Los primos de Odorv no llegaron hasta las siete de la mañana del día siguiente. Había intentado mantenerme despierta para verlos entrar en la casa con zapatos de cuero italiano relucientes, trajes negros y maletines negros, como un grupo de hombres peligrosos de una película que había visto años atrás —el título ya lo había olvidado—. Pero Odorv me había persuadido para dormir, asegurando que necesitaba descansar y que me despertaría cuando ellos llegaran. Noticia de última hora: no lo hizo. Ruidos apagados, carcajadas cortas y el olor del café muy fuerte me despertaron. Me froté los ojos y los brazos; un rastro de piel de gallina cubría mi piel. Solo un rayo de sol se filtraba entre las cortinas cerradas. Suspiré. Si no conociera mejor a Odorv, pensaría que era Drácula, odiaba la luz de

