Capitulo 02

4753 Words
—En nuestra política actual los territorios se dividen por norte, sur, este y oeste. Como sabes, también está el noreste, noroeste, sureste y suroeste —explicó Margaret señalando las zonas mencionadas en la pantalla holográfica que había desplegado en medio de ambas—. Por lo general en estas zonas, uh... llamemoslas «intermedias», hay pueblos menos edificados, a diferencia de en dónde te encuentras justo ahora —dijo. »—Te encuentras en territorio del oeste, dónde predomina la clase Zafiro, lo cual te he mencionado antes. Al norte, los Ópalos; Al sur, los Rubíes y al este, esmeraldas. En las zonas rurales, metales: oro, bronce, cobre. Me parece a mí que no estás muy informada de el porqué usamos en todo lo que llevamos en nombre,puesto que me has preguntado antes por qué usamos armaduras de zafiros —dijo esta tomando una pequeña gema azul de la mesa y se la entregó a la niña en sus manos. —¿Es una costumbre religiosa? —preguntó la niña curioseando el cristal con uno de sus dedos. —No, es por puro sentimiento patriótico —contestó Margaret apagando la pantalla holográfica y la niña dio un saltito en su sitio—. Nos tomamos muy en serio nuestra identidad, todos lo hacen: zafiros rubies esmeraldas y ópalos por igual. Es por ello que no comprendo cómo no puedes reconocer los procedimientos obligatorios que han decretado estas naciones desde hace añales... no es aceptable ni posible. ¿Cómo puedes olvidar algo tan importante como lo es un número de acceso? Tu número de acceso. La joven le miró directamente. —Aún no sabes qué es eso, por supuesto, por supuesto... —la reina dio un paso atrás sosteniéndose el mentón, paseó su mirada sobre los libros de la mesa y continuó—: Cuando naces, dependiendo de en dónde sea esto, se te es tatuado un número que es registrado en un sistema compartido entre soberanos y la guardia real —contó—. Hace muchos años cualquiera con malas intenciones podía hacerse pasar por un zafiro y entrar al reino a llevar a cabo sus fechorías, pero con este código en tu piel estás marcado de por vida; así nadie jamás podía ni podrá infiltrarse a ninguna parte del reino, nadie puede pasar sin justificación, planeación y además pruebas verídicas de ello. —¡Eso es muy inteligente! —reaccionó la joven con una mirada asombrada. —Hasta cierto punto —le contó Margaret sentándose frente a ella, esto tocándose el cabello con una mirada tímida que iba dirigida hacia las tablas de la mesa de la biblioteca—, algunas personas comenzaron a quemar sus tatuajes, tatuándose encima de la cicatriz otra clase que no es la suya para así lograr entrar por partes frondosas o atravesando lagos hasta mezclarse con los pueblerinos como uno más de nosotros, lo cual además de doloroso es extremadamente peligroso —le contó—. Se han visto casos horribles en los que algunos infiltrados caen en trampas para osos por querer atravesar nuestros bosques. No podemos hacer mucho por ellos una vez esto sucede. »—De todos modos la mayoría de las veces la cicatriz en sus brazos es demasiado evidente incluso tantuándoles encima, así que muchos creen que no vale la pena arriesgarse a tanto dolor para no conseguir nada, lo cual agradezco al fin y al cabo. —No puedo imaginarme a mi misma quedándome la piel voluntariamente... —murmuró la joven con ojos espantados; imaginarse tal cosa le revolvía el estómago aunque estuviera vacío. —Tu número de acceso no pertenece aquí. —¿Eso es algo malo? —cuestionó la joven de piel oscura. —No lo sé —respondió la soberana de los Zafiro con honestidad—. A este punto estoy muy feliz de que Eugene te haya encontrado, niña. Aunque no debas estar aquí, este es el lugar indicado para ti y el mejor en el que pudiste haber caído. ¿Crees que lo que acabo de decirte tiene sentido? —Sí, lo tiene y la joven curvó sus labios esperanzada; Margaret tenía un aura angelical que agradaba hasta la vista, ¿cómo no confiar en el dulzor de sus palabras y su sinceridad al contar los hechos que tanto necesitaba saber en ese crítico momento?—. Disculpe... ¿usted sabe quiénes eran? —preguntó apenada la joven mientras pasaba las páginas del diccionarios de nombres casi sin prestarle atención realmente. —¿De quienes me hablas? —la mujer frente a ella se mostró confundida. Por un momento se desvío de la pregunta mentalmente y sólo se enfocó en lo agradable que le resultaba hablar con alguien que ignoraba totalmente las formalidades; casi podía sentir como la joven despeinada frente a ella no la tomaba en cuenta como una reina, sino como nada más que una persona. Así era. —De... las otras personas con armadura que estaban junto conmigo en aquella extraña cueva roja balbuceó esta por no querer decir directamente «cadáveres», casi por respeto a los difuntos. Margaret tragó saliva y su expresión se entristeció rápidamente; bien recordaba el momento exacto en el que ella misma había dado la orden directa de patrullar en aquél centro de comunicación al cual la joven le llamaba «cueva roja». Sentía impotencia de sólo pensar que de haber esperado un día más, o quizá algunas cuantas horas, o de plano de no haber dado la orden, aquellos guardias reales estarían rondando por ahí, bebiendo y comiendo en vez de estar a poco de ser sepultados con honores y arreglos costosos que después de la muerte ya no valían nada ni para su recuerdo ni para sus angustiados familiares. De haber sido más prudente y cautelosa... —Eran personas honorables que dieron la vida por su nación, incluso los que no estaban de mi lado-contestó la reina de los Zafiros con la frente en alto y un apretón en el pecho—. De verdad lo fueron —repitió asintiendo con los labios bien juntos, la nariz enrojecida y los ojos brillantes de rabia. La niña se regañó a sí misma por haber hecho una pregunta tan delicada, más Margaret no tardó en ponerse de pie haciendo que el golpe de sus tacones resonará por toda la biblioteca junto con el fuerte golpe que dio con sus palmas a la mesa; contradictoriamente, al darse cuenta de su arranque de emociones se hundió de hombros y volvió a sentarse con una mueca de vergüenza. —Lo siento —se disculpó la niña pasando otra página, leyendo y leyendo sin saber qué buscaba exactamente, porque en lo personal, a ella no le parecía excepcional la oportunidad de elegir su propio nombre tal y como aquél hombre llamado Ezequiel (que era todo un personaje) le había dicho. La reina asintió, lastimada. Era ella quien lo sentía. Mientras ella, la morena, continuaba pasando las páginas de aquél gigante diccionario de nombres, Margaret tan delicada y sutil como sólo ella podía serlo salió por la gran puerta de aquella biblioteca real, la cual estaba rodeada de grandes estantes llenos de un montón de libros viejos, y también estaba al tope de polvo y más zafiros decorativos que brillaban reflejantes con la luz que entraba por los ventanales con protecciones de plata (¿qué no habían pensado en que podían robarse las protecciones de alguna forma?). Esa era la forma de razonar de la joven, más parecía que en aquella nación su sentido común no era para nada común. Durante la ausencia de la soberana de los Zafiro la niña comenzó a ser vigilada por el caballero real Eugene; ese joven de piel casi traslúcida (era impresionante lo muy bien que podían verse los colores de sus venas) y cabello tan n***o y revuelto como el de un corcel salvaje. Y así se comportaba aquél hombre, como un indomable con límites. Buen sabía la joven estando a su lado que no le agradaba a este muchacho, sin embargo, esperaba al menos unas gratas disculpas de su parte después de haber sido atacada tan cruelmente por una de sus rápidas y mortales flechas... ¿cuánto tiempo habría tenido que practicar el tiro al arco para ser tan preciso? Porque aunque dispararle una flecha a alguien (por accidente, debía recalcar) sea de muy mal gusto, algo le decía a la joven que Eugene había estado apuntando a su hombro desde un inicio. Así que la niña supo perfectamente que Eugene jamás había tenido intención de dispararle a la frente, el cuello o al corazón para matarle. Desde un principio este sólo había estado a la defensiva. La joven le miró con el rabillo del ojo y notó que este no la veía a ella de vuelta, sino que mantenía su mirada perdida en el ventanal frente a ambos, ahí de pie a su lado derecho sin moverse ni un pelo. ¿Acaso sabía lo que era pestañear y mover levemente su pecho al respirar? Porque lamentablemente no parecía así. —¿Señorita, usted ya ha intentado lanzar un dado, mezclar papelitos con opciones o abrir una página al azar señalando una línea al azar? —se hizo presente la voz del muchacho y está resonó con eco en la gran biblioteca del palacio. —¿Eh? ¿cómo? —respondió de golpe la joven sin entender por qué se lo decía tan de repente, y sobre todo, por qué se dirigía a ella con tanta formalidad después de llamarla «diabólica» con púas entre los dientes. Sospechó fielmente en que seguro que la reina Margaret le había advertido sobre su comportamiento, y como Eugene jamás confiaría en ella ni para sostener una flor, seguro que creyó que de ser grosero con ella esta iría corriendo a acusarle con la soberana de los Zafiro. —Creo que usted lo está pensando demasiado —opinó el caballero y sus pendientes de azul profundo se mecieron un poco entre su cabello—. Qué más da. Igual no es tu nombre realmente. Es más comenzó a decir—, si yo estuviera en su lugar me haría el gracioso cambiando de nombre a diario y sin falta. —No quiero cambiar mi nombre a diario. ¿Entonces como podría la reina Margaret dirigirse a mí o alguien como tú sino llamándome «niña» o «muchacha»? ¿o es que usted prefiere insultarme y volverme a llamar «cebo»? —cuestionó. Eugene finalmente le miró por mera reacción, sin mover su cuerpo llevó su vista hacia ella, y torció un poco los labios en una mueca de disgusto. —No seas malagradecida —le aconsejó, y entonces toda su atención volvió a centrarse en el ventanal. Se había dado cuenta que hablar y/o aconsejar a la niña no era parte de su trabajo, y que por lo tanto podía darse el paso libre de ignorar sus comentarios a partir de ese mismo instante (sí, aunque haya sido él quien comenzó la conversación). La joven movía una de sus piernas incesante, esto mientras con los codos apoyados en la mesa pasaba sus dedos heridos a través de su cabello crespo y desordenado. Su expresión era de indecisión absoluta, y es que con tantas opciones, ¿cómo podía dejarse guiar por sólo una? Era imposible, le resultaba ridículo lo mucho que le estaba costando aquello. ¿Es que acaso Eugene no tenía la razón? ¿qué importaba cuál eligiera? Sería falso de todos modos. ¿Era suerte o desgracia? No lo sabía, lo que si sabía es que el silencio infinito de la biblioteca real más que ser relajante era aplastante, y el silencio del caballero real a su lado era aterrador; nada le estaba ayudando realmente a tomar una buena decisión en ese momento. Además, ¿no tenía cosas más importantes en las cuales pensar? ¿como con quiénes estaba realmente? ¿y si eran todos unos diablillos mentirosos? ¿entonces que sería de ella? —Dios santo... —se quejó esta con el ceño fruncido y la nariz bien arrugada por el estrés; tenía esa fea sensación al centro de su cabeza de que esta le dolería aún más de seguir así y a ese ritmo tan lento y angustiante. Dio un respringón tan rápido que Eugene saltó en su sitio junto con ella, y sus manos se acercaron sin disimulo a la espada que colgaba de su cinturón de cuero; la joven se había puesto de pie y comenzó a alejarse de la mesa con enojo. —¿A dónde crees que vas, loca? ¡eh! ¡eeeh, no me ignores! ¡responde ahora mismo! —le exigió saber el guardia, sacándolo de quicio. —Aquí voy, aquí voy... —murmuró la muchacha para sí misma, y fijándose bien en el camino, se cubrió los ojos y alzó el dedo de su mano libre para cenar a dar pasos cuidadosos y largos hacia la mesa. —Oye, lo de elegir al azar era una broma. —Ya no lo es más —soltó la niña por lo bajo abriendo el libro en una página aleatoria y sin pensarlo en absoluto tocó un punto de una de estas—. Ahora esto es muy en serio... —balbuceo la joven con nervios a la vez que se descubría el rostro. Y entonces lo vio, y lo leyó. Y el caballero real a su lado abandonó su posición inquebrantable y no aguantó la curiosidad de leer junto con la joven lo que sus manos y sus ojos ciego habían elegido para ella: «Ruth>>. —Huh... —Qué feo nombre —dijo Eugene. Así que, Ruth se levantó de la silla de la biblioteca y volvió hasta donde estaba la cubeta de madera, la cual seguía estando llena de agua. Esta juntó sus manos y tomó el agua entre ellas para lavar su cara; aún pasadas algunas pocas horas seguía sintiéndose cansada, pesada como un yunque. ¿Qué habría hecho alguien más en su lugar? ¿habría corrido lejos incluso con sus heridas? ¿o habría hecho lo mismo que ella hacía, obedecer a aquella personas y esperar lo mejor? Porque al menos por el momento, con aquella herida de flecha en uno se sus hombros y la observadora mirada de Eugene encima de su cabeza, una escapada era la peor opción posible. —Ha sido por la «cosa» esa. La morena alzó la vista y le dedicó una mueca de molestia. ¿A qué se refería el muchacho con eso? Era la segunda vez que el caballero real se lo mencionaba; y es que sin ella darse cuenta, Eugene había notado como Ruth se miraba el hombro vendado de a momentos, casi con una expresión adolorida nada más de verlo, por lo que él, todo necio como de costumbre, repitió insistente y a la defensiva: —De verdad fue por esa «cosa». La joven alzó una ceja. —¿De qué me hablas? ¿cuál cosa dices? —Ruth se mostró confundida, achicando sus ojos. Eugene desvió su mirada al techo, pensativo, y entonces asintió como si hubiera pasado ese largo minuto de silencio hablando mentalmente consigo mismo, lo cual era extraño y hasta un poco aterrador; ¿acaso de verdad este estaba «cu-cu»? —Sígueme —dijo el pelinegro sin más, y sin ni siquiera esperar una respuesta, apoyándose en su talón dio un giro entrenado de media vuelta, y caminó fuera de la biblioteca, atravesando la gran puerta de esta y adentrándose al pasillo reluciente de pulido que conectaba a las otras habitaciones del palacio. Ruth se había quedado estática en su sitio, viendo como el caballero se alejaba de ella sin decir ni una palabra más hasta que desapareció de su vista; entonces ahí, esta se alarmó y dió un paso apresurado hacia adelante para comenzar a salir de a trotes de la biblioteca, sintiéndose algo ansiosa por la idea de quedarse sola o perder el camino de vista por haber reaccionado de una forma tan tardía. La joven se apoyó en el marco de la puerta y giró su cabeza de derecha a izquierda con apuro; pudo ver la última presencia de Eugene doblando por una esquina, y aliviada de haberle visto, siguió trotando tras él queriendo alcanzarle tan pronto como sus pies y su cuerpo herido se lo permitieran. Dobló en la esquina en la que había visto al muchacho y le vio doblando en otra esquina más, ¡¿qué diablos?! ¡¿de verdad este podía caminar tan rápido?! Ruth volvió a seguirle con todo el esfuerzo que pudo dar de sí misma y este esfuerzo sólo le alcanzó para à volver a ver el último mechón de pelo de Eugene doblando por otra esquina en aquellos infinitos pasillos de piso reluciente de ajedrez azul marino y blanco, y marcos con zafiros incrustados; ¡¿era un chiste?! ¡apenas y podía seguirle el paso! ¡le dolían las costillas de tanto sobreesforzar su cuerpo! —¡Oye! —vociferó Ruth dejando caer sus brazos y pegó una gran bocanada de aire para intentar recuperar el aliento perdido— ¡eh! ¡espérame! ¡no puedo ir tan rápido! —El que quiere, puede se burló Eugene y claro como no, volvió a doblar por una esquina, dejando a la joven morena atrás. —¡No es cierto! —le contradijo Ruth angustiada. v luego volvió a ponerse en marcha corriendo tras el caballero de la armadura reluciente; ¿es que acaso no sentía piedad alguna de su desgracia? La niña corrió a ojos cerrados y apretó los dientes al sentir que la herida de la flecha comenzaba a arderle. Se estaba moviendo demasiado. Corrió y corrió hasta que se chocó con Eugene, quien se había detenido justo en es última esquina; le miró desde arriba con curiosidad y sus ojos parecían estar juzgándola muy minuciosamente. —Usted quería y ya pudo —dijo. Ruth se apoyo a uno de los muros del pasillo y se sostuvo el pecho mientras respiraba descontroladamente. Parecía que estaba a punto de sufrir un paro cardíaco y a Eugene en vez de causarle pena aquella escena, le hizo gracia. A cada momento le daba la impresión de que «Ruth» de verdad no había llegado a ese lado del mapa con malas intenciones. De verdad tenía delante a una persona tan desorientada que incluso le aterraba quedarse a solas en el palacio... y eso estaba bien para él. —No me lo vas a creer cuando lo veas -le murmuró Eugene a la joven, quien calmándose de el agite que le había causado su bobería, le miró frunciendo el ceño con algo de sospecha y una pizca de enojo. El guardia abrió la gran puerta de la habitación que ambos tenían enfrente y lo primero que la jovencita notó fue la mesa redonda que estaba al centro de esta con un bonito colibrí de vidrio adornándola. Los ventanales tenían bordes de oro y las cortinas de color azul real estaban sujetas con cuerdas igual de doradas. En la esquina del cuarto había un montón de cojines también azules, apilados como en una pequeña pirámide en miniatura; Eugene se adentró en la habitación pasando de dar explicaciones, se acercó a los cojines y se puso de cuclillas cerca de ellos, lo cual hizo se sus pendientes de zafiro tintinearan y el dije de colibrí que colgaba de su espada también lo hizo. El muchacho acercó sus manos y sacó del pequeño fuerte una bola de pelos entre parduzca y blanca. —¿Es que acaso no te lo había dicho ya, Roberta? —se defendió Eugene alzando al animal entre sus manos— Esta «cosa» saltó y me ha pegado un susto de muerte. De verdad yo jamás atacaría a una niña como tú ni a cualquier otra persona sin razón, Juana. Ruth ignoró la forma en la que el caballero cambia su nombre en cada frase y se fijó en lo que llevaba en sus manos; ¡esa cosa era un hurón! —Está entrenado, eso es evidente... —comentó Eugene—. Debió ser de alguien más, alguien de ahí en donde estabas. —Oh, entiendo... —y la joven juntó sus manos, dejándolas colgar frente a su vientre—. ¿Qué harás con él? —le preguntó acercándose a él con sigilo; de verdad no quería causar que ese animalito carnívoro saltara disparado de nuevo, causando problemas. —Creo que lo llevaré a casa. Ruth guardó silencio luego de esa respuesta, ¿por qué por un momento creyó que Eugene vivía en el palacio? No sabía, pero sólo pensaba: «válgame Dios, que gran problema por un animal escurridizo». °°° —Eugene, ya déjale en paz —exigió la reina Margaret alzando una ceja con fastidio. —Juana. —Basta. —Pepita. —¡Ya basta! —Lusmila. —¡YA DETENTE! ¡ES RUTH! —chilló la joven morena casi como una cría. Margaret, la niña y el caballero clase Zafiro se encontraban todos justos en medio del jardín trasero del palacio real. Dicho jardín estaba lleno de peonias, lirios y lavanda; muy fragante. Ahí, Eugene había sacado la carreta llena de heno en la que había llevado a cuestas a la «misteriosa» niña de armadura de hierro frente a Margaret y, con un pesado suspiro y una graciosa mueca de disgusto, este repicó a la regañona de Margaret junto con la queja de Ruth: —Quieres mucho ese nombre mal elegido como para que no sea el tuyo realmente, Paloma —y siguió molestándote Eugene con aquél juego tan estúpido e infantil—. Insisto, muchacha, deberías cambiarlo a diario, sería taaan gracioso. —¡Fuiste tú quien sugirió que lo eligiera de la forma en la que lo hice! —gritó Ruth. —Shh —le chitó Margaret. —La señorita multi-nombres, ¡ja, ja! —se burló el guardia real mientras tomaba una pala entre sus manos y comenzaba a palear de vez en vez el heno hasta dejarlo sobre la tierra húmeda. Ruth alzó la mirada; a lo lejos había un caballo casi en libertad esperando a ser guiado de vuelta al establo del palacio real con una buena cena de heno paleado por un pesado. —Multi-nombres. —¡YAAA! —CALLAROS DE UNA MALDITA VEZ, DIOS SANTO —gritó Margaret al borde del desespero y, apenada por su comportamiento fuera de la etiqueta real, se cubrió la boca y se aseguró de mantener una posición recta, para demostrar que podía recuperarse de esa vergüenza. Y mientras esa tontería ocurría, en otro sitio era diferente. Esa tarde, en los frondosos límites del territorio Zafiro, una temeraria mujer llegaba con la frente en alto e iba velozmente en su yegua pinta, tan robusta y fuerte como quien la montaba con gritos de ánimo y prisa. «¡Arre, arre, Lanza...!» gritaba; «¡..que si no llegamos a tiempo el infierno nos alcanza!». Esta mujer, asustada por el mensaje de emergencia que había recibido de parte de la agraciada y amable Margaret, reina de los Zafiro, casi sollozaba de angustia. Usaba una aterradora armadura de hierro cubriéndole y protegiéndole de todo lo malo, pero nada podía protegerla del sentimiento de culpa que le presionaba el pecho mientras se aferraba al caballo. Una jovencita con un código de Hierro, clase herrera de soldados muertos que ya no existía más. Elena chilló abrazándose al cuello de su yegua, a la cual había visto crecer desde potrilla. Había algo que la atormentaba e iba camino a ello, a reencontrarse con sus tormentos; ¿cómo podría manejar aquello ella? Una jovencita que parecía haber revivido de entre los muertos, en esa parte del mundo, en esa nación... ¿cómo demonios era aquello posible? ¿era la magia negra de su hermana enloqueciendola hasta buscar su muerte? ¿buscaba matarle? ¿Es que acaso no tenía piedad alguna de su miseria? Dentro de tanto llanto y arrepentimiento, Elena haló de mala forma la cuerda con la que guiaba a Lanza, la yegua, y el animal soltó un fuerte relincho alzando sus dos patas delanteras al aire echando a Elena atrás, haciéndola caer sobre el barro del camino de tierra que atravesaba el bosque; la mujer pegó un grito de sorpresa y dolor, si que había sido un buen golpe a sentón. Su cabello corto y blanco se había ensuciado, su armadura resonó y sus lágrimas se veían entre la suciedad de lo ocurrido. Dios sabía que ella había intentado con toda sus fuerzas y voluntad salvar a у su gente, Dios sabía que ella había intentado salvar al pueblo de hierro y a todos sus combatientes atravesados por Rubies; así que con voluntad de hierro la cual llevaba en la sangre que le hervía de rencor, se puso de pie e ignorando toda la suciedad saltó casi heroicamente sobre el lo de la yegua y comenzó a cabalgar; estaba en camino, camino a lo que la atormentaba antes de que le alcanzara el infierno. Aún estaba a tiempo. Y dicho tiempo no estaba siendo presente importancia en el palacio, donde el trío seguía en las suyas, perdiendo el tiempo de cierta forma absurda pero «real». —Un poco más a la izquierda. Oh, no, no, no, eso se ve terrible, mejor un poco más arriba. ¡Arg! No tiene caso, ese cuadro se ve horrible en todos lados. ¿Mejor puede moverlo abajo? Ahí está, perfeeecto... no, espera, está torcido. Ruth alzó una ceja mirando con atención a la reina parlotear sobre una pintura en óleo, esto mientras pelaba una mandarina y se metía un gajo a la boca. Observadora, la morena masticó con educación y giró su cabeza llevando su vista de un lado a otro, que bonita era esa habitación, es decir, otra habitación en el palacio destinada a nada. Durante su estadía, Ruth había entrado ya a decenas de habitaciones que sólo tenían floreros, cuadros delicadísimos y mesas costosas con bordes bañados en plata. Y la joven sólo podía preguntarse: «¿para qué?». Ruth Simplemente no entendía por qué había en ese lugar la necesidad para la reina o para cualquier otro m*****o real de demostrar su riqueza o adornar un montón de habitaciones que no iban a ser usadas para nada. Es decir, ¿para qué disponían de tantas habitaciones sin uso habiendo tantas personas fuera del palacio rogando por un techo? Porque aunque Ruth recién llegaba, su sentido común le hacía saber que la pobreza existía en todos lados. Y mientras Margaret sequía posponiendo ciertas actividades más importantes en su trabajo sólo para poder colgar un cuadro bien enderezado con la fiel ayuda de sus sirvientes, fuera del palacio, en la entrada, iba llegando Elena, cabalgando su yegua a toda velocidad y saltando de esta ferozmente hasta caer fuertemente sobre la tierra y dar una bocanada de aire al abrir de golpe la puerta que daba entrada al palacio real de los Zafiro. Para cuando los guardias y lanceros del sitio se dieron cuenta de quién se trataba, se apartaron y le dieron paso seguro, pues Elena ya había ido muchas veces al palacio a visitar a Margaret y siempre que esta iba era por algo de suma importancia, ya que la reina de Los Zafiros jamás en su vida le había contactado antes para algo sin importancia alguna, esto porque Elena vivía demasiado lejos, muy cerca del Norte; en las tierras nevadas del Noroeste. Así que, los guardias al notar esto se formaron y persiguieron a la joven mujer de cabello plateado, casi blanquecino, porque por la forma en la que ella había llegado estos creyeron que algo realmente muy malo sucedía. Alguna emergencia relacionada con su reina. Sin embargo, sólo se formó una escena en la habitación en la cual Margaret quedó impactada por su presencia, los sirvientes sobresaltados dejaron caer cuadro al piso con diseño de ajedrez y Ruth, quién seguía comiendo mandarinas, casi se atraganta con uno de los gajos, escupiendo la fruta aterrada del susto que le había causado la ruidosa entrada de la mujer con armadura de hierro que reflejaba todos sus gritos de guerra. —¡Elena! —dijo margaret con el corazón en la garganta; ¡vaya que le había causado una sorpresa a pesar de que le había invitado! Estando ahí de pie en la habitación de los Zafiro, ¿cómo había llegado tan rápido? —Quiero hablar con la niña.
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