Capítulo 01

4288 Words
(Es necesario leer la introducción). Incluso con sus ojos cerrados podía sentir como las miradas le rodeaban insistentes. Sintió algo áspero bajo ella, algo que se separaba y deshilaba entre sus dedos adormecidos, algo seco, como paja. Se removió y apretó los labios arrugando la expresión de su rostro malherido. ¿Un flechazo? ¿el flechazo? ¿cuál flechazo? ¿se le estaba mezclando la razón con la imaginación? —¿Cómo?, ¿qué has dicho? ¿me lo repetís, por favor? -escuchó no muy lejos de ella, pero tampoco demasiado cerca. La niña parpadeó con molestia, todo se veía excesivamente brillante. El sitio era deslumbrante en un tono azul profundo, un azul real bastante intenso y elegante. Los ventanales eran gigantes y el salón bastante amplio, ambos extremadamente preciosos. —Zafiros —soltó la joven por lo bajo; un susurro para sí misma y nadie más. -Así es, muchos zafiros, jovencita -se apresuró a comentar la mujer sentada frente a ella en una muy lujosa silla dorada con más gemas azules incrustadas a modo de coronilla gótica-. ¿Puedes decirme tu nombre? -preguntó en su dirección aquella dama de piel tan clara como la luz que atravesaba la ventana del prestigioso salón. —¿Por qué hay tantos zafiros sobre mí? —Al menos dime tu número de acceso, por favor. —Parecen... profundos —balbuceó la jovenzuela con la vista perdida en el techo que retrataba una escena angelical, ángeles sin rostros vestidos de azul marino. La pintura de aquél techo era tan buena que la tela de la ilustración parecía tener textura, y la niña juraría que de poder tocar el techo a si sea con tan sólo uno de sus dedos esta sentiría el terciopelo en la vestimenta de aquellos seres celestiales y perfectos. —Es evidente, esta niña está aturdida —concluyó la mujer que había estado hablándole a la morena. Con una expresión compasiva y tal vez pasando a la pena, esta peinó entre sus dedos su largo cabello oscuro. —No creo que eso sea cierto, mi señora. Ha de estar fingiendo que está desorientada. Una farsante -opinó un tercero en la habitación de zafiros, el joven de armadura azulada que le había gritado antes. Se encontraba cerca de una de las esquinas de aquella extensa habitación bien iluminada, con una expresión seria hasta el fin. —¿Es que acaso no la has encontrado aturdida de todos modos en aquél centro de comunicación de mala muerte? —cuestionó la elegante dama a modo de regañina indirecta—. Que desgracia que seas tan desconfiado, Eugene. De no ser así tal vez no la habrías herido con una flecha. ¿Cómo puedes acusarla con tus mezquinos comentarios después de tal cosa? —¡La flecha! —se exaltó la niña y se sostuvo el hombro con desespero esperando un dolor indescriptible, un sentimiento abominable—, ¡la flecha, me dio la flecha! —volvió a vociferar con una mueca de espanto, más sin embargo, no sintió dolor alguno, y en vez de una horrible escena dolorosa, sólo se encontró con una tela manchada de su sangre bien sujeta rodeándole el hombro. Bajó la vista hacia sus manos... también estaban rodeadas por vendas manchadas. La niña prestó mayor atención y notó que parecía estar sentada dentro de una carreta pequeña llena de heno, la cosa seca que había tocado antes con la punta de sus dedos. —Jovencita, yo soy Margaret, soberana de la clase Zafiro ¿Podrías decirme tu nombre, por favor? —¿Yo, un, cómo...? ¿Tenía un nombre? Por supuesto que debía tener un nombre. Su nombre era... ¿tenía un nombre? ¿Cuál era su nombre? ¡todo el mundo tiene un nombre! ¿cómo es que ella no supo qué responder a una pregunta tan simple y más que nada dictada por una mujer tan presencial e imponente como la que tenía delante? —¿Crees que puedas decirme tu número de acceso? —insistió la señora frente a sus ojos usando aquél vestido agraciado, bordado con flores delicadas. La joven se mordió el labio inferior apresada por el miedo, y entonces se arriesgó a preguntar. —¿De qué me habla usted? ¿a qué se refiere con «número de acceso»? Margaret le miró con sorpresa y una mueca de susto a la vez. —¡Dios mío! ¡¿cómo es que no sabes algo así, niña?! —preguntó Margaret escandalizada. La joven tragó saliva y se escondió en sí misma apretando entre sus dedos heridos el heno. —Margaret, no caiga en las mentiras de esta niña. ¡Todo el mundo es marcado, sin excepciones! ¡¿cómo puede creer que esta alimaña carece de un número registrado?! —acusó Eugene con todo y apuntes de dedos, como si le hablara a toda una criminal con historial de fondo, ¡yo le puedo asegurar, su majestad, que esto es una farsa! —y seguido de esto, el guardia se movió con velocidad hacia la joven, quien le miró espantada mientras este la tomaba de la muñeca. Eugene sujetó a la niña con tanta fuerza que Margaret estuvo a punto de jalarlo de la armadura y ordenarle que se fuera del salón inmediatamente, pero antes de esto, Eugene haló la manga de la ropa de la niña y en su brazo estaba la marca del número de acceso que le daba su identidad en cualquier civilización. H422. —¡Lo ve! ¡¿ha visto?! ¿no se lo he dicho? —se defendió Eugene. —¡Yo no sé que es esto! ¡se lo juro! -trató de defenderse la joven, más las pruebas estaban marcadas en su carne, ¿cómo podría ella argumentar contra eso?—, ¡no sabía que lo tenía! ¡se lo juro por Dios! —¿Hache...? Margaret endureció su expresión ante la revelación de aquella extraña que sin pensarlo dos veces había adentrado a su palacio. Seguido de esto, la mujer se giró un poco ignorando el escándalo de los sucedido, manteniéndose firme como su puesto y título lo requería, y luego alzó su mano verticalmente (como tocando algo) hasta que una pantalla holográfica de luz azul neón se desplegó frente a sus ojos y frente al asombroso de la joven niña que había llegado en carreta cual trofeo de caza. Era tan irreal para la joven la forma en la que la mujer tocaba imágenes en el aire. Simplemente increíble. —Hazme el favor de llamar urgentemente a Ezequiel, esto es un problema de cosas que no sé, cosas del sistema. Esto es raro, rarísimo —murmuró Margaret caminando de un lado a otro mientras se mordía la uña de su pulgar con nerviosismo. ¿Una jovencita? ¿en un lugar como ese? Esto dice que ella es de... ¿será esto un truco de Ágata? Esto es demasiado, incluso para ella... —balbuceó con voz de gacela. Parecía herida. —Esto es algo que la Reina Ágata haría sin ningún problema, mi señora. —Eugene, ve a llamar a Ezequiel, ve rápido. —¿Y dejarle aquí a solas con esta trampa de mal gusto, majestad? ¡sería como regalarle su cabeza en bandeja de zafiro a esa despiadada mujer! -vociferó el muchacho con ira—, ¡¿o es que no es así, «cebo»?! —se dirigió a la joven. —¡Por supuesto que no es así! —chilló la niña más por terror que por altanería en sí—, ¡no soy ningún cebo! ¡no soy ningún truco! ¡ni siquiera sé quién sois vosotros, lunáticos! —¡Ten más respeto mocosa maleducada! —le exigió Eugene a la pequeña de piel oscura, esto a la vez que sujetaba el mango de su espada en clara señal de amenaza—, ¡estás hablando con la única soberana de los Zafiros! —aclaró mientras su rostro paliducho enrojecía de la presión. La joven, aún llena de mugre y sangre reseca, soltó un resoplido de angustia entrelazada con pánico total. Sabía que estaba delante de una mujer importante, sabía que había hecho mal en hablar soltando la lengua sin más pensar, pero aún así, aquél título de «soberana» no significaba nada para ella, porque no sabía lo que eran «los zafiros» en primer lugar. No sabía nada, siquiera. Sólo sabía que podía respirar, hablar y sentir. —Llama a Ezequiel —dijo firme y por última vez la mujer del salón. Ante esto, Eugene se quejó para sus adentros y obedeció, fiel y servicial. Y, para cuando Eugene volvió atravesando las espesas cortinas del salón, vino acompañado de un hombre largirucho, canoso y despeinado; se veía tan desaliñado como nadie jamás, pero a la vez traía puesta ropa realmente muy lujosa, tan lujosa como la de la hermosa Margaret en su alta posición de la realeza. Este hombre llamado Ezequiel reflejó una actitud extraña cuando pasó de largo y comenzó a ver a la joven intrusa, quien seguía sentada sobre la carreta llena de heno. El hombre parecía curioso ante esta, pero su expresión le daba a entender a la niña que hubo un tiempo en la que a este sujeto tan raro le faltó un par de clavos. —Buen día, majestad. ¿En qué puedo ayudarle hoy? —saludó muy educado con una sonrisa amarillenta que no hacía buena pareja con el blanco perfecto de su camisa costosa. —No me vengas con formalidades, Ezequiel. Como si a Eugene no se le hubiese ido la lengua de largo mientras veníais por el pasillo —dijo la mujer cruzándose de brazos con el mentón en alto-. Usted sabe muy bien qué sucede aquí y a qué viene. Hágale un alto a las introducciones reales y apresúrese a ver qué es lo que está pasando. —Usted tiene razón, a Eugene se le va la lengua cada cinco minutos —bromeó mientras el el nombrado se molestaba a sus espaldas frunciendo el ceño ofendido—. ¿Es esta la joven diabólica que tanto mencionabas, Eugene? —preguntó arrugando su nariz rojiza, sonriendo en dirección a la joven a la vez que acomodaba sus gafas—. Ah... conque sí. —¿Diabólica? —se espantó la niña con Ezequiel observándola muy detenidamente. —Ella llevaba puesta una armadura de hierro cuando la encontré —informó Eugene con un tono de voz que hacia saber que aquello al parecer no era algo para nada bueno—. Además su número de acceso está dentro de la clase «hache». —Ah... que fantasmal... —murmuró con aire curioso Ezequiel, esto mientras tomaba el brazo de la joven y veía el número marcado en su piel—. No se puede revivir a los muertos... —Dejad de hablar así, la estáis asustando _exigió Margaret hastiada del comportamiento de Eugene. Le parecía muy inmaduro de parte de su guarda real. —Y los fantasmas no sangran —continuó diciendo el hombre que examinaba a la niña haciendo caso omiso a la exigencia de la reina; era obvio que Ezequiel se refería a la venda en el hombro y las manos de la joven—. ¿Cuál es tu nombre, niña? La contraria no respondió. Ezequiel alzó la mirada, se quitó las gafas y frunció el ceño, pensativo. —Majestad, esta niña no tiene más de quince ni menos de trece años, eso es seguro. No sabe dónde está parada, pero puede caminar sin problemas, ¿entiende a lo que me refiero? —cuestionó el hombre girándose hacia Margaret. —No realmente... —Tal vez estaba desquiciada y la han sometido a electroshock. Todos los presentes le lanzaron una mirada de desaprobación a Eugene después de haber soltado ese horrible comentario sin tacto alguno frente a una menor. —¿Qué es lo que le ha pasado a tu hombro? —le preguntó Ezequiel a la joven de piel oscura. —Ese muchacho de allá me ha visto y me ha disparado con una flecha sin siquiera pensárselo dos veces —refunfuñó esta con las vista perdida en los elegantes zapatos con piedras preciosas de Margaret. Los zafiros de su tacón tenían forma de colibrí. —¡¿Cómo se te ocurre herir a una niña, estúpido animal?! —regañó Ezequiel al joven pelinegro, quien al escuchar el regaño, se irguió sobre si mismo y saltó a defender su muy impecable moral: —¡Llevaba esa armadura extraña y estaba ensangrentada en medio de un escenario homicida! ¡¿qué habría hecho usted en mi lugar?! ¡y es que esa «cosa» me ha pegado un susto de muerte! —vociferó Eugene y el dige cristalino que colgaba de su espada tintineó junto con sus aretes igual de traslúcidos y brillantes. Aquél dige en su espada también tenía forma de colibrí. —¡¿A quién llamas «cosa»?! ¡me disparaste sin siquiera darme la oportunidad de responder a tus preguntas! —chilló la joven de cabello crespo, alterada. —¡Con «cosa»> no me refería a ti, estúpida! —¡Eugene! —soltó Margaret, reina de todo lo azul que tocaba el Oeste—. Hazme el favor de esperar afuera unos minutos y ya te digo ahórrate los bufidos y las maldiciones al salir de aquí. Sé disciplinado y ve a dirigir la armada como es de costumbre a estas horas de la tarde, muchacho —le ordenó—. Vuelve aquí cuando hayas manejado todo ahí fuera, sin quejas. Eugene bajó la mirada con angustia, molesto, y dedicándole una mirada hostil a la joven morena del otro lado del salón, se retiró con un educado «sí, señora», hasta terminar por irse a regañadientes. —Majestad, ¿puede abrir el panel del registro y permitirme usarlo un momento, por favor? —pidió permiso Ezequiel, y Margaret amablemente asintió dando un paso atrás con gracia. La mujer hizo ese extraño movimiento otra vez frente a ella y el holograma se mostró volviendo a dejar a la niña absorta en la pantalla. —¿Qué es lo que dice el sistema? —preguntó el hombre llevándose una mano al mentón. —Está registrada como una nacida en la clase de Hierro, pero en su nombre sólo se repite el código de acceso —murmuró Margaret con voz suave. Eugene mencionó que escuchó una alarma de seguridad activarse debido a un intruso... probablemente se trataba de la niña. —¿Cassie, Fernanda, Helen, Emma...? —insinuó Ezequiel en dirección a la jovencita despistada. —Ella alzó el mentón, alerta—. ¿Disculpe? —se mostró confundida. —¿No es asombroso poder elegir tu propio nombre? —le preguntó el hombre por pura curiosidad. Es una oportunidad que no se le presenta a cualquiera... yo elegiría un buen nombre en tu lugar, jovencita —aconsejó el sujeto con expresión risueña, esto mientras metía ambas manos en los bolsillos de su pantalón café, que tenía apariencia suave y combinaba bonito con la piedra azul que colgaba de su cuello. —Ezequiel... comenzó a quejarse Margaret, más este ma interrumpió: —Es sólo una niña —aclaró el sujeto golpeando el borde de la carreta para luego ponerse de pie-. No le quitéis eso, jamás. Dejadla ser niña y vivir con ello. Margaret le dedicó una mirada compasiva a la joven. &Esta muchachita está helada del miedo que siente al estar aquí ante ustedes —susurró cerca de la mujer, manteniendo la discreción—, ¿no cree usted, mi reina, que de estar mintiendo ya habría escupido todas las verdades que le exigen? Porque yo lo habría hecho cuanto antes —confesó el hombre y suspiró—. Usted debería llamar a Elena y dejar que esta pobre criatura, sea lo que sea que haya sucedido, tenga la oportunidad de volver a empezar consigo misma —opinó. Y en cuanto Margaret y Ezequiel observaron a la joven de la carreta, a la gran reina de los Zafiros se le arrugó el corazón al ver el terror reflejado en sus oscuros ojos cafés. Parecía estar pidiendo ayuda en silencio. —Necesita que la orientemos antes de ser juzgada —comentó Margaret por lo bajo frotándose las manos, las cuales estaban cubiertas por unos delgados guantes blancos—. Le enviaré una señal de alerta a Elena antes de ponernos en marcha al norte —dijo apagando la pantalla holográfica frente a ella y el reflejo de la luz neón despareció de su rostro—. Yo me encargaré a partir de aquí, Ezequiel. Gracias por tus servicios —dijo. Y el hombre asintió, retirándose del lugar. Margaret se giró en dirección a la joven con una expresión dura que pronto pasó a ser de lo más empática, y parecía ser sincera. Decidida, entreabrió sus labios y le preguntó: —¿Sabes lo que es un colibrí? La niña dudó. —Sí, señora —contestó con voz temblorosa-. ¿Usted va a hacerme dan...? —Los colibríes son rápidos, pero sutiles. Tienen cierta pureza, trabajadores. Están llenos de gracia —le interrumpió la reina paseándose de un lado a otro por el salón bajo la mirada de los ángeles pintados en su techo—; así somos los Zafiros. ¿Sabes quienes somos los Zafiros? —¿Colibríes? —respondió la joven sin saber qué locura estaba diciendo. Margaret abrió sus ojos confusa y se giró hacia la niña haciendo contacto visual con ella. No pudo evitar soltar una risa tremenda (que intentó disimular con una de sus manos) ante esa respuesta tan disparatada. —No —aclaró la reina aún sonriente, tratando de acallarse—. Los Zafiros somos un nación muy antigua de valientes pero agraciados pacifistas. Siempre apoyaremos la alternativa disponible para evitar la violencia. Y tú estás aquí, en el Oeste, reino de los Zafiros. Estás en terreno pacífico. ¿Entiendes por qué te lo digo? La joven sintió el cosquilleo en sus ojos que le avisaban que tenía las intenciones de llorar. —Lamento que hayas tenido que ver lo que sea que hayas visto allá en el Sur, niña —dijo Margaret con toda la sinceridad del mundo. La joven asintió sin saber a qué se refería exactamente, pero supuso que esta mujer le hablaba del horrible escenario en el que había despertado, en medio de los muertos como alguien que resucita en un infierno de rocas rojas que reflejaban la sangre de las muertes que habían ocurrido allí. —¿Quieres un diccionario? —le preguntó Margaret a la joven. Se hizo un breve silencio en el salón de zafiros. —¿U-un diccionario? —Un diccionario de nombres. °°° Desde un inicio la joven gritaba a través de su lenguaje corporal que le invadía el asco, pero en contra de su decisión, no tuvo más opción que tomar aquél gran libro entre sus manos y abrirlo con incomodidad. Le pareció desagradable: Un montón de letras desprolijas en hojas de papel marrones con un olor extraño, no el buen olor de un libro viejo y resguardado, sino un inusual olor a puaj; todo esto forrado en una gruesa pieza de cuero, envuelto en la piel de un pobre animal muerto y sacrificado, ¡sacrificado para forrar un libro desagradable y mal hecho! Lo que tenía frente a sus ojos era un extenso diccionario de nombres, uno de verdad muy grande. Por otro lado, aquél lugar al igual que el salón principal del palacio era encantador de lo lindo. Dios sabría cuánta suerte se debía tener para entrar a un lugar así aunque fuera por accidente, y aún así ahí estaba. —Puedes llevarlo contigo fuera de la biblioteca, pero no puedes sacarlo del palacio —dijo Margaret a sus espaldas y la joven giró para mantenerla en su vista—. Los libros reales son muy valiosos, si sales con uno de ellos es probable que algún ladrón te de una sorpresa indeseada —explicó sentándose frente a la joven haciendo que su elegante vestido ondeara—, ¿de acuerdo? La joven asintió cabizbaja y se relamió los labios aún perdida en el presente. —Niña le llamó aquella mujer de presencia dulce pero fuerte y la joven alzó la vista prestándole toda su atención. ¿De dónde te trajo Eugene? —le preguntó. —Creí que usted sabía de dónde, seño... majes... uh... —Margaret —respondió la soberana azul terminando su oración con una mueca de pena. —Margaret —repitió la niña entendiendo que podía saltarse los procedimientos reales al menos por el momento, y se sintió agradecida por ello al no saber con exactitud a quién se estaba dirigiendo. —Me gustaría saber qué ocurrió desde tu punto de vista, porque Eugene ha sido muy grotesco con su historia. Te ha acusado de cosas imposible. Tendrás que perdonarlo, es que no siente cosas como la vergüenza, es un lunático —bromeó con una sonrisita nostálgica; parecía estar recordando algo ajeno a la situación—. ¿Qué me dices? ¿no quieres decirme? —cuestionó. —A mi también me gustaría tener algo que responder... —se lamentó la joven dejando sus manos sobre las páginas del libro—, de verdad no tengo idea, discúlpeme... —¿Te duele algo? —Me duele casi todo. Incluso me arden los ojos -contestó la joven frotándose estos con sus manos—. Tengo algo en los ojos... Margaret se levantó de su siento y se inclinó rápidamente sobre la mesa sujetando sus muñecas, apartado las manos de la joven de sus ojos. —¡No hagas eso! ¡se pondrá peor! Dios santo... ¡ya basta! -le regañó Margaret con voz firme, ¡lo pondrás peor! ¡si te pican los ojos, lávalos! ¿qué eres? ¿una salvaje? Válgame... —refunfuñó—. Muy bien, ya basta. Ven aquí —se quejó la mujer dando un fuerte taconazo, acercándose a la joven apresurada para hablarle del suéter oscuro que llevaba para empujarla fuera de la biblioteca. La joven parpadeó un par de veces, luego siguió rascándose los ojos sin parar y, sin ni siquiera ver hacia dónde la arrastraba Margaret, sólo se dejó llevar hacia adelante o hacia donde sea esta le moviera sin hacer preguntas. Sintió el choque en su panza y la mujer le apartó las manos del rostro una vez más, tomándola del cuello y empujando su cabeza hacia abajo; la morena sintió el agua en sus dedos al mover sus manos hacia adelante. Se apresuró y tomó el agua entre sus manos enjuagando sus ojos muy rápidamente. No entendía a que venía un ardor como ese tan de repente, cuando despertó sus ojos se encontraban perfectamente bien, ¿arena, tal vez? ¿arena de dónde? —Polvo de rubies —dijo con voz sería la reina de todo lo azul que cubría el oeste—. Se usa en en algunos combates cerrados, lugares cerrados como en el que te hallabas —comentó Margaret; su voz pareció volverse triste, muy dolida por alguna razón. La joven suspiró aliviada y mantuvo ambas manos en su rostro; ¿polvo de rubies? ¿se refería a todo el polvo rojizo de la cueva de los cristales rotos de la cual había salido como por arte de un milagro? —Todo estaba lleno de polvo... Margaret alzó una ceja atenta a lo decía la contraria. —Creo que alguien me golpeó muy fuerte en la cabeza, porque yo no llevaba casco cuando me desperté. —¿Recuerdas a alguien que te golpeó? —No —contestó la niña mientras de su cabello crespo caían algunas gotas de agua; era curiosa la forma en la que su cabello parecía impermeable, seco y enrollado a pesar de todo—. No recuerdo que me hayan golpeado, eso es sólo lo que yo creo que sucedió, señora Margaret. —¿Por qué llevabas una armadura de hierro? —le preguntó la reina con ojos compasivos. —Todos llevaban armadura ahí dentro, ¿por qué es tan extraño? —contestó sosteniéndose la frente con pesadez. Seguía algo aturdida. —Habría sido normal si hubieras llevado puesta una armadura de rubí o de zafiros; tal vez de esmeralda o de bronce, pero no de hierro —comentó Margaret soltando oraciones y más preguntas capciosas—. ¿Entiendes de qué te hablo? —¿Cómo es posible una armadura hecha con gemas tan frágiles? —se cuestionó la joven viendo su reflejo en lo que ahora veía era un gran balde de madera lleno de agua limpia. La reina le miró extrañada y respiró profundo. —¿Qué es un lago? —Uh... ¿un cuerpo de agua? —respondió la niña sin pensarlo demasiado. —Ezequiel tenía mucha razón al decir que puedes caminar sin problemas —soltó la agraciada mujer de la nada a la ve que tomaba su cabello n***o y lo peinaba delicadamente hacia un lado. —No lo entiendo... —confesó la joven sintiendo que sus ojos lagrimeaban, irritados. Su hombro comenzaba a incomodarle a sobremanera y su cabeza seguía doliendo y dando unas cuantas vueltas; por un momento sólo quiso dejarse caer al suelo y apostarle a la suerte del respirar. —Estás educada. Puedes hablar con coherencia y apuesto a que tienes el conocimiento básico de ciertas cosas generales, como lo es el significado de qué es un lago. Aún así pareces no saber dónde estás o que es lo que está pasando entre reinos justo ahora... —murmuró Margaret pensativa. —¿Reinos? La reina de los zafiros asintió; parecía que tenía muchas cosas que explicar.
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