Capítulo 1

4983 Words
La ciudad amaneció impregnada de rocío, una gélida y suave brisa erizaba la piel de cualquier transeúnte, los semáforos, ocultos entre la procesión blanquecina pedían calma en un silencio inmensurable, mientras la luz de los faroles de cientos de automotores se tornaban tenues en una mansedumbre fingida, las bocinas estallaban por momentos en una gran algarabía, el estruendo de los truenos y el reflejo serpenteante de los rayos iluminaban las calles, la gente huía de las gotas delicadas de lluvia como si temieran de ellas, los paraguas tropezaban en las aceras unas con otras, las sombras de grandes capuchas semejantes a la de los monjes se abrían espacio entre la multitud, aquellos impermeables de diversos colores disfrazaban los temores de los citadinos mientras la silueta de una mujer de estatura media, caminaba sin prisa entre las avenidas, colgaba en su espalda un abultado morral, pesado quizá, porque solía inclinarse en cada paso como si llevara una joroba. Desconocía que la carga más pesada la llevaba en su propio ser…Su paragua, parecía más que suficiente para ocultarse de hasta ese momento, una simple caída de rocío. Esa mañana no manifestaba temor ni siquiera ante una impetuosa tormenta tropical. Caminó hasta la Terminal Nuevo Circo rumbo al Estado Bolívar. Diana estaba cansada de la rutina citadina, solía soñar con excursiones a montañas inhóspitas, a lugares nunca imaginados, soñaba con conquistar fortuna en medio de aventuras, alegaba para sí misma que estaba desperdiciando sus minutos de vida en una rutina exasperante que económicamente poco premiaba y que espiritualmente la derrumbaba, odiaba el estruendo esquizofrénico de las bocinas de los automotores, el smog y las manchas oscuras en las ventanas de su departamento rentado, el limitado espacio del edificio para sacar a pasear su mascota, un perro gran danés, que finalmente obsequió a una amiga del interior del país por considerar que el pobre animal tenía derecho a mejor vida, le molestaba tener que hacer las enormes colas en los autobusetes públicos y hasta la de los mismos supermercados, consideraba injusto luchar a diario, batallar sin tregua en los campos de la vida sin poder satisfacer su vena ansiosa de suntuosos bienes y placeres. Trataba en lo posible de adaptarse al sistema, pero comprendía —con cierto sarcasmo interior—que no todo lo que se trata de hacer se logra... Sabía que era necesario aplicarle verbos fuertes y decisivos a su vida. Si no lo hacía sería ella, únicamente, la agraviada. Solía sentarse en el balcón de su pequeño departamento rentado con los pies en lo alto de las barandas carcomidas por el hollín y el óxido, sus pantuflas al pie de la silla y un viejo atlas sobre su regazo el cual hojeaba con absurdo vacío durante las noches de descanso. Cerraba los ojos soñando aún despierta, se veía en otros lugares, caminaba firme por las calles de Punda en Curacao o de Oranjestad en Aruba, atravesaba, el canal de Panamá, se embarcaba a Paris, Madrid, Armsterdand, Roma, los Países Bajos, de repente aterrizaba en Caracas y recorría los llanos contemplando los amaneceres con los hermosos y coloridos ocasos rodeados de garzas blancas, luego volaba hasta la selva amazónica en donde repentinamente, algo exhausta y con su ansias de turista aventurero saciadas yacía plácida sobre las cálidas arenas de las playas orientales venezolanas. Su pierna resbaló del borde de la baranda y una sacudida para evitar caer la hizo volver en sí. Pensaba a diario que de existir la reencarnación, en otra de sus vidas debió ser una aventurera o una viajera en potencia, quien no padecía de temores, ni del mal sintomático del horroroso pesimismo, que en esta vida, del hoy por hoy tantas barreras le habría erguido. Solía preguntarse: ¿A dónde no iría si no temiera del mañana y del destructor: qué dirán? no lograba entender, la influencia que había tenido en su vida la opinión, a veces asertiva, a veces no, de la gente de su entorno, personas que erigían una enorme bandera en nombre del profundo amor que sentían por ella sobreprotegiéndola de un modo casi enfermizo, amordazando las ansias de volar que llevaba por dentro desde temprana edad. Diana siempre se comportó como una persona sensata y madura, cumplía con sus deberes de hogar, luego con los de la escuela, el colegio y finalmente los de la universidad, un ser obligadamente autómata, de comportamiento intachable, calificaciones honorables, una persona socialmente tallada a la perfección… realmente se estaba cansando de tanto protocolo para saborear la vida, su gente solía ponerle límites, alegando que, hacer cosas fuera de lo común a la familia podría traer graves consecuencias, habría que asegurar el pan diario estudiando las carreras típicas como medicina y derecho, la primera porque saldría más barato enfermarse y la segunda porque no tendría problemas con las leyes, respecto a viajar eran claras sus opiniones; simplemente un deseo superfluo que podría costarle la vida, puesto que si viajaba en un avión, podría averiarse un motor, un ala o los controles y caer en medio del mar donde seguro, los tiburones se la tragarían, si viajaba en barco, éste se hundiría, además jamás sería hallada, si de repente lograba viajar a una gran ciudad del extranjero probablemente la secuestraría una red de trata de blancas para convertirla en un ser miserable y solitario por el resto de su vida, o la secuestraría un traficante de órganos, en fin, todas las tragedias del mundo habrían de pasarle a ella. Su familia padecía el incontrolable mal del pesimismo. Su concepto personal era muy conciso, pero nunca lo promulgaba, “la vida es un transitar breve, por lo tanto, es necesario vivir aventuras en la vida, para saborearla con más deleite, pero jamás una vida de aventuras que irrumpa tu estabilidad” estaba clara que debía realizarse como persona, pero sin perder la esencia natural del ser. Estaba convencida de que en la vida se requería de buenos caminantes para forjar caminos nuevos y que, como toda edificación en construcción, alguna vez se caerían los clavos, así que creyó en su sueño dorado, creyó en sí misma, pensó en lo que dirían sus hermanos acerca del fracaso y entendió que fracasado, sólo era aquel quien nunca intentó nada en la vida. Diana, no abrigaba gran fortuna, pero tampoco era una persona desprovista de los bienes necesarios e indispensables para vivir, asumía, como consuelo propio, que era natural ambicionar riquezas para poder ostentar de ellas, además deseaba enriquecer su vida de experiencias para que años después le sirvieran para sentarse a escribir historias para sus nietos. Desechaba las opiniones de aquellos quienes en tono de consejo amable, le trazaban los designios de su vida, los veía como arquitectos de vidas ajenas, sin construcciones propias. Estaba convencida de que para hablar de la vida no bastaba con hablar, había que vivirla, dar pasos adelante buscando la mayor asertividad, posible, poner la primera piedra, idear nuestro propio edificio, soñar con los pies puestos sobre la tierra, sin importar o temer de errar o fracasar porque siempre se puede volver a empezar, mientras se quiera y se tenga vida. Así que la noche anterior lo habría pensado un centenar de veces, despedazando la idea poco a poco, como el estudiante de anatomía, que detalla parte a parte un todo, hasta que finalmente, lo decidió. Sin miedo alguno. Esa mañana ausente de sol, habría de abandonar las afueras de la gran Caracas…Llevaba consigo un pesado morral que al parecer era su único equipaje, lo colgaba de su espalda, vestía un pantalón jeans azul, unas botas de campo tipo Frazzani y una camisa tres cuarto de color rojo que hacía resaltar aún más su tez trigueña. Sus ojos negros se disfrazaban encantadoramente para lucir un verde aceituna destellante, sus labios eran pequeños, bien delineados y perfectamente ubicados en un rostro redondo. Su cabellera era una maceta de rizos frondosos cayendo sobre sus hombros, que cautivaba a los chicos del camino. Al parecer todo en Caracas estaba resuelto, ningún asunto pendiente y nadie con excepción, de su  familia aguardarían su  regreso. Luego de hacer varias escalas y cambios de transporte el último autobús del día la llevaría hasta Ciudad Bolívar, en ese momento tendría que abandonar los confortables buses por un rústico de algún modelo de antaño manchado por el común barro de la época de lluvia, cubierto involuntariamente con ramas y trozos de tallos que de seguro se anudaban en el camino. Finalmente se embarcaría y llegaría a El Callao, el conocido pueblo de las minas de oro. La carretera parecía desaparecer tras de ellos, mientras la vegetación guayanesa los arrastraba, vacilante y agitándose al vaivén sonoro del viento del sur; el verde de los costados del camino parecía emanar un fervoroso saludo acoplado a las majestuosas sabanas, los morichales y los hermosos ríos. A lo lejos, Diana clavaba su mirada en una cima gigantesca que se mostraba impetuosa y mágica a la vez, mientras pensaba: “¡La Gran Sabana!, nada, ni nadie podría describirla a la perfección, ni el mejor poeta, ni el mejor pintor, era algo mágico y solemne que nace y muere por obra y gracia del Espíritu Santo con la tierra...” El viaje se prolongó por casi cuatro horas, sus tres acompañantes y ella empezaban a padecer de cansancio, mientras que el chofer, un caballero obeso de barba larga parecía estar acostumbrado a tan arduos y obligantes recorridos. Pronto se encontraron a un costado de la señalización que anunciaba la llegada a El Callao, a sus pies un puente metálico que sirve de única entrada, construida con todas las buenas intenciones de sus moradores: con una sola vía, así que para entrar tuvieron que esperar por el paso de un camión cargado de cochinos que estaba saliendo del pueblo. Apenas bajó del rústico sus compañeros de viaje se habían alejado comunicándose en un castellano mal hablado, pues al parecer eran franceses. Bueno, pensó ella, “Aquí estoy, saboreando la libertad, conquistando aventuras en mi vida y construyendo mis propios designios en busca de la fortuna incierta”... El pueblo siempre ha tenido fama de ser una mina en potencia, todos sus moradores tienen oro en prendas o en estado natural y eso era lo anhelado, “tenerlo a toda costa” y luego largarse para no permanecer en esas tierras como los demás, pero lo que Diana aún no sabía era que sus habitantes eran lo suficientemente hostiles con los forasteros y ella, en ese preciso momento, acababa de ser uno más. Muchas miradas se clavaban en ella y no eran nada agradables, así que le sirvió para mantenerse precavida. Intentó hospedarse en algunos de los refugios más conocidos, pero su intento fue en vano, y buscar trabajo también lo fue, ni siquiera ante la oferta de tener un techo en donde pasar la noche y un plato de comida, era como si todos se hubieran puesto de acuerdo para ser personas miserables y despreciativas en pasta gigante, por último, se resignó a pasar la noche en una plaza algo abandonada que vio en la entrada del pueblo, pero antes de ello entró a una taguara para beberse una gaseosa. Entonces empezaron sus verdaderos problemas… La señora del local le informó que ella no estaba vendiendo así que la mandó al local de la esquina, parecía un lugar pobre y estaba bastante desaliñado por fuera, pero aun así, tenía aspecto de bodega, aunque la puerta principal le recordaba aquellos bares descritos en las historias de vaqueros. Medrosa, pero sedienta cruzó el umbral causando un gran ruido en las bisagras de ambas puertas, a sus pies solo se encontraba un largo pasillo oscuro y oloroso a orina, al fondo se escuchaban las voces de algunas chicas, así que continuó hasta cruzar una cortina de caracoles que cubría la entrada, apenas dio unos pasos cuando descubrió que el local era solo para hombres... Aprisa se puso en redondo para abandonar aquel sitio, pero un hombre obeso, con una emanación extraña de olores nauseabundos por sus poros sudorosos acababa de entrar y Diana terminó poniendo la nariz perfilada en su voluminoso estómago. Él llevaba una camisa de franjas horizontales rojas y su rostro tenía aspecto de marino en un naufragio, además llevaba un colmillo de oro y un pequeño diamante incrustado en uno de sus dientes delanteros. —¡Vaya, vaya, forastera! —¡Hola! –Titubeó y medrosa se alejó de él—Estaba saliendo en este preciso momento... Lamento haber tropezado con usted, señor —Ella fingió una sonrisa— Pretendía comprar un refresco, pero veo que es un bar, por lo tanto, no venden, me equivoqué de sitio, me han de haber dado una dirección errada, ahora si me lo permite, me retiraré sin causarle molestia. —Nada de eso forastera. ¡Guillermo! — Llamó en voz alta al cantinero, quien guardaba sin mucha prisa las botellas de licor de mayor valor económico al presentir lo que pasaría—Sírvale una gaseosa a la señorita y un palo de ron para mí. Quiero calentarme antes de bailar con la señorita. —¡Lo siento! Me encantaría mucho bailar con usted, pero nunca he sido buena en el baile. ¿No querría hacerle avergonzar ante tanto público? —Intentó persuadirlo. —¡Claro, que no me avergonzaría! Además, soy muy buen maestro—se echó a reír con tal ímpetu que contagió a muchos en el bar, sin embargo, alguien le observaba con el ceño fruncido, mientras daba tragos largos a su espumosa cerveza. Tenía unos ojos color miel ocultos bajo el ala de un sombrero de pana y a pesar de ser lampiño su barba mal crecida le daba aspecto de vagabundo, la jarra de su cerveza era sostenida por una mano grande y pesada, mientras bajo la mesa ocultaba las botas de campo y el pantalón jeans de color n***o, bastante embarrados, su franela blanca era lo único que cubría su robusto pecho, y parecía protegerse con una vaina que guindaba de su cintura en donde guardaba su pequeño cuchillo carnicero. —¡Gracias!, pero extrañamente no me gusta el baile, así que con su permiso me marcho. Su exuberante obesidad le impidió abandonar el salón, así que éste la tomó de un brazo y la forzó a encaminarse hasta la pista de baile. En el centro del salón, ella se balanceó hasta sacar de su morral una pequeña navaja que traía consigo y amenazándole le dijo: —¡No se me ponga difícil señor, o se las va a ver bastante fea!, así que, por su bien e integridad física es mejor que me deje salir. —¿Y Qué? ¿Me vas a hacer la pedicure con tu cortaúñas? —Soy muy ágil con mi navaja así que déjeme salir o tendrá graves problemas. El joven de sombrero de pana, la observaba meticuloso al igual que muchos en el salón, hasta que uno de ellos llegó a aludir la gallardía de Antonio, el obeso quien hasta hace un momento había dejado de sonreír ante Diana. Antonio, quien era su adversario se inclinó para sacar de su bota de corte alto un cuchillo para degollar cerdos que acababa de dejar boquiabierta a la jovencita, preguntándose anonadada, cómo es que podía caminar con severa lanza en su pierna. —No debiste salir de casa con ese juguete, ¡esto si es de verdad! —Se burló el agresor. El joven de sombrero de ala dejó de beber su cerveza por un instante al clavar su mirada en ambos. Pronto el arma fue guardada y Diana aprovechó ese momento para salir en carreras de aquel sitio, pero las robustas manos del obeso la detuvieron al pasar por su costado. A su alrededor retumbaban las carcajadas y los halagos para el machista que la detenía. — ¡Suélteme, infeliz! —Vociferó ella. —¡Muchachos, veamos como baila la forastera! — Exclamó él, mientras la tomaba en sus brazos para obligarla a bailar una pieza que antes había ordenado poner en la rocola. Diana se enfureció, levantó con fuerza su rodilla y lo golpeó en la ingle, haciéndolo doblegarse a sus pies. ¡Se lo advertí, imbécil! —Expresó en voz baja antes de dar un paso atrás, pero nuevamente él insistió y la sujetó del tobillo derecho. Diana comenzó a sudar frío, el peso de su morral parecía dominarla y su intento por liberarse de aquella pesada mano parecía llevarla al suelo, mientras todos en aquel bar se reían. El hombre de ojos color miel, ocultos bajo el ala del sombrero se puso de pie y dijo: —¡Oye, Antonio! ¿No te bastó con el golpecito? —¡No te metas, Tigre! —Vocifero. —Al igual que la señorita vine sólo a tomar algo frío, ¿por   qué la obligas a bailar si no lo desea? —¡Porque me da la gana, maldito Tigre! — Se pone de pie y se balancea contra él, lanzándole un golpe que magistralmente logra esquivar para regresar su puño cerrado con tal brío que lo lanzó de espaldas a una de las mesas servidas con cervezas. Cuando aquel hombre a quien todos llamaban el Tigre, acabó con Antonio, en aquel recinto no había rastro de Diana, quien había abandonado el bar tan rápido como pudo… Cuando pensó en estar lo suficientemente lejos se detuvo y jadeante se apoyó en un árbol de tamarindo que adornaba un costado de la calle principal. — ¡Gracias a Dios, me libré de esta! — Pensó. «¿Aventurera? ¿busca fortuna? ¡nada y más y nada menos que en El Callao! ¡Sólo a mí se me ocurre semejante locura! — Alcanzó a reprocharse en voz baja. —Las aventuras no son para las mujeres —Comentó el joven que la acababa de salvar. Su voz grave, causó en ella gran sobresalto, así que temerosa enderezó su figura y presionó en el puño derecho su pequeña navaja. —Lo que le dijo Antonio, es cierto, esa navaja no le sirve de nada, ni aquí en El Callao ni en ninguna otra parte—Extendió su mano y sin expresión en su rostro le dijo: —Soy Carlos, mejor conocido como el Tigre, para servirle —¡Un placer señor! ¡Me puede llamar Diana! —...Bélica— Murmuro él. Sonrió. Ambos estrecharon la mano, pero ella no decía otra cosa más que “gracias”, mientras clavaba su mirada tímida y femenina en aquellos ojos de brillo extraño; sintiéndose ridícula por su comportamiento retiró su mano de las de él y las guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. Carlos solo la observaba y hacía preguntas acerca de su procedencia y especialmente de las razones que la habrían llevado a un pueblo como El Callao. Al darse cuenta de que era una busca fortunas más se bufó como si se tratase de un buen chiste, Diana se molestó ante su actitud burlesca y continuó en camino a otra dirección. —Señorita, si quiere le puedo prestar mi cuchilla. —No, gracias. No estoy dispuesta ni a matar, ni a que me maten, así que muchas gracias señor. Se marchó, dejándolo sentado en una banca cercana. La noche llegó pronto, era como si oscureciera mucho más rápido que en otros lugares de su país, la gente era muy hostil y sus esperanzas se derrumbaban al ritmo de la tarde, así que decidió regresar al mismo sitio en donde había dejado a su héroe, quien aún permanecía allí, sentado en el espaldar de la banca y con los pies en el sentadero mientras fumaba algunos cigarros importados. —Es tarde y la gente no quiere forasteros… ¿Podría Usted ayudarme? — Preguntó en voz baja, con gestos de dureza en su facciones, como quien no desea doblegar su orgullo. —¿Tiene hambre? —¡Bastante!, ¡Me comería un Tigre! —¡Ten cuidado conmigo!...Podría indigestarte —Sonrió para evadir el rubor que había producido en la señorita, entonces ella se animó con el comentario y le correspondió. —¡Vamos, te llevaré a comer! —No creo que pueda, y si logra conseguir algún sitio me sacarán un ojo de la cara con los precios. Carlos le sonrió y sin dejar de fumar su cigarro le pidió que lo siguiera. Minutos más tarde estaban sentados en una tasca, degustando un delicioso arroz con pollo acompañado de una yuca extremadamente blanda y una deliciosa ensalada… Diana no terminaba de entender el porqué de tal desprecio, llegando al punto de negarle todos los servicios turísticos. —¿Por qué? —Preguntó al darle un sorbo a su refresco. —¿Por qué, qué? —¿Por qué me negaron en todos los sitios un maldito plato de comida? ¿Acaso mi dinero no vale? —Es regla. Nada de nada para los forasteros. —Entonces, ¿será posible que usted me consiga una posada? —Imposible. Es regla. Si el forastero soporta una semana con la hostilidad del pueblo, se queda, si no se va…Pero puedo hablar con una vieja amiga. Paso las noches en su casa cuando vengo al pueblo, la verdad es que mi hogar está en el interior de la selva. —… ¿Por qué se toma tantas molestias conmigo? —Su rostro dubitativo escudriñaba en aquellos ojos masculinos— también para usted soy una forastera. Debería usted, rechazarme como los demás. —Me gusta ser cortés, además no me parece correcto que usted siendo una niña tan bonita pase la noche en una banca de este desalmado pueblo…Tampoco creó en concepciones pueblerinas. Aquí todos se conocen y cuando alguien desconocido llega, lo estudian, lo observan, escudriñan cada segundo de su permanencia, es así como se cuidan de los ladrones, pero de verdad, no necesito observarla mucho. Puedo percibir su honradez, pero le aseguro que muchos de aquí no. Ambos acabaron de comer. La noche caía aprisa —Bueno señorita, es todo lo que puedo hacer por usted y eso si usted logra poner de un lado su desconfianza y acepta mi ayuda. —No veo por qué debo tenerle confianza, pero tampoco me parece sensato despreciar su ayuda.   Era bastante obvio que ante la única opción Diana tendría que verse obligada a aceptar su ayuda y seguirle tras un sendero de tierra que cada vez se alejaba más y más del pueblo. Las luces se hacían escasas, cesaban con cada paso su brillo y la noche con su manto oscuro amenazaba en caerle encima. Las luciérnagas iban y venían al ritmo de los grillos y los anfibios. Las estrellas se ocultaban tras los matorrales…Los ruidos de la noche retumbaban enormemente. La joven comenzaba a dudar de aquel sujeto, así que medrosa y consternada en su interior, preguntó con voz dubitativa: —Oiga, Usted, Tigre, digo, disculpe, quise decir Carlos. ¿Falta mucho camino para llegar? ¿O es que vamos rumbo a la selva? Carlos sonrió, separándose aún más de ella murmuraba lo cerca que estaban de ese lugar. La luna seguía cada uno de sus pasos, sigilosa y misteriosa a la vez, creando un ambiente lúgubre que amedrentaba a la joven aventurera. Diana iba a reprochar sobre las mentiras cuando a lo lejos vio con dificultad los faroles de una vieja casa de barro cuyas paredes amenazaban con desplomarse al soplar el viento, y el techado de palma por atraparlos como si se tratase de un gran hongo.   —Aquí debe ser – Suspiró Diana tras secar su frente sudorosa con el dorso de la mano. Una señora pequeña, encorvada y de cabellos grises que lucía una desgastada cinta azul, abría de par a par sus brazos cuyos pliegues de piel caían uno sobre otro cubiertos por pequeña pigmentación blanca. A medida en que se acercaban el cristalino desgastado de sus ojos definían más sus formas y la coloración grisácea era más bien blanca en torno a lo que debieron haber sido una hermosas, pupilas azules. El calor emanado por su sonrisa en medio de una mirada prototipo de la fatiga visual.—¡Ah, muchacho del carrizo! estaba ahorita pensando en usted,  y la preocupación me mataba. Ya creía que se había ido a meter tan tarde a esos matorrales. - No, Efigenia, parto mañana, después que consiga las provisiones, trataré de que sea muy temprano,  también me cuidó mucho Efigenia. La presentación fue muy corta. Él la sujeto de uno de los brazos y se metió al interior del bohío. La señora se movía despacio y parecía alegre por la visita de el Tigre. Tal parecía ser alguien muy cercano a él por la forma en que tomaba sus mejillas y las palmeaba. Por un momento le pareció verlo avergonzado cuando se expuso a un apretón cariñoso de sus mejillas. Él le explicó la situación en que se encontraba la señorita y le pidió recibirla en su casa por lo menos esa noche mientras lograba ubicarse en algún lugar. Luego de la conversación privada reinó la amabilidad sincera de la anciana quien gentilmente le ofreció a beber junto al Tigre una taza de fororo caliente. Las hojas secas de los alrededores se hacían sentir con el soplar lerdo y apacible del viento nocturno, los sapos se unían en su típica orquesta tras los charcos de lluvia, los reptiles venenosos se arrastraban entre las gigantescas raíces y en los debiluchos ramales, la luna llena se ocultaba momentáneamente tímida tras los matorrales en una copla silenciosa impregnada de monotonía.   En el interior de la casa de barro no se sentía la brisa, era como si por un momento dejara de soplar, el chinchorro en donde dormiría estaba listo, el tigre se las había arreglado para colgar los dos uno muy cerca del otro. De seguro, esa era la pieza en donde el Tigre pernoctaba durante su permanencia en el pueblo. Mientras tanto Diana había entrado al baño que estaba en el traspatio, era un cuartito rodeado por láminas de zinc y desprovisto de techo alguno.El agua salía de una larga tubería que apenas se dejaba ver por las grandes conchas de óxido que la invadían. El agua estaba fría y refrescante. Acabado su baño peinó su cabellera, luego de haberlo secado con una toalla. Caminó despacio hasta la entrada de la casa y al cruzar el umbral se topó con la silueta del hombre de los ojos más cautivantes que haya visto antes, quizá no había tenido tiempo para detallar sus pupilas y deleitar sus propios ojos con aquel brillo viril tan mágico. Estaba sentado con el espinazo pegado a la pared de barro, las piernas dobladas como dos grandes pirámides, mientras deleitaba sus labios con la sonoridad de una armónica. Ella percibió su éxtasis al darse cuenta de que sus ojos se cerraban parpadeantes ante su melodía, así que trató de cruzar la puerta en silencio, pero su intento fue vano porque al instante de dar el primer paso Carlos despertó de su ensueño sonoro. —Disculpa, no quise perturbarte...Tocas muy bien la armónica, ¿Por qué no sigues? —No te preocupes, no me has perturbado… ¿Qué tal estuvo el agua? —¡Deliciosa! ¡He quedado como nueva!.. Ella calló el tiempo suficiente para meditar hasta que por fin preguntó: —¿Por qué le llaman “El Tigre” ?, ¿acaso es usted tan peligroso como ellos? Carlos pareció molesto por aquella pregunta, sin embargo sólo cambió de posición y llevó de nuevo la armónica hasta sus labios para responder en baja voz: “Porque vivo con ellos”—¿Con quién? – Indago distraída. —¡Con los Tigres! ¿Con quién más cree? Esos animales son mejores que los humanos y se manejan muy bien si se les doméstica. Cuando quiera aventuras de verdad, ¡métase en la selva, allá las aventuras sobran! —¿El Oro?, ¿Cómo lo consiguen? — Preguntó con cierta arrogancia y un cólera en sus facciones que se ganó de inmediato su repudio. —¡Busca Fortunas!, tan miserable como todos los demás, pequeños o grandes ladrones que sólo quieren extraer el plasma de la tierra. —¡Miserable, usted!, Además ¿usted no extrae oro como todos los demás? —reprochó a la defensiva. —El oro que tengo la naturaleza me lo ha obsequiado voluntariamente…—respiró profundo tras una corta pausa— Lo vomita a mis pies. Soy tan afortunado por ello, que el día que lo desee puedo largarme de aquí y comprar una red de suntuosos hoteles y restaurantes juntos. —¡Perfecto! ¡A Dios gracias por su suerte! ¿pero no cree que es demasiado vanidoso y egoísta al creerse el único afortunado sobre la faz de la tierra? Si es así, vaya bajándose de esa nube —se inclinó exasperada hacia él— Porque vengo a formar parte de ellos —La selva sabe a quién le entrega sus riquezas. ¡Aventurera!, ¡Ja! ¿Cómo es que pretende lanzarse en un mundo de aventuras cuando ni siquiera sabe cuidarse a sí misma? Si no es por mí, Antonio la hubiera hecho suya, créame que es muy famoso por eso, ¡Mujer tenías que ser! Ahora que lo pienso mejor…Me pregunto ¿por qué no te quedaste en tu ciudad, trabajando para lo que estudiaste? — Insistió mientras daba algunos pasos hacia ella y de mala gana tomaba su mano derecha en donde llevaba puesto en uno de sus dedos un anillo de graduación universitaria. Con sus pómulos rígidos de enojo por aquella discusión y sin elevar el tono de voz soltó la débil mano lejos de él— ¿O es que acaso ese anillo es prestado?... ¿Acaso no te sientes capaz de trabajar tu futuro en lugar de venir a aventurarte y conseguir las cosas, entre comillas, querida jovencita: fáciles?
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD