Prólogo
Con cuidado, tomó el bastón de plástico y miró el resultado: Dos líneas verticales. Mierda. Pensó en que quizá, sólo quizá debería decirle... No.
¿De qué serviría? Alfredo ya había decidido casarse con su muy famosa y operada novia, Martha Ricardi. Así que no, no podía decirle eso, sólo iría a la boda, como él se lo ordenó, para acompañarlo hasta el altar y luego desaparecería de su jodida vida para siempre.
Quería odiarlo por haber jugado con ella, pero no podía. Para jugar siempre se necesitaban dos y ella, la tonta, tonta Jenny, se había entregado a él sin dudarlo, aún sabiendo lo que pasaría. Ella lo conocía de tantos años que sabía perfectamente bien cómo era... ¡Por Dios! Si cada lunes, sin falta, le contaba cómo se acostaba con otras mujeres los fines de semana. Así que lo mejor que podía hacer era agradecerle por darle a quién amar y a quién dedicarle la vida entera.
Salió del baño y miró en dirección de la cama, esa cama que tantas veces compartieron, la caja con el vestido que el mismísimo Alfredo eligió para ella. No podía enojarse con él por decidirlo todo por ella, al contrario, debía agradecerle por hacerla lucir hermosa en esa ocasión tan importante para ambos.
Se suponía que se sintiera feliz, al menos por él. ¿No? Pero había pasado tanto entre ellos que se le hacía demasiado amargo este momento.
Abrió la caja y se encontró con dos vestidos, uno blanco y delicado; y otro rojo, el color favorito de Alfredo cuando estaban en la cama. Decidió usar el rojo, aunque era un poco ajustado, su vientre -de unas seis semanas más o menos- aún no estaba lo suficientemente hinchado como para que alguien lo notara. Además, el blanco estaba reservado única y exclusivamente para Martha.
Salió con dirección al jardín y lo encontró junto a la puerta, fumando como poseído mientras la esperaba.
Le dirigió una sonrisa mientras que él la desnudaba con la mirada y fueron juntos hacia el altar para esperar a la zorra afortunada de Martha.