo más. Algo que pedía salir. Ella me dio ese espacio sin exigencias. Solo con su presencia, esa calidez que uno no encuentra todos los días. Y yo… yo sentí que, por fin, podía soltar lo que llevaba tanto tiempo apretando el pecho. —¿Puedo contarte algo? —dije, sentada en la silla frente a la ventana. El vientre me pesaba y las piernas ya se hinchaban con facilidad. Valeria asintió. No dijo nada, solo se acomodó, como quien se prepara a sostener con el alma lo que está por romperse. —No sé por dónde empezar… pero creo que, desde niña, siempre supe que no encajaba del todo. Mi familia era… ruidosa. Trabajaban todos en el restaurante de mis abuelos. Gritaban mucho. No se hablaba de sentimientos. Se trabajaba, se comía, se dormía. Repetir. Pero yo… yo quería estudiar. Soñaba con ciudades grandes, con libros llenos de ideas, con escribir, con viajar. Me dijeron que me creía mejor que ellos. Que era una desagradecida. Que “los libros no dan de comer”. Aun así, logré una beca. Me fui a Londres. Tenía diecinueve años. Una maleta y miedo. Mucho miedo. Y entonces… apareció él. Era encantador. Atento. Con esa forma de mirar que hace que una chica sin amor se sienta vista por primera vez. Me envolvió en poco tiempo. Los mensajes, las flores, las promesas. Yo, tonta, creí en todo. Estuvimos juntos más de un año. Nunca quise depender de él, pero me hacía sentir protegida, cuidada. ¡Como si el mundo no fuera tan frío! Y luego vino el embarazo. Cuando se lo contó… al principio, guardó silencio. Después, sonrió. Me abrazó. Me dijo que íbamos a estar bien. Una semana después, descubrí que estaba casado. Fue la esposa quien me escribió. Me encontré en r************* . Me envié fotos. Pruebas. Palabras que todavía me arden en la memoria. Cuando lo enfrenté, no lo negó. Solo dijo: —Te quise. Pero no puedo arruinar mi vida por esto. Y me dio dinero. Y me pidió que desapareciera. Volví a casa de mis padres. Pensé que me abrirían los brazos. Pero solo dijeron: —¿Te lo buscaste? —¿Y ahora quién te va a mantener? —Nos vas a avergonzar. Me cerraron la puerta. Así, literal. Pasé las noches durmiendo en un hostal barato. Vomitando sola por las mañanas. Llorando hasta quedarme sin voz. No tenía a nadie. Ni amigos, ni familia. Solo este bebé que crecía dentro de mí, y que me daba una razón para seguir respirando. Fue entonces cuando alguien en el pueblo me habló de una mujer que vivía sola, con una casa enorme. Me dijeron que tal vez necesitaba ayuda. No sabían mucho más. Solamente que tenía fama de ser reservada, pero buena. Toqué tu puerta con miedo. Y tú… me ofreciste una taza de té. Ese fue el primer gesto de humanidad que recibí en meses. (La voz me tembló. Valeria no se movía. Me escuchaba con todo el cuerpo. Eso se sentía.) —No vine solo por trabajo, Valeria —confesé entonces—. Vine porque estaba huyendo. Porque tenía miedo de parir en la calle. Porque el mundo me resultaba tan cruel, que ya no esperaba nada bueno. Me limpié una lágrima. —Pero esta casa… tú… cambiaste todo. Por primera vez en mucho tiempo, no me siento una carga. No me siento una vergüenza. Me siento… viva. Ella se acercó, despacio. Me abrazó sin decir palabra. Fue un abrazo largo y tibio, que olía a hogar. Me dejé sostener. Por mí. Por mi bebé. Por todo lo que dolía y empezaba, poco a poco, a sanar. Y entonces, Valeria me susurró algo al oído. —Te prometo que aquí no vas a estar sola nunca más. Ese día supe que no todas las madres paren solas. Algunas somos elegidas por otras mujeres, por otras heridas, por otros corazones que entienden el eco de la pérdida. Y ahí, bajo ese cielo limpio, supe que había encontrado algo más grande que un techo. Había encontrado un alma hermana. Lo que crece sin aviso Valeria La sala del hospital olía a desinfectante y silencio. Un silencio frío y estéril, que se me metía en la piel. Desperté confundida, con la cabeza pesada y el cuerpo adormecido. No recordaba haberme dormido, solo el momento exacto en que todo comenzó a girar y después… nada. Camila estaba sentada junto a mí, con los ojos llenos de angustia y sus manos apretando las mías como si temiera que desapareciera en el aire. —¿Qué pasó? —pregunté en un susurro. —Te desmayaste —dijo, con la voz quebrada—. Ibas a traerme un té y… caíste al suelo. Me asusté tanto, Valeria. No respondías. Te traje al hospital lo más rápido que pude. Intenté incorporarme, pero me mareé al instante. Entonces entró la doctora. Jovencita, cabello rizado y una expresión entre profesional y preocupada. —Señora Valeria, ¿cómo se siente? —Confundida. Ella sonrió con una amabilidad contenida Y luego lo dijo. Sin rodeos. Sin adornos. —Está embarazada. Me reí. Creo que me reí. No sé si fue nervioso, incrédulo o por no llorar. —Debe haber un error —murmuré—. Yo… eso no puede ser. No ahora. No después de todo. Mi mente voló, literalmente, a miles de kilómetros de distancia. Leonardo. Ese amor imposible. Ese desastre. Esa herida que no terminaba de cerrarse. —Tenemos que hacer una ecografía para calcular las semanas —añadió la doctora—. Y verificar que todo esté bien. Asentí, automática y aturdida. Cuando salimos de la consulta, Camila me miró en silencio durante minutos. —¿Quieres que te deje sola? —preguntó finalmente. —No. Fue todo lo que pude decir. Caminamos juntas por el pasillo del hospital. Lentamente. Como si cada paso pusiera a prueba una nueva vida. Al llegar a casa, el silencio era distinto, no era frío sino cálido. Un silencio que lo envolvía, que preguntaba sin palabras. Me senté en el sofá. El mismo donde Camila había llorado contándome su historia unos días atrás. Y ahora… era yo quien sentía el vértigo. —No sé cómo pasó —dije, con la voz temblando—. Bueno, sí sé… Aquella noche con Leonardo. Esa noche que lo cambió todo, que me llevó al cielo y me estrelló con fuerza al infierno. La noche en que le entregué mi cuerpo, confiada, ingenua, enamorada como una idiota. Y poco después… su esposa tocando la puerta. El mundo cayéndose. Mi mundo. —No planeaba esto, Camila —continué—. Me fui, vendí todo, me aislé… y ahora… Ahora una vida crecía dentro de mí. Una vida que no pidió nada, pero que estaba ahí. Recordándome que la historia no estaba del todo cerrada. Camila se acercó. Me sostuvo con una firmeza suave, como si supiera exactamente qué hacer. Quizá sí lo sabía. Quizá solo una madre sabe cómo sostener a otra que está a punto de quebrarse. —No estás sola, Valeria —me dijo, con lágrimas en los ojos—. Esta casa, tú, todo esto… es hogar para los cuatro. Y ahora… para ese bebé también. Te juro que lo vamos a lograr. Que esto no es un castigo. Es un nuevo comienzo. Tal vez no el que imaginaste. Pero es una historia real. Me dejé abrazar. Y por primera vez desde que recibí esa noticia, lloré. Lloré como si se me saliera todo lo que aguanté. La traición. La soledad. El desarraigo. Y ahora, el miedo. A la mañana siguiente, fui a la consulta. La pantalla de la ecografía mostró esa pequeña forma que pasaron a ser dos, figuras aún borrosas que, sin embargo, latían fuerte. Con vida. Con promesa. —Seis semanas —dijo la doctora—. Todo parece ir bien por ahora. Seis semanas. Seis semanas de vida creciendo dentro de mí sin que yo lo supiera. Seis semanas en las que, mientras yo barría hojas del jardín o acomodaba estantes, alguien comenzaba a existir. Volví a casa en silencio. Camila preparaba el almuerzo. Sus manos se movían con tranquilidad, como si la rutina fuera también una forma de sostenernos. Me acerqué a ella. Le tomé las manos. —Voy a tener este bebé —dije, con voz firme. —Lo sé —respondió ella, sin sorpresa—. —Y voy a hacerlo bien. Aunque no tenga una familia tradicional, ni un apellido poderoso detrás, ni al padre esperándome. —Tienes algo mejor —me interrumpió—. Tienes coraje. Y a mí, a tu hermana de vida, Y esta casa. Nos reímos, lloramos un poco y Nos abrazamos en un abrazo fraternal. Dos mujeres rotas. Dos mujeres fuertes. Dos mujeres que eligieron reconstruirse. Ese día cocinamos juntas. Pintamos la pared de la habitación, que solía estar vacía. Escuchamos música. Le cantamos al silencio. Y por primera vez desde que me enteré, no sentí miedo. Sentí… amor. Uno que no viene del pasado, sino del ahora. De lo que late dentro de mí. Y de quién se sienta a mi lado, sin condiciones. A veces no se necesita más que un “sí” a la vida para empezar de nuevo. Y yo había dicho lo mío. Cuando la vida te enfrenta al espejo Valeria Hay días en que el viento sopla distinto. Como si quisiera empujar las hojas que uno guarda debajo del alma. Hoy fue uno de esos días. Me desperté con el estómago revuelto. No por el embarazo… sino por algo que llevaba semanas reprimiendo, como quien intenta encerrar el humo en un puño. Desde que supe que estaba embarazada, me aferré a la idea de que esos bebés eran de Leonardo. No porque él lo mereciera, no después de lo que hizo… sino porque era el único rostro que mi memoria traía al pensar en una noche de amor. Una noche real. Pero hay algo que no recordaba. Algo que no me permití ni recordar del todo. Algo que ahora… me pesa. Ese recuerdo me golpeó mientras regaba el jardín. El agua caía sobre las flores, pero yo ya no estaba ahí. Mi mente me arrastró a esa noche. La noche antes de irme del país. En mi fiesta de despedida, con mi maleta lista. Había vendido todo, había cerrado ciclos. Me sentía libre y rota al mismo tiempo. Quería distraerme, no pensar. Terminé en el bar del hotel, o quizá fue en la misma fiesta. No lo sé. Lo que sí sé es que tomé más de lo que debería. Y que alguien se sentó a mi lado. No sé si fue amable o si fue encantador. No sé si reímos o solo buscamos consuelo entre dos soledades. Lo único que recuerdo es que pasamos la noche juntos. Y que se fue sin mirar atrás. Y no recuerdo siquiera su nombre, si es que me lo dijo. Ni su rostro. Y ahora… estoy esperando gemelos, y sin saber con certeza quién es el padre. Salgo de mis pensamientos cuando el eco de la doctora aún me retumbaba. —Hay dos sacos gestacionales. Dos latidos. Felicidades, vas a tener gemelos. Gemelos, me repetí mentalmente. Dos vidas latiendo dentro de mí. Y una verdad oscura revolviéndose como tormenta. No sé de quiénes son. Esa misma tarde, Camila notó algo en mi mirada. Siempre lo hace. Así que me ofreció un té, pero no lo tomé, ya que nada me entraba. —Tengo que contarte algo —le dije, con mi voz temblando. Nos sentamos en la sala. Esa que poco a poco se volvió un refugio para ambas. —¿Te acuerdas cuando te hablé de Leonardo? —empecé—. De cómo me rompió, de cómo lo dejé todo para empezar de nuevo… Ella asintió. Silenciosa. —Lo que no te conté es que… la noche, antes de volar, me perdí. Me desconecté de mí. Estaba tan dolida, tan vacía, que… me acosté con un hombre. No sé quién es. No recuerdo si usamos protección. No sé… nada. Solo sé que fue real. ¿Qué sucedió? Camila me miró, no con juicio, no con miedo. Con una comprensión tan honda que me quebró. —Y ahora estoy esperando dos bebés —dije, con los ojos anegados—. Y no sé si son de Leonardo… o de un hombre cuyo rostro no puedo ni reconstruir en mi mente. ¿Te imaginas lo que eso significa? —Sí —respondió ella, con esa honestidad que me salvó desde el primer día—. Pero también sé lo que no cambia: que tú no eres lo que te pasó. No eres tú tus errores. Eres esta mujer que decidió vivir, que decidió empezar de nuevo, que está trayendo vida al mundo. Me dejé caer en su abrazo, y lloraré como no había llorado desde la traición. No por Leonardo, no por ese hombre. Si no, por mí. Por la culpa, por la confusión o Por el miedo. Más tarde, me miré al espejo del baño. Puse mis manos sobre el vientre, que apenas comenzaba a notarse. Y murmuré algo apenas audible: —No sé quién fue su padre… pero voy a ser su madre. De ambos. Y juro… que no van a crecer con dudas, sino con amor. Con verdad. Con fuerza. Quizá algún día pueda averiguar más. O quizá nunca lo haga. Pero hoy, elegí no dejar que esa noche borrosa defina mi maternidad. Tengo a Camila. Tengo esta casa, mi próximo negocio. Tengo a mis bebés. Y me tengo a mí. —¿Qué vamos a hacer? —me preguntó ella mientras preparábamos la cena juntas, como cada noche. —Vamos a vivir —le respondí—. Vamos a construir algo con lo que tenemos. Una familia, aunque no sea convencional. Un refugio, aunque no esté completo. Y un futuro… aunque no sepamos todos los nombres del pasado. Ella sonrió y me acarició el vientre con ternura, mientras el bebe de Camila bailaba en su barriga. —Ya somos más de las que llegamos —dijo, con lágrimas y luz en los ojos—. Y eso… ya es un milagro.
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