Capítulo 12

812 Words
—La verdad no sé si sea buena idea seguir caminando —Ruth paró el paso y quiénes la acompañaban, Elena y Eugene, se detuvieron junto con ella. —Vamos, no te preocupes, estás bien —dijo Eugene con una mirada comprensiva—. No hay de qué preocuparse, en parte toda esta tensión no es por cómo luces, sino porque vienes con nosotros. Nosotros somos los rechazados. ¿Por qué razón en una nación pacífica donde todo parece armonioso y perfecto, llámalo tú «paraíso» —comenzó a decir Ruth—, por qué en un lugar así rechazarían la presencia de alguien de dentro del palacio? —cuestionó en dirección al pelinegro. —La niña tiene un punto —se le escuchó decir a Elena detrás de ellos. —No fastidies —repicó Eugene. —La niña tiene un MUY buen punto, Eugene —continuó molestando la mujer del cabello plata. Ruth se fijó en sus mejillas; por un segundo sólo pensó en: ¿porqué razón alguien así, como Elena, usaría pintura tribal bajo los ojos? El tono rojo en sus mejillas le recordaba la tierra rojiza de la cueva en la despertó. —Ya basta, detente —exigió Eugene y la mujer vestida en hierro se carcajeó con altanería. —Insisto en que no debería estar aquí. Si tanta tecnología tienen, ¿por qué no se esfuerzan en buscar de dónde he salido? —cuestionó Ruth—. Sólo quiero saberlo... no es tan difícil. Estoy segura de que a la mínima que me lo digáis recordaré qué ha pasado. ¿No es acaso así como funciona la mente humana? —¿Por que tú hablarías tan profundamente sobre los criterios de la mente humana? —preguntó el guardia real. —No es que ella sea una niña inteligente, es que tú eres un hombre tonto —se burló Elena. —Haremos las cosas de la siguiente forma: vosotras os calláis y yo dirijo el paso. Llevamos a Fernanda a la orilla del lago tal y como Margaret lo pidió y luego volvemos al palacio, comemos unos cuantos profiteroles, y nos acostamos a dormir sin que se nos ocurra ningún plan de escape a plena madrugada mientras el bueno de Eugene vigila la puerta del palacio, ¿que os parece? —y el joven alzó una ceja en dirección a la mujer frente a él, Elena. No hacía falta decirlo; era obvio que esos dos no se llevaban nada bien. —¿Para qué quieres llevarme al lago? Eso no me da respuestas —comenzó a hacerse notar Ruth. —No estoy buscando respuestas, estoy siguiendo órdenes —se molestó Eugene—. Dejen de sabotear mi trabajo, no quiero problemas con la reina. Ustedes dos parecen estar formando lazos psicológicos para hundir mi obligación —se quejó el caballero real mientras sus pendientes de zafiro tintineaban entre su cabello. Las dos mujeres que lo acompañaban guardaron silencio; no era su intención sabotear ningún trabajo del joven. No habían tomado en cuenta la posición del muchacho. En aquel momento era obvio que no era decisión suya y que sólo estaba haciendo lo que había hecho desde siempre: obedecer a la única soberana de los zafiro del Oeste. —Si te sirve de consuelo, muchacha, tenemos buenas costumbres —comentó Eugene en dirección a la joven. —¿Qué clase de costumbres? —se mostró curiosa Ruth. —Eeeh, bueno... veamos... —el chico pelinegro llevó su vista de un lugar a otro—, ¡ya! Tenemos concursos de... —y su mirar llegó a parar en un puesto de frutas—, ¿cortar... melones? —Eso en definitiva no me consuela para nada —confesó Ruth. —Tenemos un buen himno —siguió intentando Eugene. —Mis esperanzas disminuyen a una velocidad imposible de calcular. —¿Calcular la velocidad? —El único crédito que le puedo dar a esta nación es lo bien que hornean sus pueblerinos —dijo Elena salvando al guardia de un momento vergonzoso—; en mi vida había probado pan tan reconfortante como el que hacen aquí. —¿Ah sí? —Ruth se relamaió los labios cuidando de no mover demasiado su hombro herido. —Sí —le sonrió Elena con calidez—. ¿por qué no vas hasta allá y compras algo? Tengo unas cuantas monedas —ofreció y le entregó el dinero a la muchacha del cabello crespo y los ojos oscuros; quién sabría por qué le entusiasmaba tanto la idea de comprar algo. Eugene observó con atención hacia donde Ruth iba, esto para asegura su seguridad. —¿Himnos y cortar melones? —cuestionó Elena lanzándose una mirada divertida al caballero—, ¿crees que eso es entusiasmante? —Le preguntó cruzándose de brazos con burla. —No juzgues —el pelinegro de hundió de hombros.
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