—No le permito que me hable de ese modo, las decisiones que haya tomado o que tome son solo de mi incumbencia y no tiene por qué inquietarse por ellas, y mucho menos usted, un simple montuno, lleno de barro inmundo y de mal vestir.
Diana realmente estaba molesta, su rabia emanaba por sus pupilas verdes, la comisura de sus labios temblaba al igual que sus manos, de enojo.
—No debería guiarse por las apariencias señorita—murmuró el joven con cierto aire de nostalgia.
—Usted tampoco.
—… ¡Ya basta! háblame de ti, porque en realidad no sé si usted es o no, una ladrona o peor aún una agazapada ninfómana de atar. Sin darse cuenta cuándo, Carlos sintió la mano pesada y cálida de Diana en una de sus blancas mejillas. Diana lo había bofeteado y Carlos solo guardó silencio con los párpados caídos.
—Me cedió su techo porque dijo que podía respirar mi honradez, entonces por qué es tan canalla como para decir, lo que acaba de decirme. Carlos le dio la espalda, se sentó de nuevo con el espinazo pegado a la pared, tomó su armónica entre sus manos y la llevó hasta sus labios, soplándola para emitir su sinfonía mientras sus párpados estaban caídos. Por unos segundos la tocó y al sentir aún la presencia de Diana la arrebató de sus labios y le dijo: — ¿Y Qué espera que no se va a dormir?
—¿Y usted que espera que no me contesta?
Carlos se puso de pie, caminó hasta el marco rudimentario de la puerta, le dio la espalda y fijó su mirada en la oscuridad de los matorrales; mientras se paraba en forma de jarra, suspiró. — ¿Por qué eligió El Callao para sus aventuras?
—¿Acaso, no es obvio?, ¡por el oro!,… Como verá nunca me ha gustado mentir y le soy sincera a usted, y a quien venga: “Vine con las intenciones de llevarme unas buenas piedras doradas”.
—Bien, siendo así, ya me cansé de usted, ya escuché demasiado, muchachita, así que es mejor que regrese al cuarto y duerma bastante, ¡ah! y le recomiendo controle su mano, es bastante sueltecita.
Diana estaba encolerizada, sus orejas se enrojecieron al igual que su rostro, temblaba de rabia, pero aun así se retiró, le pareció sensato no seguir allí, frente a ese cúmulo de músculos viriles, que de una u otra manera comenzaba a agitar algo en su interior que no entendía lo que era, si sería un holocausto de pasiones clandestinas o la esencia para encender otra guerra mundial en su terreno…
Le dio las buenas noches a la amable señora, quien nada tenía de parecido al arrogante y petulante Tigre y se dispuso a subir al chinchorro en donde descansaría esa noche, era la primera vez que dormía en una de esas cosas, así que le fue bastante difícil subir y acomodarse en él. Minutos más tarde entro él, su silueta se veía en la oscuridad como una estatua gigante, robusta y esbelta a la vez, pero con pasos toscos que retumbaban de una manera extraña en los tímpanos de Diana. Él se descalzó y sacó de su
pierna el largo cuchillo que Diana había visto antes. Lo colgó en un clavo de la pared de albareque y logró acostarse en su chinchorro con mucha facilidad.
«¿Será que no hay otro lugar en donde éste pueda dormir?» Pensó gruñendo bajo las sábanas «bueno, después de todo en este lugar yo soy la intrusa» – Ante la aceptación de tan dura verdad, mordió sus labios e intentó darse vuelta, pero al hacerlo cayó al piso de tierra.
La risa burlesca de Carlos, no se hizo esperar, se oía su risa restringida por su puño en el intento vano de no ser escuchado.
—¿De qué se ríe imbécil? ¡Cállese ya! ¡Claro, qué cortés y caballeroso puede ser un montuno como usted! ¡No sería capaz ni de recoger a su propia madre del piso!
—Será mejor que no tiente tanto al Tigre. En cualquier momento le mete un zarpazo… ¡Buenas noches, niña!
Diana no entendía que estaba pasando con ese hombre tan arrogante, no entendía por qué la molestaba tanto después de haberle cedido su mano, mientras Carlos, comenzaba a sentir un deseo de protección ineludible para aquella jovencita briosa, pero de mirada encantadora, aunque retaba su interior por la gran mezcla de sensaciones que empezaban a bullir y disiparse a través de sus poros. Pernoctó contemplando su silueta femenina sobre el chinchorro, con pensamientos vagos acerca de quién más loca que ella podría tomar la decisión de meterse a garimpeira…La contempló por largas horas imaginando quizá su silueta a la luz del día, la contempló hasta que sus párpados cayeron vencidos por el sueño y el cansancio del día.
La luz del sol mañanero se filtraba por las ramas mal colocadas de palma en el techado, en minúsculos espacios que en épocas de lluvia serían un gran problema. A Diana la despertó un rayo de luz fuerte sobre su rostro, presurosa al mirar su reloj y darse cuenta de la hora se lanzó del chinchorro
y cayó de pie. Parecía sobresaltada. Levantó del piso la sábana que Carlos le había colocado para dormir, la sacudió y doblándola la dejó sobre una mesa chueca que estaba como abandonada en un rincón del cuarto. Se lavó el rostro en el mismo baño en donde se había refrescado la noche anterior.
—Buenos Días— Le dijo Diana a la anciana, quien le contestó con una voz melodiosa, mientras le servía desayuno, y la incitaba a tomarlo con una sonrisa sincera que permitía ver toda su rosada encía carente en su mayoría, de dientes.
Diana comenzó a degustar un par de arepas y una taza de café humeante.
—¡Están sabrosas sus arepas, señora Efigenia!| Muchas gracias… ¿Y el Tigre? Cuando desperté ya no estaba.
—Tuvo que ir al pueblo en busca de algunas cosas para llevar a la selva esa, en donde se la pasa metió— Comentó la Señora Ifigenia mientras mascaba el agua.
—También voy a partir a la selva. Tengo que ir allá. Dicen que hay muchas probabilidades para conseguir oro.
—¡Ah, pobre niña! — Expresó con lástima— a usted también la trajo la fiebre del oro, ¡Eso es peligroso! Aquí todos los mineros son
hombres y no he visto mujeres entre ellos al menos que sean sus mujeres.
—No vengo a unirme a ellos. Quiero encontrarlo por mi propia cuenta.
—Es todavía más peligroso. Usted no conoce el pueblo, mucho menos esos matorrales… ¿Por qué no le dice a Carlos que la llevé con él? Le aseguro que mi tigrito es la persona más adecuada para llevarla, además es el hombre que más oro ha llevado al banco del pueblo. Él sabe dónde hay y dónde no hay esas pepitas.
—Lo que ocurre señora es que ese señor y yo tuvimos ciertas diferencias y no creo que acepte ayudarme.
—¡Claro, que mi tigrito aceptará!, yo le diré y no va a importar las diferencias que hayan tenido…