—¿Te gusta tu nuevo hogar? Estaba tan cerca que su codo rozó mi brazo de la manera más mínima, pero solo el contacto con él siempre hacía que mi piel se incendiara. Aclaré mi garganta y desvié la mirada. —Creo que esto —señalé con un dedo entre él y yo— debería llamarse secuestro de tercer grado. Rodó los ojos y dio un paso más dentro de la casa. Alejándose de mí. —Viniste conmigo por voluntad propia. —A regañadientes. —No recuerdo haberte obligado a subir al auto. Fruncí el ceño. —Subí porque dijiste “sube” con ese tono. Él movió la coleta y ladeó la cabeza. Ahí estaba esa mirada arrogante y excesivamente confiada de “he ganado” que quería borrar de su rostro con un… —Subiste porque quisiste, Isabela. No porque te obligué. Aclara tu historia. Apreté los dientes y crucé los brazos

