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El Perro

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Año 1973, Turín: El terrorismo de derechas e izquierdas asola Italia desde hace años y sin duda no era noticia que un hombre fuera mordido por un perro, si no fuera porque no solo había matado horriblemente a un famoso héroe de la resistencia condecorado con una medalla de oro, además de ser uno de los capitostes del estratégico grupo industrial Italiavolo. Impopular entre los neofascistas por la primera razón y entre las Brigadas Rojas, de las que su joven hijo forma parte, por la segunda. Por si no bastara con eso, la vida privada de la víctima no es del todo ejemplar. Finalmente, el subcomisario Vittorio D’Aiazzo encontrará la solución, pero solo gracias a una intuición de su amigo Ranieri Velli, escritor y periodista de sucesos en el glorioso y plurisecular periódico turinés La Gazzetta del Popolo.

Año 1973: El fenómeno sociopolítico degenerativo del terrorismo, que apareció en Italia a finales de los años 60 ya ha entrado en su fase más dramática, grupos armados de izquierda y derecha ejercitan la violencia de distintas maneras, pero todas mortales. Sin duda, en un clima social tan atroz, no sería noticia que un hombre haya sido mordido por un perro, si no fuera porque no solo había matado horriblemente a un famoso héroe de la resistencia condecorado con una medalla de oro, además de ser uno de los capitostes del estratégico grupo industrial Italiavolo. Impopular entre los neofascistas por la primera razón y entre las Brigadas Rojas, de las que su joven hijo forma parte, por la segunda. El modo en que muere sugiere que el perro había sido adiestrado para asesinarlo, por lo que es difícil pensar en algo casual, aunque así lo interpreta la muy poderosa familia propietaria de Italiavolo, que reclama que se concluya lo antes posible la investigación del subdirector Vittorio D’Aiazzo, jefe de la sección de homicidios de la comisaría de Turín. ¿Un asesinato político de fanáticos de derechas? ¿De extremistas de izquierdas? Como si no bastara con eso, se descubre que la vida privada del muerto no es del todo ejemplar, como averigua e inmediatamente divulga la prensa sensacionalista, exagerando las cosas, como es habitual. Tal vez en este caso no tanto, dado que la propia investigación de la policía parece confirmar poco a poco la existencia de sombras en la vida privada del hombre, al menos en ciertos aspectos. Finalmente, a pesar de las apariencias, podría haberse tratado solo de un deplorable accidente. Vittorio D’Aiazzo encontrará la solución, pero solo gracias a una intuición de su amigo Ranieri Velli, escritor y periodista de sucesos en el glorioso y plurisecular periódico turinés La Gazzetta del Popolo.

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Capítulo I
Capítulo I La Gazzetta del Popolo era el más antiguo de los diarios turineses, nacido el 16 de junio de 1848 y muerto sin ninguna esperanza de resurrección el 31 de diciembre de 1983, después de años en los que había sufrido cambios de propiedad y problemas económicos, acabando más de una vez, por breves periodos, casi en coma. Era un periódico dirigido a una clase minoritaria desde su fundación, que había mantenido siempre un espíritu crítico social, salvo, por supuesto, durante la época fascista en la que toda la prensa estuvo amordazada. En época republicana, después de importantes éxitos, prosiguió con su actividad, siempre sufriendo adversidades hasta su defunción. Su redacción, fuertemente sindicalizada, se inclinaba hacia la izquierda democrática parlamentaria católica y laica con tendencias sociales; por ejemplo, en el período de la gran inmigración a Turín desde el sur de Italia estuvo a favor de la integración de los nuevos turineses y en los años 60 y 70 publicó importantes reportajes sobre los problemas laborales y el empleo juvenil. El periódico fue un correoso competidor contra la eterna La Stampa, diario que, tras el conflicto mundial, apoyaba el centrismo gubernamental impulsado por De Gasperi, quien desde 1963 dirigió sus simpatías hacia el rojiblanco de los gobiernos de centroizquierda del obligado matrimonio entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialista y, en los primeros años 70 en los que discurre esta narración y en los que imperaba el clima de la llamada contestación político-social, La Stampa no había considerado desfavorablemente los ideales de extrema izquierda: no es extraño, pues acomodarse a los gobiernos al mando y al clima social del tiempo era y es algo habitual en la mayoría de los periódicos llamados independientes, pero pertenecientes a una gran unidad económica privada o pública.1 Desde el principio de los años 60, yo también colaboré en la Gazzetta, pero solo en la sección cultural y ocasionalmente como periodista publicista, unas veces escribiendo el artículo en la calle Valdocco 2, sede del periódico, y otras llevándolo ya preparado desde casa. Sin embargo, en enero de 1973 mi amigo el director me invitó a colaborar a jornada completa como redactor profesional y yo acepté. No se trataba de mi primera experiencia en una redacción, pues en los primeros meses de 1968 había trabajado como corresponsal subalpino de un diario genovés del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, que me despidió poco después por divergencias sociopolíticas.2 En la Gazzetta estaba en mi salsa, junto a católicos progresistas, algún republicano como yo y socialdemócratas, por lo que acepté encantado la oferta, encontrándome además en uno de aquellos períodos en los que me escaseaban las ideas para una nueva novela y un salario razonable fijo me venía muy bien, además de que se trataba de una buena cantidad gracias a la cual no iba a pasar hambre. La redacción de la Gazzetta era un universo de sonoras máquinas de escribir entre una nube de humo de cigarrillos y alguna pipa, en la que, como era mi caso, quien no era fumador, si no estaba dispuesto a inmunizarse, habría podido perecer asfixiado. Casi en cualquier lugar, salvo tal vez en los numerosos baños y cuando las respectivas puertas de acceso y la puerta del despacho correspondiente estuvieran bien cerradas, hormigueaba en los oídos el rumor de las voces de los periodistas en la sala de redacción o, abajo en tipografía, la conversación del tipógrafo y de quien discutía con el cajista y del cajista que gritaba para hacerse oír por su aprendiz o por el tipógrafo, que berreaba con el ayudante, todos envueltos por el estruendo de la rotativa y el rumor de las linotipias: en la Gazzetta del Popolo, la composición de las páginas todavía se hacía a mano, no habían desaparecido las linotipias, aunque ya en los primeros años de los 70 en varios periódicos ya se había adoptado el método de la fotocomposición y de la paginación en frío mediante ordenador. Nuestro magnífico director me asignó la crónica de sucesos, colocando a mi lado durante un par de meses a una experta tutrix, Ada, periodista de investigación y bella morena, esbelta y en el umbral de los 40, con la cual, unos 20 días después, hice el amor a propuesta mía y, como ocurre siempre, por decisión suya, me abandonó tranquilamente en junio, aunque mantuvimos una cordial amistad: —Ranieri, eres un poco demasiado individualista, ¿sabes? —me dijo un lunes por la mañana en su apartamento de soltera en via Amedeo Avogadro, no lejos del periódico, desnudos bajo las sábanas de su cama de estilo francés—: Eres bueno en términos eróticos, querido, pero no sabes darme amor. Había sido cortés empleando la palabra individualista, que conseguía atenuar un poco lo que ella evidentemente había querido decirme: egoísta. En realidad, no creo haber sido nunca exactamente egoísta, tal vez sentimentalmente cauto y, bien pensado, tampoco siempre: solo después de haberme quemado durante unos oscuros acontecimientos internacionales en los que me vi envuelto y gravemente perjudicado en 1969, por una italoamericana muy sensual de la cual me enamoré hasta el punto de pensar en casarme con ella, pero que pronto descubrí que era una devorahombres sexualmente activa.3 Después de cierto tiempo, considerando que el abandono de Ada no había deteriorado nuestra relación, me di cuenta, absolviéndome, que tampoco mi colega había estado verdaderamente enamorada de mí. Me gustaba el trabajo de la crónica de sucesos, no muy distinto del que había realizado en la policía hasta 1967 como investigador. Por otro lado, me agradaba el hecho de que también el gran periodista, escritor y muchas otras cosas Dino Buzzati, personaje versátil desaparecido solo un año antes y al que había admirado mucho, no solo hubiera sido redactor de editoriales y de reportajes varios en el milanés Corriere de la Sera, sino que se enorgullecía de ser periodista de sucesos. Era evidente por qué el director me había asignado a sucesos, aun proviniendo de las páginas literarias: evidentemente había jugado a mi favor haber sido policía de investigación durante años y no debía haber sido ajeno a la elección que la escalofriante desventura, universalmente conocida, que sufrí en 1969, tuviera un final feliz, aunque con graves magulladuras físicas y morales y solo gracias a la intervención providencial de mi único amigo verdadero y antiguo superior Vittorio D’Aiazzo, subjefe comandante de la Sección de Homicidios y Delitos contra las Personas de la comisaría de Turín: una trama que había ideado un personaje muy sospechoso y poderoso contra Italia y Estados Unidos y, al mismo tiempo, contra mí, Ranieri Velli, usándome como instrumento involuntario y cabeza de turco de su plan criminal. Los acontecimientos se narraron y divulgaron en la prensa internacional y motivaron mi fortuna como escritor: conseguí notoriedad y beneficios económicos gracias a un ensayo que escribí en tiempo real sobre los acontecimientos, traducido a los principales idiomas occidentales y publicado, vendiendo casi un millón de ejemplares en el mundo; luego, dejando a un lado la poesía juvenil con la que había obtenido mis primeros éxitos, pero evidentemente pocas ganancias, disfruté de la fama obtenida escribiendo novelas sobre algunas de las antiguas investigaciones de Vittorio D’Aiazzo y mías, libros que se han vendido bien y de los cuales se extrajeron guiones para algunas películas de éxito.4 En el período histórico en el que se desarrolla este caso, los periodistas de sucesos debían a menudo escribir de acuerdo con los redactores y comentaristas políticos, quienes, desde el final de la década precedente de sangrientos atentados terroristas, se habían arrimado a los delitos privados. El terrorismo italiano había sido un fenómeno sociopolítico involutivo, aunque se pusiera en marcha dentro de un proceso de maduración de la visión social nacido hacia los inicios de la década y no solo en el mundo aconfesional, sino asimismo en el universo católico: los años entre el inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II en el año 1962 y el año 1970 habían responsabilizado a buena parte de los creyentes, entre otras cosas aguzando el concepto evangélico que el obrero había dirigido a su voluntad: la huelga ya no se consideraba la omisión de un deber sino un derecho sagrado. Por tanto, los conflictos con el mundo empresarial habían asumido un doble aspecto en las mentes de los trabajadores y en las organizaciones sindicales, las laicas y clasistas CGIL y UIL, de cultura política comunista, socialista y socialdemócrata, y la católica CISL, que, al defender económicamente a obreros y empleados, se basaba en el valor cristiano de la persona, inconmensurable según la Iglesia, para la que todo ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios. Las reivindicaciones y las huelgas habían unido a clasistas y humanistas. También la degeneración terrorista del descontento social había afectado a ambos mundos y había contemplado casos de paso del catolicismo al marxismo-leninismo revolucionario armado, como había pasado con Renato Curcio y su esposa Margherita Cagol, fundadores, con el comunista Alberto Franceschini, de la organización más importante de lucha armada de extrema izquierda, las Brigadas Rojas, los cuales no solo provenían del mundo católico, sino que, siendo ya comunistas, se habían casado por la Iglesia. De todos modos, la vida cotidiana de los italianos continuaba a pesar del desenfrenado pandemónium terrorista y no faltaban acontecimientos festivos, como la inauguración del nuevo Teatro Regio de Turín el 10 de abril de 1973. Durante décadas en la zona de piazza Castello, en la cual había resonado en el pasado durante dos siglos la gloria musical del Teatro Regio original edificado en 1740, solo habían quedado sus ruinas, debido a un incendio devastador que se desató en la noche entre el 8 y el 9 de febrero de 1936. Pero finalmente, después de años de trabajo, se había reconstruido el teatro y la noche de inauguración ya estaba próxima. Iba a ser naturalmente una gran gala, con la presencia del presidente de la República, Giovanni Leone, con su séquito romano, y de los principales dirigentes ciudadanos y regionales. Estaba programada la representación suntuosa del melodrama de Verdi Las vísperas sicilianas, con la actuación de los dos grandes cantantes Maria Callas y Giuseppe Di Stefano. Aunque el acontecimiento fuera una noticia de alta sociedad que aparentemente no nos afectara a la gente de sucesos, el director quiso que Ada y yo estuviéramos entre los periodistas invitados. —Porque —dijo—, siempre existe el riesgo de que los habituales grupos de exaltados provoquen desórdenes delante del teatro, o algo peor. Si algo así sucediera, podréis correr a un bar para telefonearnos5 e incluirlo en primera página y vendríais aquí a redactar vuestros reportajes. ¿Está claro? Ada debía estar de buen humor y, con voz suave, le respondió cantarinamente: —Siempre listos si lo necesitáis. Yo, con un humor completamente distinto, molesto ante la posibilidad de acabar en medio de la violencia de unos desaliñados y vulgares marxianos6 o, peor, reventado por una cobarde bomba neofascista, solo contesté con un resignado: —Claro. Había realmente un peligro de graves desórdenes y no niego que me había bastado con la triste aventura de 1969 de la que me quedó, y me quedará toda la vida, un shock postraumático por el que, todavía hoy después de tanto tiempo, con más de 70 años y en el tercer milenio, a veces el recuerdo del dolor que me infligieron vuelve de repente a mi ánimo y me invade la mente, casi como si estuviera sufriendo de nuevo esas torturas. El magnífico director me sonrió: —No me vengas con cuentos, Ranieri, sé que te molesta ir y también sé el motivo. ¡Pero hay que hacerlo! Oh, evidentemente, tienes que llevar corbata negra y Ada, tú… —… sí, Giorgio, yo vestido largo: tengo el habitual en el armario, que me sienta muy bien sin necesidad de acudir al atelier. —Sin duda lo sufres amargamente —le replicó el jefe en divertida respuesta a su endecasílabo. ¿Transcurriría sin incidentes la noche de la inauguración? La ocasión era realmente propicia para los subversivos. FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO Primera página del diario Corriere della Sera del 13 de diciembre de 1969, día posterior al de las matanzas de piazza Fontana en Milán. Fuente: “prima La Martesana”, artículo La strage cinquant’anni dopo (1969-2019), página web primalamartesana.it/cronaca/bomba-al-cuore-sono-passati-50-anni-dalla-strage-di-piazza-fontana/

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