No se consideraba fea, más bien “genérica”, un 6, quizá un 7 para algunos. Un rostro común, de ojos oscuros, no muy expresivos, tampoco inexistentes, afeado tal vez por una nariz que no era grande, pero le parecía desproporcionada para su rostro, que era más bien pequeño y ovalado. Su fuerte no era el busto. Si se ponía un saco grueso, lo hacía desaparecer y solo se percibía con una camiseta de lycra. Consideraba que las gafas no le beneficiaban, pero no tenía otra opción si quería ver porque era alérgica a los lentes de contacto y le aterraba la idea de operarse los ojos (además que el costo no se lo cubría su seguro) y aunque no tenía el cuerpo de esas mujeres que representaban a las tiendas deportivas Venus Fitness, con las que Sergio estuvo reunido por dos horas, era delgada; estaba casi seis kilos por debajo de su peso ideal (según un médico. Para la Cosmopolitan, estaba uno por encima).
Sin embargo, ningún hombre (que no apestara a licor) se le acercaba y entonces era ella la que debía buscar “impulsarlos”, “motivarlos”, tarea con la que era un desastre y lo seguía siendo pese a la práctica, porque, ¿qué le pasaba a los hombres? Los muy apuestos terminaban por abrazarla como se apachurra un peluche, pero no les despertaba el más insignificante mal pensamiento. Una vez incluso durmió con uno, pero fue eso, solo dormir y él la respetó incluso más que si hubiera sido un chico. Y cuando era uno de esos hombres tímidos, por más que le lanzaba señales y le daba pistas, el muy tonto siempre terminaba por desilusionarla con su torpeza. También, en una ocasión, llegó a sentarse encima de las piernas de uno de estos hombres y acariciarle el cabello. El muy tonto, nervioso hasta casi no poder ni hablar, le dijo que acababa de recordar una cita médica que tenía A LAS ONCE DE LA NOCHE. Casi la tiró al piso cuando se levantó.
—¿Te ocurre algo, Marce?
Se había abstraído y esa “cosa” que la empezaba a limitar con Sergio volvía a las suyas.
—No pasa nada. Tal vez sea el cansancio, no sé.
Claro que sabía lo que era, lo supo desde que lo vio recostado bajo el dintel de la cocina. Era su loción, su manos grandes y brazos fornidos, el ancho de su espalda y ese pecho amplio que ejercitaba con las mancuernas que tenía en su loft de quinientos metros. Era su traje, su camisa perfectamente planchada y los zapatos italianos siempre lustrados, el reloj dorado en su muñeca y la manera en que la trataba, con esa inocencia y ternura que ella quería cambiar por fiereza y algo de arrogancia. Era lo mismo que empezaba a impulsarla a desear que él tomase sus pequeñas manos entre las suyas, depositara un suave beso en su piel con aquellos gruesos labios morenos sobre los que crecía una barba incipiente y le dijera:
—Marce, siempre me has gustado. Si tenemos que arruinar nuestra amistad, estoy dispuesto a correr el riesgo, pero me encantaría probar el amor contigo.
En vez de eso, sus carnosos labios sonrosados le preguntaron si Carol la estaba haciendo trabajar mucho.
—No, no, no. Es solo que ayer, bueno, unos gatos se estuvieron peleando cerca a la ventana de mi cuarto y no me dejaron dormir. Es por eso. Falta de sueño, pero Carol, no, ella es una bacana, una excelente jefe, me cae muy bien…
—Ah, bueno. Espero entonces que estés contenta con el cambio. Dime, ¿si viste la publicación de Estefanía?
—¿Eh?
—La que hizo de los mellizos.
Bebió un trago de vino.
—Sí, sí. Claro que la vi. Son hermosos, ¿no te parece?
Sergio pareció sumido en dolor y Marcela tardó un momento en captar la causa.
—Bueno, lo siento, es que no sé. Tú —sus manos se aproximaron a las suyas y fue ella quien las cubrió. Se sintió extraña. Había actuado de la manera en que lo hacía la Marcela de hacía unos días, la que todavía no había visto a Sergio bajo el dintel de la cocina—, ¿qué estás pensando?
Se arrepintió de la pregunta que había hecho, pero no porque la considerara inadecuada, sino porque de inmediato sintió que le aterraba la respuesta que podía escuchar
—Me duele, Marce. Siento dolor y quiero hacer algo para mitigarlo.
En verdad que lo sentía y su rostro se puso tan pálido que Antonio hubiera pasado por un trigueño a su lado.
—Eso complicaría las cosas.
—Y lo sé. Y es eso lo que más me duele. Si no hago nada, seguiré viendo a esos pequeños como unos hijos que son y no son míos. ¿Crees que podré ir a su bautismo, a su cumpleaños, a cualquier evento en el que estén sin sentir nada? Me será imposible.
El camarero llegó con los platos sobre una carriola. Las manos de Marcela se liberaron e hicieron espacio en la mesa para el servicio. Aunque no había comido nada en toda la mañana, más que un precario desayuno de una tostada y dos sorbos de jugo, Marcela no tenía hambre. Escarbó entre el plato de ravioles sin mucho ánimo. Notó que Sergio apenas se llevaba a la boca algún trozo del risotto. Era un verdadero desperdicio esa comida costosa en un momento en que los ánimos no estaban para probarla.
—¿Qué has pensado?
Hizo la pregunta que tanto le aterraba solo después de sopesar que le mortificaría más la incertidumbre. Apuró otro sorbo de vino.
—Planeo una historia en la que salgan los menos perjudicados posibles.
—Es decir, ¿que estás dispuesto a hablar? ¿Sacarás todo a la luz?
Sergio bebió de su copa, que casi escanció de un trago.
—Son mis hijos los que están en esa publicación y necesito que tú me ayudes a que se sepa quién es su verdadero padre.
Era normal que pensara primero en ella, pero se sintió mal al hacerlo. Consideró las consecuencias de que se supiese, en ese momento, que Sergio era el padre de los mellizos. Si Sergio iba a recrear una historia que perjudicara a la menor cantidad de personas, primero tendría que sacarla a ella, negar que tuviera conocimiento de la situación. De seguro, Estefanía se divorciaría de Antonio y la familia de ella quizá la odiaría por su pecado, por lo que solo le quedaría acudir a los brazos de Sergio y juntos dedicarse a formar la familia que debían ser, pero entonces, Sergio. Se sintió tan mal consigo misma de solo considerarlo.
—¿Te ves criando a los mellizos con Fani?
La pregunta pareció coger por sorpresa a Sergio, que arrugó el ceño.
—No hablo de casarme con Estefanía, pero sí de que esos niños crezcan sabiendo quién es su verdadero padre.
La respuesta contrarió a Marcela. Sergio solo estaba considerando reclamar la paternidad de los mellizos, pero ni siquiera parecía haber pensado en las consecuencias de eso. ¿Acaso esperaba que todo siguiera tan normal después de sacar a la luz que embarazó a la esposa de su mejor amigo?
—Espera. No has pensado que, cuando abras la boca, Estefanía se divorciará de Antonio, su familia la odiará y seguramente a ti también. ¿Que ella vendrá a ti, queriendo que juntos críen a sus hijos?
—Claro que lo he considerado.
Aunque contestó con prontitud, a Marcela no le pareció que lo hubiera hecho. Comenzaba a creer que él no quería en realidad a Estefanía y que aquello, para Sergio, no había sido más que una aventura. Tan típico en los hombres.
—¿Te casarías con Estefanía?
Fue la pregunta que lanzó para confirmar sus sospechas. La respuesta solo fue la cereza en el pastel.
—No es necesario que nos casemos para que juntos podamos criar a mis hijos.
Si alguna vez había considerado que Sergio era un megalómano despreciable, ahora lo estaba confirmando. Para él, lo más importante en ese momento era que los mellizos supieran quién era su padre, sin importar las vidas que destruiría a su paso, incluida la de sus hijos. Sin embargo, aquel hombre seguía teniendo algo que la atraía y pese a saber que solo pensaba en sí mismo y en sus intereses más inmediatos, nada había cambiado desde que lo viera bajo el dintel de la cocina. Entonces, una idea surgió en su cabeza y se sintió aún más repugnante que él: ella y Sergio formando una familia con esos niños. Se sintió trastornada.
—Creo que debemos volver a la oficina.
—No, espera —Sergio estiró su mano y la colocó sobre la de ella—. Tengo la tarde libre. Vamos a mi apartamento.
—Pero yo no. Carol convocó una reunión para esta tarde.
—Le enviaré un mensaje. Le diré que estarás colaborándome con algo de la tienda deportiva para mujeres.
Quería ir, lo anhelaba, un hormigueo juvenil subía por su estómago. Hacía tanto que no lo sentía, que ahora le parecía aun más embriagador que antes. Pero temía lo que fuera a suceder allá. Era claro que Sergio no sentía nada por Estefanía, a la que había sacado de la ecuación de su futuro próximo y seguro ya había notado lo que significaba la inseguridad adolescente de ella. Era un hombre que conocía muy bien a las mujeres, a las que podía ver como si llevase algún prisma que le revelase lo que sentían, lo que querían expresar con sus respuestas, lo que deseaban; era tan aterrador como ese hombre de la película, protagonizada por Mel Gibson, que podía leer los pensamientos de las mujeres, incluso cuando les hacía el amor.
—Está bien. Pero prométeme que solo hablaremos.
Se sintió estúpida cuando las palabras escaparon de sus labios.
—Por supuesto, Marce. ¿Qué otra cosa podría pasar entre nosotros?