Pasó una semana desde el nacimiento de los mellizos, a los que todos empezaron a llamar como tales, cuando no se referían a ellos por sus nombres: Héctor y Marco, o el moreno y el rubio, como solía referirse a ellos el abuelo materno, el señor Ignacio Alarcón, un hombre que siempre calló sus sentimientos, del que se decía que no era capaz de llorar ante la muerte de cualquier de sus familiares, incluidas su esposa y su hija, pero sí cuando bajaban las acciones de la compañía o perdía su equipo de fútbol.
—Lloran mucho, en especial el morenito —se quejaba don Ignacio cada que tenía oportunidad de oír llorar a sus nietos—. Por qué no traen a Valeria, que con tres hijos debe saber cómo hacerlos menos llorones.
Se refería a su hija mayor, hermanastra de Estefanía e hijastra de doña Estela. También, siempre que podía, recalcaba el hecho de que a Valeria “todo lo sabía”, hasta lo que no se había inventado o descubierto.
—Valeria está en Nueva York, papá —contestaba siempre Estefanía mientras se encargaba de arrullar entre sus brazos al mellizo que estuviese llorando más. La enfermera o su mamá se encargaba de tranquilizar al otro. Resultaba, sin que fuera consciente de ello, que siempre levantaba a Héctor—. Quiero darles pecho —le decía enseguida o bien a la enfermera o a su madre, dependiendo de cual de las dos estuviera con ella en ese momento.
—La leche materna es la mejor fórmula —contestaba la enfermera.
—La fórmula los llena. Con el pecho no sabes ni qué cantidad les has dado —contestaba doña Estela.
Así, dependiendo de con quien estuviera, Estefanía tomaba el biberón o descubría uno de sus senos.
—No me gusta como tu papá trata a Héctor —era la nueva frase de conversación favorita de doña Estela—. Le he dicho hasta el cansancio que debe tratarlos a los dos por igual.
—Exageras, mamá. Yo veo que los trata igual a los dos.
—Siempre está acusando a Héctor de llorar más. No quiero pensarlo, pero creo que es porque es moreno.
Estefanía empezaba a intentar desmentir a su madre, aun sabiendo que era inútil, pero lo hacía como para acallar también su propia culpa porque sabía, por lo que había leído sobre los mellizos de distinto padre, siempre a escondidas y con el temor constante de ser descubierta, que Héctor era hijo de Sergio y Marco, de Antonio.
—A mí, por el contrario, me parece que Marco es más llorón y que es Héctor el que lo hace llorar.
Estefanía se reía como para desacreditar a su madre, pero también en eso sabía que tenía razón. Ella lo había notado. Pese a su cortísima edad, empezaba a hacerse notorio que Héctor dominaba a Marco. Empujaba a su hermano para quedar más cómodo en la cuna, estiraba con mayor insistencia los brazos para ser cargado por su mamá y hasta parecía que succionaba de más -cuando ella le daba pecho- con el solo propósito de no dejarle alimento a su mellizo.
—¿Tu qué piensas, Antonio? —preguntó Estela a su yerno, que pasaba todas las tardes a visitar a su esposa e hijos.
—Creo que van a ser unos excelentes hermanos.
A Estefanía le incomodaban las visitas de su esposo y hasta sentía que le dolía el estómago cada vez que se acercaba la hora en que solía visitarlos. Los calambres se prolongaban durante las dos horas que dedicaba a su familia y se iban tan pronto como él lo hacía. Todavía no estaba segura de lo que Antonio sospechaba o sabía y eso la mortificaba más. Después de instalarse en la casa de su madre, Marcela la había llamado.
—Sergio dijo que ibas a recoger unas mancuernas —le dijo cuando llegaron al verdadero motivo de la llamada.
—Le dije que habíamos quedado en ir a almorzar. Si llega a sacar de nuevo el tema, añadiré lo de las mancuernas. Gracias, amiga.
Al final, no había resultado tan grave la versión distinta del motivo por el que Estefanía había empezado su labor de parto en el apartamento de Sergio.
—Vi la publicación en f*******:. Son hermosos, te felicito.
—Gracias, Marce, pero seguro notaste lo que me tiene inquieta.
Aunque hablaban por celular, a Estefanía le dio la impresión de que su amiga se mordía el labio.
—Uno de ellos es moreno y se parece a Sergio.
—Bueno, lo de parecerse, no sé, todavía es muy pronto —metida en el baño del que hubiera sido su cuarto de soltera, Estefanía debía hacer un doble esfuerzo para escuchar cualquier sonido externo y hablar casi en susurros—. Los bebés y los niños cambian muy rápido y a veces se parecen a un familiar o a otro. Pero sí, aquí todos están extrañados de que Héctor sea más trigueño que su hermano.
—¿Sabes de morenos en tu familia?
—Por el lado de mi mamá sé que no los hay, pero del lado de mi papá no estoy segura. Sabes que todo lo relacionado con él es un misterio.
—Fani, tengo que ir a visitarte y que hablemos. También te tengo una gran noticia.
—Cuéntame, ¿qué es?
—Sergio me ofreció trabajo y acepté.
Ahora fue Marcela la que creyó ver a Estefanía mordiéndose el labio.
—Excelente.
Fueron notorios los celos de la nueva mamá.
—Bueno, Fani, te dejo que ya me están mirando como si solo me dedicara a hablar por celular en el trabajo.
—Avísame cuando vayas a venir. Adiós.
Había pasado una semana y Marcela no había ido a visitarla. Solo le enviaba mensajes por w******p con alguna anécdota tonta de sus compañeros de trabajo o con quién había almorzado ese día, incluido, en una ocasión, Sergio. Cuando podía estar sola en el baño o mientras se duchaba, Estefanía lloraba y sentía estar al borde de la desesperación con todo lo que le estaba pasando.
La publicación de los mellizos casi le destrozó el corazón. Frente a él estaban sus hijos, sin que pudiera hacer nada para levantarlos, abrazarlos, darles un beso y llamarlos como tales. O sí podía, siempre había opciones, pero de intervenir, destruiría relaciones, acabaría con vidas, quizá, incluida la de esas criaturas que ahora observaba. Soltó la tablet cuando sintió una lágrima rodar por su mejilla. Lo hizo a tiempo para disimular su congoja frente a Julie, su secretaria, que entró a su oficina sin avisar.
—Los señores de la tienda deportiva acaban de llegar —dijo sin apenas mirar a Sergio, con los ojos puestos en la tablet que usaba para administrar su agenda—. Y Carol ha citado una reunión de marketing, por si quieres asistir.
—Me recuerdas, ¿cómo se llama la tienda? —preguntó Sergio mientras se colocaba la chaqueta.
—Venus Fitness. Son los de ropa deportiva para mujeres.
—Ah, sí, ya recuerdo. Clientes importantes. ¿Ya los hicieron pasar? ¿Los están atendiendo?
—Están con Carol en este momento.
—Bien. ¿Qué hay del almuerzo?
—Hoy lo tienes libre, pero mañana…
—Dile a Marcela, la nueva, que me gustaría almorzar con ella.
—Perfecto. Ya se lo comunico, ¿alguna otra cosa?
—Sí, la tableta.
Julie se la pasó mientras Sergio salía de su oficina.
Al recorrer los pasillos hacia la sala de juntas, se fijó que solo había dos hombres más, aparte de él, en aquel piso. Uno era un pasante, creía, y el otro el mensajero. Todos los demás puestos de la empresa estaban ocupados por mujeres. Recordó que, cuando era un niño y se paseaba por la empresa donde trabajaba su papá, las únicas mujeres que veía eran la secretaría y la señora de los tintos. Pensó, con una sonrisa, qué impresión se llevaría su padre si fuera él quien ahora recorriera esos mismos pasillos. A través de los cristales que enmarcaban la sala, vio a Carol, de marketing, hablando con los representantes de la cadena de tiendas Venus Fitness: un hombre, de no menos de cincuenta años, y dos mujeres, de no más de cuarenta.
—Les presento al señor Sergio Molina, nuestro CEO —dijo Carol.
Se estrecharon las manos entre sonrisas.
—Venus Fitness está listo para unirse a nuestra familia. Ahora mismo les estaba mostrando los detalles del contrato.
La reunión se extendió hasta la hora del almuerzo y terminó con la promesa de una cena para celebrar el acuerdo.
—La señorita Marcela te está esperando —dijo Julie cuando vio a Sergio salir de la sala.
—Perfecto. ¿Qué tan ocupada tengo la tarde?
—Solo la reunión que citó Carol.
—¿Nada más?
—Estás libre, jefe.
Marcela lo esperaba al pie del ascensor y cuando sus miradas se cruzaron, le pareció que ella se sonrojaba.
—¿Qué tal ha estado la mañana?
—Bien. Algo ajetreada, pero bien.
Subieron al ascensor y la notó nerviosa, como si se estuviera fijando en qué hacía él antes de atreverse siquiera a respirar. Lo atribuyó al hecho de que ahora fuera su jefe y esperaba que aquello no resultara dañando su amistad. Para él, Marcela se había ido convirtiendo en una confidente, tanto que fue la primera en saber, por su boca, del amorío que empezaba a sostener con Estefanía.
—¿Vamos a D´aggi?
Era un restaurante costoso, al que solo iban a almorzar los más altos ejecutivos de la zona. Vio que inclinaba la mirada. No era la misma que le hubiera dicho «¿Cómo se te ocurre? Con el precio de un plato en ese sitio pagamos el almuerzo de una semana y una ida a cine con cena incluida. ¡Mejor invítame a ese plan!».
—Bueno. Me parece, bien. Gracias.
Estaba hecha una escolar con él. Solo le faltaba decirle que su mamá no la dejaría llegar en el vehículo de un extraño.
Camino al restaurante, se preguntó si no serían los eventos con Estefanía los que la empezaban a poner así. Esperó que no, porque necesitaba hablar con ella sobre ese asunto y, más que nada, necesitaba a su amiga, no la tímida oficinista que parecía caminar a su lado. El maitre conocía a Sergio y se encargó personalmente de asignarle una mesa junto a la chimenea. Enseguida les ofrecieron una copa de vino blanco y el mesero del pasó la carta.
No era la primera vez que Marcela iba a D´aggi, ya en otras ocasiones había comido allí con Estefanía, cuando se comprometió con Antonio (un recuerdo muy apropiado para ese momento). Pidió los ravioles de cangrejo y Sergio se inclinó por un risotto con atún. Brindaron y se sintió tan torpe que también se ruborizó. ¿Qué le ocurría? Desde esa anoche en que Sergio le propuso el puesto, inclinado en el marco de entrada de la cocina, estaba hecha un manojo de nervios con él. Ya no era auténtica, veía que todas sus palabras, gestos y hasta forma de caminar empezaban a tener un propósito, uno en el que era insegura, con el que siempre se había sentido torpe e improvisada pero que, para su desgracia, había tenido que usar en tantas ocasiones que eran ya incontables (y tampoco era que estuviera interesada en recordarlas, de hecho, prefería olvidarlas) porque debió encargarse de hacer aquello que los hombres no hacían con ella: conquistarlos.