[FRANCESCO]
El viento en Londres es distinto a cualquier otro. No sopla, sino que corta.
Y esta mañana, en la terraza del hotel, corta también por dentro.
Sofía está sentada en uno de los bancos de piedra, envuelta en una chaqueta que no le pertenece —la mía, supongo. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada fija en la ciudad que respira abajo.
Camino hacia ella sin hacer ruido.
Cuando se da cuenta de que estoy ahí, no sonríe.
Solo me hace un lugar a su lado.
Nos sentamos en silencio. El tipo de silencio que no incomoda, pero tampoco consuela.
Miro hacia el horizonte. Londres es una ciudad que no descansa, pero yo sí quisiera. Aunque solo fuera para olvidar por un rato.
—Gracias por venir —dice ella, después de un rato.
Asiento.
—No quería quedarme con todo esto adentro.
—Yo tampoco.
Silencio otra vez. Luego ella, bajito:
—¿Es peor saberlo todo… o seguir creyendo en la mentira?
No le respondo enseguida.
La pregunta no es solo suya. También es mía.
—Creo que duele más cuando la mentira viene de alguien en quien confiás —digo al fin.
Ella asiente, sin mirarme.
—Yo también me fallé, ¿sabés? Quise pensar que podía separar lo real de lo fingido. Que esto no me iba a romper.
—¿Y?
—Me rompió —responde, sin vacilar.
La miro. Sus ojos están rojos, pero no hay lágrimas ahora. Solo esa mirada de quien ya lloró todo lo que tenía dentro.
—A mí también —confieso.
Nos quedamos así. Dos personas que se quisieron antes de saberlo, que fingieron por necesidad, y que ahora no saben qué hacer con lo que es real.
—¿Y ahora qué? —pregunta ella—. ¿Nos mostramos como somos y dejamos que el equipo entre en pánico?
—¿Y que digan que nos enamoramos por contrato? —suelto, con una media sonrisa amarga—. No. Ellos no merecen nuestra verdad.
Ella me mira, y esta vez, hay algo distinto en sus ojos. No tristeza. No miedo.
Certeza.
—Entonces que crean lo que quieran.
Asiento.
—Si van a tratarnos como actores… que al menos no descubran que el guión ya no lo escriben ellos.
Ella sonríe, por primera vez. Pequeño, frágil. Real.
—¿Un romance secreto, Francesco Mozzi? ¿Quién lo diría?
—Sofía Conte, la mujer que diseñó mi primer alerón funcional, y también la única capaz de desarmarme sin tocarme.
Ella baja la cabeza, se ríe un poco, pero no evade.
—Entonces esto… —dice, señalando el aire entre nosotros— ¿esto es de verdad?
—Sí —respondo, sin dudar—. Pero no es de ellos. Es nuestro.
Nos miramos.
Y hay tantas cosas que no necesitamos decir.
Nos queremos.
Nos dolimos.
Nos elegimos, aun así.
Sofía se inclina apenas, su hombro apoyado en el mío.
—Prometeme que, pase lo que pase allá afuera… esto no se convierte otra vez en un show.
—Te lo prometo —respondo, apoyando mi cabeza sobre la suya—. Que sea lo único verdadero que nos quede, incluso si nadie más lo sabe.
Y así nos quedamos, mirando la ciudad, el viento pasando entre nosotros sin calarnos, como si ese pequeño rincón de azotea fuera un refugio donde no existe el paddock, ni los contratos, ni los flashes.
Solo nosotros.
Lo único real.
[…]
Dias después: 11 de octubre
Las terminales de los aeropuertos tienen algo en común con los circuitos: ruido constante, pasos apurados, gente que observa sin realmente mirar.
Pero hoy, cada paso por este pasillo hacia la sala VIP del equipo me pesa como si cargara un motor en la espalda.
El jet privado a Austin ya está listo. El equipo nos espera en una zona exclusiva del aeropuerto de Heathrow. Mecánicos, ingenieros, estrategas, personal de prensa… y, por supuesto, William Soyer.
Camino con la mochila colgada de un hombro. A mi lado, Sofía. Impecable. Serenidad ensayada.
Luce como si estuviera exactamente donde quiere estar. Pero yo sé lo que hay detrás de ese gesto pulido: tensión bajo la piel.
Nuestras manos no se tocan.
Nuestras miradas, apenas si se cruzan.
Y sin embargo, hay una línea invisible que nos une.
La que acordamos en aquella terraza.
Esto ya no es parte del plan. Pero nadie debe saberlo.
—Mozzi, Conte —saluda Soyer, sin molestarse en disimular su satisfacción cuando nos ve llegar juntos—. Justo a tiempo. Las fotos de anoche en el hotel han tenido buen impacto. Nada como una pareja comprometida para desviar titulares.
Sofía asiente, profesional.
—Estamos haciendo lo posible para que todo esté bajo control.
Yo sonrío apenas. El tipo de sonrisa que aprendí a usar para evitar preguntas.
Soyer se gira hacia el staff, dejando atrás esa sombra de control que siempre lleva con él.
Y yo aprovecho para mirar a Sofía.
Sus ojos se encuentran con los míos por un segundo.
Una mirada.
Solo eso. Pero ahí está todo: La incomodidad. La fuerza. La promesa.
—¿Listos para embarcar? —pregunta alguien del equipo de logística.
Asiento.
Caminamos hacia la escalerilla del jet privado. Subimos uno detrás del otro, sin hablar. Al fondo del avión, los asientos designados para nosotros están juntos.
Por supuesto.
Me dejo caer en el asiento junto a la ventana. Sofía se acomoda a mi lado, cruza las piernas, revisa algo en su tablet como si estuviera revisando mapas de simulación.
No dice nada.
Yo tampoco.
Porque sabemos que hay ojos sobre nosotros.
Un par de mecánicos a dos filas detrás.
Una asistente de prensa fingiendo que no nos escucha.
Hasta el aire está en guardia.
El avión despega. Londres se encoge bajo nosotros.
Y en cuanto se apagan las señales de cinturón, me inclino hacia ella, apenas.
—¿Bien? —susurro, sin mirarla del todo.
—Sí. ¿Tu?
—Podría estar mejor si no tuviera la sensación de que estamos en una película mala.
Sofía suelta una sonrisa pequeña, sin alegría.
—Bueno… al menos esta vez el guión es nuestro.
Silencio.
Luego, con una lentitud calculada —tan sutil que podría pasar por casual—, su mano roza la mía entre los asientos. Apenas un contacto.
Nadie lo nota. Pero yo sí.
Y en medio de toda esta coreografía vacía, esa simple caricia es lo más cierto que tengo.
—¿Creés que se van a dar cuenta? —murmura, casi sin mover los labios.
—No. Todos están demasiado ocupados creyendo que nos están manejando.
—Entonces que sigan creyéndolo.
Asiento. Miro por la ventana.
Texas nos espera. La pista. Las cámaras. Las preguntas.
Todo el circo.
Pero esta vez, por dentro, sé que no estoy solo.
Y aunque nadie pueda verlo… estamos jugando otro juego. Uno nuestro.
Y pienso que tal vez, solo tal vez, eso sea suficiente para sobrevivir a todo lo que viene.