Capítulo 5

1424 Words
La madre de Estefanía terminaba de empacar la ropa de maternidad que su esposo había comprado para su hija y que les hubiera permitido vencer el tedio de la tarde, los mellizos acababan de comer y estaban dormidos cuando llegó Antonio. Saludó a su suegra, que salió de la habitación como un demonio que ha visto al sacerdote aproximarse, luego observó a los recién nacidos y besó a su esposa en la frente. Tenía el rostro de un día difícil. Se sentó a un costado de la cama. —¿Cómo te has sentido? —Mucho mejor. Mañana el médico debe darme el alta. —¿Hablaste con tu mamá sobre irte a pasar un mes en su casa? —Sí. Papá me compró ropa y otras cosas para este primer mes. Nos iremos apenas me den la salida. Pese al cansancio que doblaba sus hombros, Antonio se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Era un cuarto amplio, de cortinas gruesas y tapete. Lo había pagado el padre de Estefanía, el señor Sartori, que no quiso ni oír a su yerno cuando le dijo que se encargaría de los gastos hospitalarios de su esposa. No insistió y el viejo pasó su tarjeta dorada. —¿Sabías que es el primer caso de gemelos en mi familia? —era lo mismo que había dicho la madre de Estefanía—. Me pregunto si en la tuya hay antecedentes. —No. También es el primer caso. —Extraño, ¿no? —¿Qué tiene de extraño, Antonio? Alguna vez tuvo que haber una primera pareja de gemelos en el mundo, y no son tales. Son mellizos, no se parecen. Antonio regresó al lado de la cama y se sentó. —No hemos hablado de los nombres. —Héctor y Marco. Se llamarán así. Estefanía conocía en demasía a su marido. Sabía que estaba al acecho, que su conversación, aunque sonara casual, tenía el propósito de analizar el terreno y ella se encargaría de mostrarle que cualquiera que fuera su verdadero propósito estaba preparada para enfrentarlo. —¿Y cuál es cuál? —Héctor es el moreno y Marco el mono. Antonio pudo detectar la espesa niebla que emanaba el humor de su esposa. Inclinó los labios en señal de aprobación. —¿Y serán solo Héctor y Marco? —Héctor David y Marco Alfonso. —¿No es más común Marco Antonio? —Odio a la gente que pone el nombre de alguno de los padres a sus hijos. —Creo que mi padre se llamaba David, ¿o era Daniel? Antonio nunca conoció a su padre y no era el tema favorito de su madre. —Me siento agotada. —Bueno, cariño. Me alegra saber que ya estás mejor —besó su frente—. Adiós Héctor, bye Marco. Después de que lo vio salir tomó su celular y en vista de que su madre tampoco ingresaba a la habitación, buscó lo que desde esa tarde deseaba averiguar. Tecleó “mellizos de distinto padre” y vio que sí era posible. Sergio llegó pasada la medianoche, apestaba a alcohol, aunque no estaba borracho. Marcela lo recibió en pijama y le ofreció un café n***o, que aceptó. Mientras ella preparaba la bebida, él le contó lo que le había dicho Antonio. —Me preguntó qué hacía Estefanía en mi apartamento. —¿Así? ¿Tan directo? —No, estoy acortando. Si has hablado con él, te darás cuenta que primero le gusta hacer charla e irse como a los costados, antes de tocar el tema que en verdad le interesa. —No, no he hablado mucho con él. Solo lo necesario, como amiga de su esposa, pero entonces, ¿qué le dijiste? —Lo que acordamos. Lo de las mancuernas. Si lo conozco, como sé que es, quedó convencido, pero me preocupa que le pregunte lo mismo a Estefanía y ella diga otra cosa. Marcela se llevó la mano a la cabeza luego de vaciar el agua en la cafetera. —Había esperado advertirla cuando volvíamos, pero fue entonces cuando llegó Antonio. —Saliste corriendo. Estabas tan apurada que me preguntó si sabía algo. —¿Qué le dijiste? —Eso fue fácil. Que ibas tarde al trabajo. Marcela hizo una mueca. —Lo peor es que era verdad. Ni te imaginas el día que tuve porque llegué quince minutos tarde. Mi jefe me odio y se encarga de recordármelo cada vez que puede. —Ese trabajo tuyo es muy malo, deberías dejarlo. Mientras depositaba el café en el filtro, Marcela miró con impaciencia a Sergio. —Sabes que lo necesito. Escribir todavía no me da ni para comprarme una menta. Sergio se apoyó contra el marco de la entrada de la pequeña cocina. —Sabes, el negocio está despegando, me empieza a ir bien. Esta noche hablaba con unos clientes que tienen inversiones en varios países… —Mira que todavía estoy a tiempo de echar jabón en tu café. —No, no me entiendes. No me regodeo, es solo que podría darte un trabajo. Las cejas de Marcela se levantaron y prendió la cafetera sin dejar de mirar a su amigo. —Tal vez no es lo que más te gustaría, porque sé que quieres ser escritora y todo eso, que lo tuyo son los cuentos y las novelas… —Suéltalo. ¿Qué es? No puede ser peor que servir lattes a hombres guapos que resultan estar con una influencer. —¿Qué? ¿Cuál influencer? —Olvídalo. —Bueno, te decía. Sería como redactora de catálogos. El rostro de Marcela se iluminó con más potencia que la cafetera que acababa de encender. —¿Es en serio? ¿Tienes un puesto así? —El nombre técnico es otro, déjame lo pienso —Sergio apoyó la mano en su barbilla y en ese instante Marcela lo vio transformado. Por menos de lo que dura un pálpito, aquel hombre recostado en el marco de la entrada a la cocina, meditativo, dejó de ser el que apestaba a alcohol y perfume barato para convertirse en el exitoso hombre de negocios del que, seguramente, Estefanía se estaría enamorando—. Creador de contenido, ya me acuerdo. —Un content writer, sí, ya me suena. —¿Qué pasa? ¿No te parece mejor que el trabajo que tienes? La propuesta era fantástica, pero era otra cosa la que había desanimado a Marcela. Creía saber de qué se trataba, pero no estaba segura de querer afirmar que era eso. —No, no e malinterpretes, claro que me encanta y lo supera en exceso, de hecho, alguna vez pensé en trabajar como creadora de contenido, pero es un trabajo freelance que, al comienzo, hasta que no cojas nombre y clientes, no te da ni para pagarte los servicios públicos. —Sabes, ahora que lo mencionas, creo que todos los trabajos como independiente son así. Era cierto y las palabras de Sergio llevaron a la memoria la imagen que, hasta hacía menos de un minuto, Marcela tenía de su amigo. Cuando empezó su emprendimiento, incluso antes, siendo un estudiante de administración de empresas, compañero de clases de Estefanía, Sergio era el amigo al que se quería incluir en un plan que incluyese a otros amigos. Con él nunca había silencio, la charla y el buen ambiente estaban asegurados, las anécdotas extravagantes y jocosas que podían repetirse una y otra vez sin perder nunca su gracia, siempre que fuese él quien las contara. En cada aparición suya, llegaba con una conquista diferente, una amiga novia romance amante, caso complicado, con la que terminaba y nunca se volvía a saber de ella, pero eso sí, nunca flirteó con Estefanía o con Marcela, a las que siempre tuvo por encima de sus conquistas pasajeras. Con ellas era el más excelso caballero y mejor amigo. Ahora resultaba paradójico que fue a través de Estefanía que Antonio conoció a Sergio. —¿Qué te pasa? Planeta tierra llamando a Marcela, ¿hola? —Lo siento, lo siento. Creo que ya está el café. —¿Entonces? ¿Te anima la idea? Puedes coger la experiencia en la empresa y cuando ya veas que la tienes, sigues tu rumbo, o si lo de escribir se te da antes, me dices, no te vayas a sentir comprometida… Marcela sirvió el café sin escuchar a Sergio y lo hizo rápido porque creía que en cualquier momento podía dejar caer la taza. Cuando se la pasó lo miró a los ojos y entonces hubiera querido poder besarlo.
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