Capítulo 03

4318 Words
Ruth se quedó mirando a la nada por unos momentos y luego dirigió su mirada, todavía temblando de miedo, hacia Elena, quién seguía observándola de arriba abajo sin pasar por alto ningún detalle suyo; desde su piel oscura hasta su cabello crespo (el cual es un seguía sucio por la situación que había atravesado la joven en la «cueva roja», así como le llamaba ella). Margaret en medio de la situación simplemente se quedó en su sitio y no dijo nada mientras Elena, con sus botas que resonaban en el piso de mármol, se acercaba paso a paso a Ruth sin decir nada con una mirada entre amenazante y esperanzada. Todo esto por saber qué era lo que ella, Ruth, representaba y qué hacía allí. En ese momento los sirvientes de Margaret se fueron de la habitación y dejaron el cuadro boca abajo, y mientras que ellos salían, Eugene entraba por la puerta acelerado y, con una mueca de sorpresa, miró a Elena que seguía acercándose cada vez más a la joven que había estado sentada en el suelo y ahora estaba de cuclillas lista para salir corriendo de ahí cuanto antes. Ruth buscaba la mirada de la reina de los Zafiro y también buscaba en la mirada de Eugene alguna respuesta sobre qué estaba pasando y quién era aquella mujer de cabello blanco que se acercaba a a su persona; más sin embargo, no encontró nada en los ojos ajenos, y ya que ellos no le estaban mirando sino que veían a la mujer con la armadura de hierro, Elena se acercó lo suficiente como para agarrar a Ruth de los hombros. La niña dio una bocanada de aire, o mejor dicho, soltó un balbuceo de susto mientras le veía horrorizada. —Elena —dijo Margaret por fin interrumpiendo el silencio que aplastaba a Ruth—, por favor, mantén la calma un segundo. Le estás asustando. Trata de no ser tan brusca- le pidió. —¿De dónde has salido? —preguntó Elena sin prestar atención a las palabras de la reina—; dime de dónde has salido, ahora mismo... ¿es cierto que llevas un número con «H»? ¿es cierto que tu código pertenece a la clase hierro? Ruth palideció y observó a la recién llegada como si se tratara de una auténtica lunática, sí, incluso aunque esta había pensado antes que Eugene era quién tenía la cabeza suelta en aquél lugar del oeste. —No lo entiendo —murmuró Elena—, realmente no entiendo cómo podría ser que... yo jamás, jamás me habría imaginado ver a alguien con un número de acceso de la clase hierro después de tanto tiempo... —dijo la rubia-pelo plateado, esto quitándose el brazalete de su muñeca, dejando ver un código muy similar al de Ruth quién, curiosa y aún con miedo, se fijó en el número y también lo vio con atención; decía H104. Ruth recordaba las palabras que le había dicho Margaret sobre los números de acceso y también recordaba sus breve explicación sobre como las letras del inicio, que representaban una nación posicionada en un lugar específico del mapa que era compartido entre reyes. Sin embargo, Ruth aún no comprendía se dónde provenía la H de su piel y después de todo ni siquiera era «Ruth» realmente. —No lo sé, no lo sé... —Ruth, Elena está aquí para enseñarte algunas cosas... —informó Margaret con una sonrisa incómoda. —¿Sobre qué? Elena llamó la atención de Ruth. —Sobre los Hierro —respondió la mujer de la armadura con mucha seriedad. »—La clase de Hierro fue una clase que existió no hace demasiado tiempo. Es decir, estoy hablando de apenas hace unos cinco o siete años... —dijo Elena con pesar en sus palabras, sentándose frente a la joven morena que le brindaba toda su atención—. Los Hierro teníamos una gran ventaja y era que nuestro material es y siempre será mucho más provechoso para artilugios de guerra, así que, a pesar de ser una nació muy pequeña y bastante humilde, teníamos una ventaja económica en muchos sentidos en comparación con otras naciones conformadas por cristales como lo son los Esmeraldas o los Rubí. Por otra parte, los Ópalo tenían esto muy presente, pero aún así en vez de ser competitivos ayudaron siempre al pueblo de Hierro al igual que Los Zafiro... —contó. —Sabes por qué te he llamado. Dime, ¿sabes algo de esta niña? Porque según tus informes y lo ocurrido, hace años que no queda nadie de la nació de los Hierro —cuestionó Margaret con firmeza. —No es así, no sé nada de esta niña, ¡es más! No puedo creer que haya alguien que quedara con vida... no sé si esto me asusta o me hace realmente feliz, o si sentirme desconfiada al respecto, majestad —opinó Elena a su lado. —No lo comprendo. Los informes eran bastantes concisos e incluso el sistema jamás ha detectado a una entidad de Hierro desde hace años —recalcó la soberana de los Zafiro—. Así que esto no tiene sentido. Debe haber una falla en el sistema... o a está joven le han cambiado su número de acceso —concluyó quedándose sin explicaciones. —Perdone que la interrumpa, majestad, pero no es posible que sea una falla del sistema —se hizo presente Ezequiel, quién había estado escuchando tras la puerta muy insolentemente—. Verá majestad, no hay forma de contradecir al sistema —comentó—, sólo los Ópalo tienen acceso a ella y como bien sabe, ellos son muy estrictos con respecto a quiénes ponen la mano en un sistema tan complejo como este del cual nosotros tenemos la dicha de participar. Verá, si alguien pudiese entrar al sistema sin siquiera preguntar o sin siquiera consultar a los Ópalo antes, y hacer lo que se les venga en gana, créame que la reina Ágata estaría en su puerta amenazándola como una daga al cuello, con todo respeto terminó de decir con una sonrisa, mostrando sus dientes amarillentos. —No sea tan entrometido y hágame el favor de esperar afuera —le regañó y/o ordenó Margaret, más el hombre no salió y dio dos pasos al centro de la habitación esto para poder decir. —Mi reina, yo había pensado ilusamente que sus intenciones al llamar a Elena eran muy diferentes a esto, y eso no le hace darse cuenta de con cuáles intenciones Elena al estar aquí. —¿De qué demonios hablas, viejo chiflado? —gruñó la mujer con la armadura, tosca y con expresión molesta. —Quieres llevártela, ¿no es así? —Ezequiel sujetó la piedra de su collar inconscientemente. Margaret le lanzó una mirada acusadora a Elena, esto mientras Ruth, cual niña pequeña, sólo escuchaba en medio de la discusión buscando una pizca de calma, y entre aquél problema, notó que sólo Eugene no decía ni una sola palabra respetando la posición de Margaret y cumpliendo el rol de la suya; fiel y obediente. —Es cierto. —¡No puedes hacer semejante cosa! —estalló la reina del Oeste dando un taconazo con los colibrí decorativos de sus zapatos adorables—. Esta es una prueba de un fallo en el sistema, o peor aún, ¡de un cambio de código! Y si usted, Elena, no sabe qué es lo que sucede, la responsabilidad queda en mis manos, y es nada más que mía la responsabilidad de informar al consejo de los Ópalo sobre esto. —Su lugar es en territorio de Hierro, a conocer sus raíces —contradijo Elena—, que no se lo olvide, reina Margaret, que antes de una tragedia tan horrible como la que le ocurrió a mi pueblo yo también era una soberana, y por lo tanto la presencia de alguien que pertenece a mi nació es MI responsabilidad como ex-soberana de la clase de los Hierro se enderezó con orgullo. Ruth se mordió el interior de las mejillas, muriéndose de las dudas. —Lo que yo quiero es llevar a esta joven hasta mi territorio para que así conozca de dónde viene, las costumbres que debe de saberse y todo lo que yo pueda enseñarle aunque esté sola en esto, Margaret —dijo Elena quitándose sus guanteletes; tanto ella como la reina de los Zafiro se encontraban a solas en una mesa ovalada, dentro se una habitación alejada del resto—. Mis intenciones son de las mejores. Realmente no tengo malas intenciones con respecto a esta muchacha, Margaret. Debes entender que debo llevarla a casa para demostrarle que hacemos nosotros los Hierro, o mejor dicho, cómo solíamos hacerlo... —explicó. Dime, ¿ya le has preguntado a esta niña si acaso quedarse aquí es lo que quiere? —cuestionó. —No le he preguntado nada. —¿Has visto? —soltó la mujer de cabello plateado. Margaret alzó una ceja. —Déjame tratar con la joven durante una semana —pidió la reina de cabello azabache y piel clara como papel nuevo—; si la dejas quedarse unos cuantos días te dejaré llevártela, esto sólo si ella está de acuerdo con eso, Elena. Además debes esperar a que el flechazo que le ha dado Eugene sane por completo. —¡¿Eugene le hizo eso?! ¡creí que le había pasado dentro del centro de comunicación! —se mostró sorprendida la contraria. La reina del Oeste cambió el tema drásticamente: —Ve afuera y dile a Eugene que le de a Ruth una vuelta fuera del palacio... dejadla salir un poco —ordenó Margaret—. Podéis alejarnos tanto como queráis, pero mantenerla segura, ambos. Elena se levantó de su silla, confundida y acatando la orden. —Sí señora. Seguido de esto, Elena abrió las puertas del palacio y le dio paso libre a Ruth quien, curiosa, miró hacia el exterior que no había visto en su llegada, ya que la joven había llegado al palacio inconsciente y cabe destacar que fue en una carreta como a un animal. El exterior le causaba a esta mucha curiosidad, tanta que lo primero que hizo fue dar tres largos pasos al frente y luego paró en seco dándose cuenta de que no sabías a dónde se dirigía. —¿Por qué me dejan salir? —preguntó Ruth y su expresión se apagó en un golpe de realidad. —No eres una prisionera —le respondió Elena con algo de pena. —Ah... creí que si lo era en el momento de que me dispararon —dijo la niña. —Pues yo creí que ese tema ya estaba cubierto entre nosotros —se apareció Eugene detrás de ambas, llevaba el cabello vine peinado—. Ya te lo he dicho, no ha sido culpa mía, ha sido culpa del hurón que salió de la caja —se defendió. —¿En dónde lo has dejado? —cuestionó Ruth. —¿Dejar? —Eugene alzó una ceja abriendo un bolso de cuero que llevaba de lado y dentro del bolso de cuero estaba la criatura revolviéndose. Tal y como había dicho el caballero real anteriormente, aquella cosa movediza estaba entrenada; Ruth tenía suficiente sentido común como para saber que ese entrenamiento se debía a la caza de conejos, lo cual no sería extraño. —Este es el paradisíaco reino de los Zafiro —comenzó a decir Eugene moviendo sus brazos a modo de presentación, parecía todo un guía turístico. Elena frunció el ceño con una mueca de disgusto y entonces dijo: —¿Paradisíaco para quiénes? ¿quién dice eso? Tú sabes que el paraíso no existe, ¡pero que va! Solamente un Zafiro puede ser tan egocéntrico como para decir que su nación creó el paraíso. Aunque dicho así, ¿quien no podría adivinar que un sujeto que usa diademas colgando de un arma, como lo es tu espada, no pueda llegar a ser tan narcisista? —No sé a qué te refieres, mujer. —No entiendo por qué vosotros los Zafiro adornáis vuestras armas si estas van a ser usadas para defenderos. Todos sabemos que esto se debe a que ustedes no defienden nada, sólo están para pavonearse y hacerse los sufridos mientras imponen un período de paz que nadie comprende ni sigue prácticamente los insultó Elena, y debido a esto, Eugene dio un paso atrás exaltado bastante ofendido. Y ahí estaban, dos combatientes mirándose mal el uno al otro mientras Ruth no hacía más que mirar al cielo y mirar la tierra como si no la hubiera visto nunca. La joven morena se desenredó un poco las punta del cabello pasando sus dedos a través de este y se acercó a un pequeño mercadillo de frijoles. Un pequeño pequeño mercadillo de granos. Había Todo tipos de leguminosas allí. Mientras el caballero pelinegro y la mujer de la armadura tosca seguían mirándose y lanzándose amenazas por los aires, Ruth se escabulló entre ellos y se acercó al mercadillo para preguntarle a una encantadora mujer: —¿Cuánto cuesta una pequeña bolsa de frijoles pintos? La mujer se acercó a la pequeña joven con una mirada curiosa por la vestimenta que esta llevaba y por su tono de piel supuso que ella era una extranjera, y ya que venía acompañada acompañada de dos miembros nobles, también supuso que esta era de alguna forma importante, llegando a la conclusión de que no era peligrosa ni se había colado ilegalmente. De no ser así, la niña no andaría suelta y vendada; así que dijo: —Para ti una bolsita sale gratis, pero solo si hablas bien de mí dentro del palacio —sonrió—, y no te vayas a poner tacaña con las invitaciones de las fiestas reales, más vale que recuerdes mi nombre y estos lindos frijoles cuando haya alguna —continuó diciendo la mujer—. No olvides este nombre, el mío, ¡el nombre de Samanta Azulejo! —¿Fiestas reales? —Ruth se mostró curiosa, puesto que ella no sabía que en aquél lugar habrían eventos de tal calibre—. ¿A qué se deben estás fiestas de las que me hablas? —le preguntó mientras la contraria abría una bolsa de tela pequeña y metía los frijoles. —Se debe a los largos años de paz que hemos vivido bajo el gobierno nuestra reina Margaret —contestó la mujer, encantada—. Vaya que es una mujer audaz y bien posicionada. Jamás falla una y sabe liderar como ninguna otra soberana que nos haya tocado antes —dijo—; a un lado de esta mujer, la antigua reina Emilia y el rey César son sólo imbéciles. —Conque sí... —murmuró Ruth por lo bajo, y mientras seguía pensando sobre lo que la mujer acababa de decir, esta le entregó la bolsa y le guiño el ojo. La joven morena no tenía autoridad ni siquiera para pedir un vaso de agua fuera de aquél lugar, después de todo igual se acababa de ganar una bolsa de frijoles. De haber sabido que los tendría gratis habría pedido otros diferentes a los pintos. Después de eso de la nada la joven sintió como alguien posaba una mano en su hombro derecho —el sano—. Ruth pegó un brinco del susto y se giró muy rápido, tanto que algunos frijoles llegaron a parar en el piso. Entonces se dio cuenta de que se trataba de Eugene, quien iba con una mueca muy seria, que diferente a lo que la niña creía no se trataba por lo que le había dicho Elena, sino por el hecho de que se había alejado de ellos. Algo sucedía. Entendía que Elena detrás de ambos miraba a la mujer del mercadillo con una mirada atravesada como si no estuviera a gusto con lo que acababa de hacer. Ruth se confundió en medio de todo y Eugene la tomó bien de los hombros y la dirigió como a una carreta hacia dónde estaba Elena. —Tienes que mantenerte cerca —dijo sin más casi con un carácter infantil, como si no quisiera contarle algo a Ruth y además la nombrada no pudo evitar sentirse molesta por cómo el guardia le trataba como una cría desorientada. —Sé cuidarme sola, no me molestéis —y después de ese comentario, Eugene le soltó de los hombros y emprendió paso hacia el frente con la joven resguardada entre ambos; Eugene al frente y Elena detrás. Esta última seguía mirando y tomando con poca importancia a lo que había ocurrido, pies tenía cosas más importantes en la que fijarse. Sin embargo, también habían cosas no tan agradables, como por ejemplo lo extraño que era que había tanta porquería en los caminos que conectaban al mercadillo, en serio se veía y olía bastante asqueroso. Por un momento a Ruth se le pasó el pensamiento por la mente de que si un reino tan valioso y rico en bienes materiales como el de Los Zafiros tenía dicho estado entonces, ¿qué podía esperar de pueblos vecinos con menos recursos y menos privilegios? Ya sabéis, personas que viven en lugares lo suficientemente malos como para cuestionar el porqué alguien querría usar adornos en sus armas. En aquél lugar tan alegre a pesar de estar sucio había mucha gente gritando, corriendo y moviéndose de arriba para abajo. Un lugar muy movido económicamente, lo cual solamente podía indicar un buen futuro y un buen reinado; curioso para Ruth que veía a Margaret como una mujer demasiado noble y sensible como para liderar de una forma tan precisa. Tenía conocimiento suficiente como para saber que a un buen rey no requería de decisiones fuertes. —Decidme la verdad, ¿por qué me habéis dejado salir? —preguntó Ruth—. Sé que no soy una prisionera, pero también sé que no soy una invitada, y la delgada línea entre una cosa y la otra no me deja disfrutar en paz la música de los pueblerinos —dijo angustiada—. Tengo dudas demasiado importantes como para apreciar la vista. No me siento cómoda estando aquí, no sí algunas personas no para de verme como a una amenaza —Ruth observó a su alrededor con paranoia—. ¿Realmente es buena idea estarme paseando por todos lados sabiendo que voy a llamar la atención con este vestuario? —Oye —y con algo de pena Eugene se acercó y le susurró al oído a la herrera—, ella tiene razón, me parece que la reina Margaret pudo haber buscado algún harapo que aunque sea representara a este reino, ya sabes, para no llamar tanto la atención. Vosotras dos llamáis demasiado la atención —recalcó. —¿Es porque llevo una armadura de hierro? No dejaré de mantener la frente en alto en el nombre de mi nación, aunque ya no quede ninguna —refunfuñó Elena desviando la mirada; Ruth por otro lado notó que la única diferencia que veía entre ella y los demás además del vestuario era su color de piel. Tal parecía que Los Zafiros podrían agruparse como personas de piel increíblemente clara y delicada. Supuso que ahí podría haber algún tema de r*****o. Luego cambió su pensamiento a uno más agradable, como creer que se trataba de que simplemente la piel oscura no era habitual en esa parte. Aún así, eso le hacía sentir como la atracción principal del mercado. —¿Cómo pretendes que a un montón de Zafiros no les llame la atención los jóvenes de Hierro? —cuestionó Eugene. —No lo sé —comenzó a decir la herrera con sarcasmo—, tal vez no lo harían tanto si los Zafiros no creyeran que la clase Hierro somos todos unos sanguinarios salvajes, que comemos carne cruda o algo por el estilo —atacó Elena ofendida desde el fondo de sus principios. —Nadie ha dicho tal cosa. Además tienes que admitir que hubo un tiempo en el que eso sí ocurrió —el guarda alzó la mirada, viéndole y tragando grueso; en lo personal no le agradaba la idea de comer carne en cantidades grandes y mucho menos estando cruda, ensangrentada y al rojo vivo. —Puros rumores —volvió a defender Elena al notar la mirada expectante de Ruth—. Nada más que puros rumores en una época de hambruna... déjate de barbaridades Eugene. ¿Por qué vosotros los Zafiros mejor no habláis de lo sanguinaria que es Ágata? —Es un hecho que la reina Ágata es algo de lo que no se puede hablar en voz alta —dijo el pelinegro—. No quiero asustar a nadie y provocar el pánico. Además tenemos a una extranjera aquí metida entre nosotros. No quiero que la gente piense que a lomejor hemos hecho las paces con alguna persona de la nación de los Rubíes, un escándalo así haría que Margaret me corte la cabeza; no literalmente claro, pero casi —expresó con ligero temor. —Pff, cobarde —murmuró Elena. —La verdad no sé si sea buena idea seguir caminando —Ruth paró el paso y quiénes la acompañaban, Elena y Eugene, se detuvieron junto con ella. —Vamos, no te preocupes, estás bien —dijo Eugene con una mirada comprensiva—. No hay de qué preocuparse, en parte toda esta tensión no es por cómo luces, sino porque vienes con nosotros. Nosotros somos los rechazados. ¿Por qué razón en una nación pacífica donde todo parece armonioso y perfecto, llámalo tú «paraíso» —comenzó a decir Ruth—, ¿por qué en un lugar así rechazarían la presencia de alguien de dentro del palacio? —cuestionó en dirección al pelinegro. —La niña tiene un punto se le escuchó decir a Elena detrás de ellos. —No fastidies —repicó Eugene. —La niña tiene un MUY buen punto, Eugene —continuó molestando la mujer del cabello plata. Ruth se fijó en sus mejillas; por un segundo sólo pensó en: ¿porqué razón alguien así, como Elena, usaría pintura tribal bajo los ojos? El tono rojo en sus mejillas le recordaba la tierra rojiza de la cueva en la despertó. —Ya basta, detente —exigió Eugene y la mujer vestida en hierro se carcajeó con altanería. -Insisto en que no debería estar aquí. Si tanta tecnología tienen, ¿por qué no se esfuerzan en buscar de dónde he salido? —cuestionó Ruth—. Sólo quiero saberlo... no es tan difícil. Estoy segura de que a la mínima que me lo digáis recordaré qué ha pasado. ¿No es acaso así como funciona la mente humana? —¿Por que tú hablarías tan profundamente sobre los criterios de la mente humana? —preguntó el guardia real. —No es que ella sea una niña inteligente, es que tú eres un hombre tonto —se burló Elena. —Haremos las cosas de la siguiente forma: vosotras os calláis y yo dirijo el paso. Llevamos a Fernanda a la orilla del lago tal y como Margaret lo pidió y luego volvemos al palacio, comemos unos cuantos profiteroles, y nos acostamos a dormir sin que se nos ocurra ningún plan de escape a plena madrugada mientras el bueno de Eugene vigila la puerta del palacio, ¿que os parece? —y el joven alzó una ceja en dirección a la mujer frente a él, Elena. No hacía falta decirlo; era obvio que esos dos no se llevaban nada bien. —¿Para qué quieres llevarme al lago? Eso no me da respuestas —comenzó a hacerse notar Ruth. —No estoy buscando respuestas, estoy siguiendo órdenes —se molestó Eugene—. Dejen de sabotear mi trabajo, no quiero problemas con la reina. Ustedes dos parecen estar formando lazos psicológicos para hundir mi obligación —se quejó el caballero real mientras sus pendientes de zafiro tintineaban entre su cabello. Las dos mujeres que lo acompañaban guardaron silencio; no era su intención sabotear ningún trabajo del joven. No habían tomado en cuenta la posición del muchacho. En aquel momento era obvio que no era decisión suya y que sólo estaba haciendo lo que había hecho desde siempre: obedecer a la única soberana de los zafiro del Oeste. —Si te sirve de consuelo, muchacha, tenemos buenas costumbres —comentó Eugene en dirección a la joven. —¿Qué clase de costumbres? Se mostró curiosa Ruth. —Eeeh, bueno... veamos... —el chico pelinegro llevó su vista de un lugar a otro, ¡ya! Tenemos concursos de... —y su mirar llegó a parar en un puesto de frutas-, ¿cortar... melones? —Eso en definitiva no me consuela para nada —confesó Ruth —Tenemos un buen himno —siguió intentando Eugene. —Mis esperanzas disminuyen a una velocidad imposible de calcular. —¿Calcular la velocidad? —El único crédito que le puedo dar a esta nación es lo bien que hornean sus pueblerinos —dijo Elena salvando al guardia de un momento vergonzoso—; en mi vida había probado pan tan reconfortante como el que hacen aquí. —¿Ah sí? —Ruth se relamió los labios cuidando de no mover demasiado su hombro herido. —Sí —le sonrió Elena con calidez—. ¿por qué no vas hasta allá y compras algo? Tengo unas cuantas monedas —ofreció y le entregó el dinero a la muchacha del cabello crespo y los ojos oscuros; quién sabría por qué le entusiasmaba tanto la idea de comprar algo. Eugene observó con atención hacia donde Ruth iba, esto para asegura su seguridad. —¿Himnos y cortar melones? —cuestionó Elena lanzándose una mirada divertida al caballero, ¿crees que eso es entusiasmante? —le preguntó cruzándose de brazos con burla. —No juzques —el pelinegro de hundió de hombros.
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