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La vida sin amor, no es vida en absoluto.
Leonardo Da Vinci
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Clasicismo
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Sus tacones altos repiqueteaba sobre el reluciente piso nacarado traduciendo el enfado que el resto de su cuerpo intentaba disimular. Avanzaba con prisa pero dando pasos delicados para no alertar a los pocos curiosos que se animaban a entrar a aquella galería de arte. Sus ojos verdes estudiaban cada rincón confirmando que todo estaba en su lugar. No quería tener aquella conversación, no de nuevo, pero no tenía opción.
El servicio de transporte de los cuadros había fallado tres veces en el último mes y si bien ella le había sugerido al dueño de la galería que buscara opciones, no terminaba de entender porque continuaba confiando en ellos.
Iba a subir la escalera cuando algo en el suelo llamó su atención. Intercambió una mirada con la recepcionista y la jovencita de ojos desprejuiciados y cabello recogido, que moría por liberarse, le respondió con displicencia. Demasiado enfada ya, decidió no iniciar una discusión sin sentido y apresuró su paso para agacharse ella misma a recoger aquel papel que perturbaba la vista impoluta del lugar.
-Señorita Elizabeth.- oyó justo cuando estaba concentrada en no perder el equilibrio.
Elizabeth llevaba una falda tubo negra hasta las rodillas demasiado angosta y una camisa blanca prolijamente planchada que hacían dificultosos sus movimientos.
-Lo siento, no sé quien dejó esto aquí.- se apresuró a responder justo cuando recuperaba ese porte elegante que actuaba frente al Señor Castagnaro, el estirado y desagradable dueño de la galería, que había heredado de su millonario padre, cuando este no lo encontró bueno para nada más.
-¿Qué dice señorita Elizabeth? … Bueno, de todos modos no me importa, necesito hablar con usted ahora mismo.- le respondió alzando sus hombros al mismo tiempo que su mentón en un gesto exagerado, como todos lo que solía hacer.
-Si, Señor Castagnaro, yo también necesitaba hablar con usted.- le dijo mientras comenzaba a caminar detrás de él. Pero frente a sus palabras aquel hombre del que no terminaba de precisar su edad debido a las costosas cirugías a la que se sometía frecuentemente, se detuvo.
-No creo que eso sea necesario.- dijo con una sonrisa maliciosa en sus labios para luego continuar camino por las escaleras hasta su oficina.
Elizabeth caminaba cada vez más temerosa, su impredecible jefe comenzaba activar todo tipo de alarma en su mente.
Ella amaba el arte, durante toda su carrera en la universidad había intentado hacerse de cuanto dato había podido, soñaba con visitar aquellos museos de los que tanto había leído y disfrutaba de conocer la historia detrás de cada obra. Sin embargo, el día que había aceptado aquel trabajo, nunca pensó que llegaría a odiarlo. El señor Castagnaro hacía todo lo posible para ello. Era pedante y carente de todo conocimiento en la materia, pero le encantaba pasearse por los eventos enfundado en sus costosos trajes con su pequeño poodle en su brazo, alardeando de los artistas de su galería. La había relegado al lugar del papeleo y los envíos, apenas conocía a los clientes y si bien era la encargada de reunirse con nuevos artistas, sus sugerencias nunca eran aceptadas. Llevaba cinco años allí, y cada mes de esos años había fantaseado con la idea de renunciar. Pero no podía.
Unos meses después de su ingreso a la galería sus padres habían sido engañados. Germán y Mónica, sus padres adoptivos desde los cuatro años, tenían un buen pasar económico, o al menos eso era lo que cualquiera que los viera pensaría. Ella nunca había entendido a qué se dedicaban, tampoco le había importado. Había sido una niña obediente y se había limitado a completar sus estudios, incluso había sido Mónica quien la había alentado a escoger la carrera de historia del arte, al parecer las hijas de sus amigas del club de campo en el que jugaba al tenis, también la habían escogido y como lo único que le importaba era la apariencia, había asumido que era una buena idea.
Habían sido buenos padres, distantes, pero no le habían hecho falta nada. Siempre había estado agradecida de cualquier cosa que no fuera regresar a la casa de adopción. Solía adaptarse a su realidad sin quejas, creía que esa era la vida, tomar lo que ofrecía y no quejarse.
Así había vivido siempre, por eso cuando sus padres le pidieron el dinero que ganaba en la galería, no dudó en entregarlo y con el correr del tiempo se había convertido en el sostén de una vida ficticia repleta de deudas que nunca llegaba a saldar.
Sólo su abuela, la madre de Mónica, había sido una presencia amorosa, que la había cuidado cada tarde al regresar del colegio y la había acompañado en cada desafío durante la universidad. Realmente la amaba y verla tan frágil últimamente le dolía demasiado. Por ella también soportaba aquel trabajo, sentía que se lo debía.
-¿Me está escuchando, señorita Elizabeth?- le preguntó el señor Castagnaro observándola con una mueca de desagrado.
-Si, señor, pero no fue mi culpa, justo le iba a informar que el servicio de transporte falló otra vez. Yo entregué todo en tiempo y forma, pero..- le dijo frente a la acusación de su jefe.
-No me interesan sus excusas señorita. Ahorrese las palabras. El señor Horton llamó muy decepcionado y me temo que no va a volver a confiar en nosotros a menos que…- dijo haciendo una pausa adrede para clavar sus pequeños ojos oscuros en los de ella.
-Señorita Elizabeth, ya no forma parte de la galería. Tome sus cosas y no regrese. - sentenció con una mueca similar a una sonrisa y satisfacción en su mirada.
Elizabeth no podía creerlo. ¡La estaba despidiendo! ¿Quién se creía el tal señor Horton para pedir su despido? ¿Acaso su dedicación durante cinco años no pesaba? Siempre había pensado que el Señor Castagnaro era una mala persona, pero que ni siquiera quisiera escucharla era tan injusto que la bronca la paralizó.
No pudo responderle nada.
Nunca podría recordar qué pasó después, salió del lugar como una autómata y con su mente nublada. Caminó por la Avenida Libertador varios minutos sin saber muy bien hacia dónde iba, se había sacado los altos tacones y había liberado su cabello tirante para dejarlo caer n***o y oscuro sobre sus hombros. Había fantaseado con mil ideas, pero una parecía cobrar fuerza.
Sabía dónde encontrar al responsable de su despido y estaba dispuesta a descargar toda su ira en él. De una sóla cosa estaba segura, ya no tenía nada que perder