2.

1293 Words
2. Los dos hombres entraron primero llevando al inconsciente, después de ellos entró Bellamy, y luego yo. Una vez dentro de la sala de emergencias, di rienda suelta a mis instintos profesionales y me acerqué al hombre que llevaban. Los hombres echaron una rápida mirada a su jefe. El señor Belamy asintió, y yo levanté la cabeza del hombre inconsciente. En ese momento me recorrió un ligero estremecimiento en la espalda. El hombre tenía los ojos inyectados de sangre, pero no estaba ni muerto ni inconsciente, como yo suponía, pero su rostro tenía marcada una expresión de terror que jamás había visto en toda mi experiencia. Al menos no, en la realidad… Los ojos del paciente, parecían de hecho petrificados por un miedo supremo, también había un horror igual de estremecedor en la expresión de su rostro. Me enfoqué en los ojos marrones; tenía las pupilas dilatadas, y sin embargo me miraban fijamente, como si fuera un ser extraño, que veía con facilidad através de mí y más allá de mí, y a la vez sin dejar de mirar hacia dentro de cada uno de los que estábamos ahí, era algo sumamente nuevo y extraño, y aterrador, era como si la visión de pesadilla que estaba contemplando, se encontrara al mismo tiempo dentro y enfrente de él. —¡Exacto! —soltó Bellamy, que me estaba observando con toda su atención—. Exactamente, doctora Roseu, ¿qué ha podido ver mi amigo, o qué le han podido mostrar, que le ha puesto en semejante estado? Estoy muy ansioso por saberlo. No me importaría gastar lo que fuera para saberlo. Deseo que se cure, sí, pero seré franco con usted, doctora. Daría hasta el último centavo para tener la certeza de que quienes le hicieron esto a él no me lo harán a mí, que no me dejarán como a él, que no me harán ver lo que él está viendo, que no me harán sentir lo que él está sintiendo. Su miedo era comprensible. Unos minutos más tarde, los enfermeros llegaron casi al instante en el que los llamé. Tomaron al paciente y lo llevaron en una camilla. Hasta eso, el médico residente había aparecido. Bellamy se dirigió una vez a mí. —Sé mucho de usted, doctora Roseu —dijo con un tono entrañable, casi seductor, yo sentía que le conocía de algo más que de las noticias—. Me gustaría que se ocupase enteramente de este caso y que sea a la vez... Le miré con cierta incertidumbre. —Un momento, señor Bellamy —le interrumpí—. Tengo pacientes que no puedo dejar de lado. Tenía que rechazar con sutilidad, su pedido. Pero él no iba a aflojar, y yo me lo vi venir. —¿No podría dejar todo lo demás? —prosiguió, con insistencia— ¿Dedicarle todo su tiempo? —Le dedicaré todo el tiempo de que pueda disponer —le dije para dejarlo tranquilo—, lo mismo que mi colega, la doctora Romina. Su amigo estará aquí bajo la completa observación de personas que tienen toda mi confianza. ¿Sigue queriendo que me encargue del caso? Bellamy no continuó insistiendo, aunque me quedaba en claro que no estaba satisfecho. Luego de eso, llevé al paciente hasta una habitación privada, aislada de las demás, y realicé todos los papeleos correspondientes. Bellamy registró al hombre con el nombre de Rodrigo Aguilar, y añadió que como no conocía a sus parientes se declaraba su amigo más cercano, y de esa forma asumía toda la responsabilidad, además de eso, añadió un buen fajo de billetes, que entregó en caja para gastos correspondiente. —¿Quiere quedarse para presenciar el examen que le haré a su amigo? —le propuse, ya que no parecía que quisiera marcharse pronto. —Sí, desde luego que sí —contestó, y luego habló con sus dos hombres y éstos se posicionaron en cada lado de la puerta del hospital de guardia. Bellamy y yo fuimos a la habitación asignada para el paciente. Los enfermeros le habían sacado la ropa y ahora yacía sobre la cama especial para estos casos, estaba cubierto por una sábana. Mi colega Romina, estaba inclinada sobre Rodrigo, el paciente. Estaba concentrada y evidentemente perpleja, al igual que yo. Vi que la enfermera Wendy, una chica que se creía demasiado buena en su labor había sido asignada al caso. Mi amiga Romina alzó su mirada hacia mí: —Obviamente alguna droga —me dijo. Fruncí la frente al considerarlo. —Puede que sea —respondí—. Pero si lo es, entonces es una droga con la que jamás me había encontrado antes. Mira sus ojos —le dije. Por respeto, cerré los párpados de Rodrigo, pero en cuanto aparté mis dedos, comenzaron a abrirse lentamente, hasta que, de nuevo, quedaron muy abiertos. Intenté cerrarlos una vez más, pero no conseguía mantenerlos por mucho tiempo cerrados, siempre se abrían, me di cuenta que el terror, el horror que había en ellos no disminuía. Todo lo contrario. Dejé de intentar cerrarle los ojos. De todas formas, y a pesar de eso comencé a hacer mi reconocimiento. Fui observando que todo el cuerpo, tanto los músculos y todas las articulaciones estaban sumamente tensos. Todo su cuerpo estaba tenso, petrificado como si se tratara de una estatua, por dentro, parecía que todos los nervios hubieran dejado de funcionar. Pero nada me resultaba familiar, los síntomas de esa parálisis, eran ajenos a mis conocimientos. Su cuerpo no respondía a ningún estímulo sensorial, aunque yo excitara los nervios más sensibles. La única reacción que pude conseguir fue una leve contracción de las pupilas dilatadas bajo una luz intensa. Chávez, el patólogo, llegó para tomar muestras de sangre. Cuando consiguió lo que yo buscaba, volví minuciosamente al paciente. No pude encontrar un simple pinchazo, herida, contusión o rozadura. Rodrigo era lampiño. Más bien, se había depilado con cera todo el cuerpo, incluido partes púbicas y traseras. —Necesito su consentimiento para mandar a afeitar la cabeza de Rodrigo —le dije a Bellamy que tenía los ojos concentrados en todo lo que yo hacía. —Lo tiene, doctora Roseu —contestó. Cuando pude hacerle una revisión exhausta, no encontré nada que indicara que le hubieran suministrado una droga. Le vacié el estómago y obtuve muestras de los órganos excretores, incluyendo la piel. Examiné las mucosas de la nariz y de la garganta: parecían sanas y normales; de todas formas, tomé unas muestras de ellas. La tensión sanguínea era baja, la temperatura levemente más baja de lo normal; pero aquello no significaba nada. Le suministré una inyección de adrenalina. No tenía, para nada, alguna reacción. Aquello sí podía significar mucho. —Pobre diablo. Cueste lo que cueste, voy a intentar acabar con esa pesadilla —murmuré, aunque nadie podía oírme. Le administré una dosis de morfina. Pero tampoco sirvió de nada. Lo mismo hubiera dado que fuese agua. Luego le administré todo lo que se me venía a la mente. Sus ojos continuaban abiertos, y el terror y el horror no disminuía. El pulso y su respiración se mantenían muy bajos, y no mostraban cambios. Bellamy era testigo de todos mis intentos. Y yo había hecho todo lo que podía, y así se lo dije: —No puedo hacer más hasta que reciba los resultados de los análisis, señor Bellamy. Francamente, estoy desorientada. No conozco ninguna enfermedad ni ninguna droga que puedan producir estos efectos. —Pero la doctora Romina… —dijo él—, mencionó una droga. —Sólo era una sugerencia —dijo Romina saliendo del paso rápidamente—. Al igual que la doctora Roseu no conozco ninguna droga capaz de causar estos síntomas. Bellamy miró al rostro de Rodrigo y se estremeció.
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