Emmett
Las puertas del ascensor se cierran tras Libby, aunque no lo suficientemente rápido como para que no viera su trasero con esa falda de traje. Maldita sea, ¿Dónde la encontró? El atuendo se ajustaba a cada una de sus curvas, esa camisa rogaba que la arrancaran, la falda estaba hecha para ser subida después de que la doblara sobre un escritorio…
Mierda.
¿Vino aquí solo para atormentarme?
No por primera vez, ni por millonésima, desearía que Libby fuera más que mi tipo habitual. Si lo fuera, disfrutaría vengándome de esto. Le ordenaría que se desnudara y esperara arrodillada en el suelo de mi habitación. Luego la haría masturbarse para mí, observar cómo abre su v****a, donde coloca sus dedos exactamente. Esperaría hasta que estuviera al borde antes de ordenarle que se detuviera. Que esperara. Que no se correra hasta que yo se lo permita.
Oh, la liberación llegaría eventualmente, y sería mucho más dulce por ello. ¿Pero esto? No hay escapatoria. Solo tortura constante.
—Emmett— la voz de Jake, nuestro asistente administrativo de operaciones me distrae del ascensor y me devuelve al curioso grupo de compañeros de trabajo que he traído. —¿Cuándo te casaste? —
Jake tiene veintitantos años y es lo suficientemente joven como para divertirse con la esposa secreta de su jefe. Todos los demás solo susurran como un grupo de columnistas de chismes en el vestuario.
Para mañana, todo el edificio de oficinas estará hablando de ello: Emmett Sterling, soltero extraordinario, finalmente se ha asentado, pero ¿con quién?
Tal vez esto sea algo bueno. Una bendición disfrazada. Tal vez sea una historia más convincente para mi abuela, quién seguramente ya se enteró de la cena familiar de la semana pasada por mis padres o, si no por ellos, al menos por Sam, quien no ha dejado de husmear en mi página de i********: desde entonces.
¿Dónde está la esposa? Junto con una carita llena de besos, es el comentario que mi pequeña diablillo de hermana deja en cada una de las publicaciones ahora. Así que dejé de publicar esta semana. Pero solo puedo evitar que el resto del mundo se entere de Libby por un tiempo.
Me río a la fuerza y me despido de mis compañeros de trabajo. —Si, estoy casado. No se sientan mal por no haber sido invitados; nadie lo fue. Fue solo una pequeña ceremonia—
—Esa es la manera de hacerlo— dice mi secretaria, Anna, de inmediato. Dios mío, bendita sea la mujer, que casi podría ser mi abuela. —Charles y yo tuvimos una gran boda, y fue una auténtica pesadilla. Dos años de planificación, ¿y quieres saber cuánto salió mal el día de la boda? —
—Por favor, cuéntanos—respondo, aunque ya hemos escuchado esta historia una docena de veces.
Veo algunas expresiones de decepción mientras la gente se retira a sus propios escritorios para gestionar otros dramas y problemas. Si tan solo pudiera huir de esto con la misma facilidad.
***
Si me quedo más tiempo del necesario en la oficina hoy, bueno, ¿alguien puede culparme? Tengo una razón para estar nervioso. Tengo que ir a casa con mi esposa, que es frustrantemente atractiva.
Solo el recuerdo de ella con ese traje de falda hoy, sus tacones altos haciendo que sus piernas, ya largas y tonificadas, parecieran aún más largas, y tonificadas; y la falda abrazando cada centímetro de su trasero, cubriéndolo de la manera en que desearía poder cubrirlo con mis palmas, hundir mis dedos mientras presiono mi pene contra ella; es suficiente para volver loco a un hombre. Paso media tarde desconectado en reuniones, dejando de lado los proyectos. Esa es mi excusa para quedarme hasta tarde. Casi me convenzo a mí mismo también. Pero cuando llego a casa, en taxi, porque nunca haría que Norm se perdiera su tiempo familiar por las noches, y Libby no está escondida en lo que he llegado a considerar su piso, el rellano del segundo piso entre su dormitorio y el cine empotrado donde pasa la mayor parte de sus días, sino extendida en el sofá de la sala en lo que he llegado a considerar mi piso.
Me quedo paralizado en la puerta, cautivado por la visión de ella con el pelo recogido en una sencilla coleta despeinada, una camiseta vieja que se le cae de un hombro y las piernas recogidas en unas mallas ajustadas que solo acentúan cada centímetro de su cuerpo.
¿Cómo puedo encontrarla aún más atractiva así? Tengo tiempo para preguntármelo antes de que me vea y salte del sofá, con la emoción iluminando sus ojos.
Levanto una mano para detener lo que sea que esté a punto de decir. —Un pequeño aviso hoy habría estado bien. Toda la oficina está intercambiando rumores sobre ti ahora— Al menos tiene la decencia de sonrojarse.
—Realmente no estaba pensando tan a futuro…— se muerde su labio inferior, y juro que siento como la sangre se me escapa del cráneo, directo a mi pene.
Necesito concentrarme, así que me alejo de ella y entro en la cocina. El agua me ayudará. Agua fría. Me sirvo un vaso y hablo de espaldas a Libby.
—Tendremos que presentarte a mi abuela pronto. Ya se habrá enterado de que viniste a la oficina, y me matará si conoces a algún compañero de trabajo antes que a ella—
—No me lo imaginaba— Se acerca con aire de suficiencia a la encimera de la cocina para untar algo. —Por eso pasé el resto del día trabajando en esto— Suena emocionada que tengo que girarme para mirar.
Tarjetas didácticas . Un juego de amarillas y otro de rojas. Parpadeo confundido, hasta que levanta una de las rojas. PIZZA FAVORITA.
—Roja para mí, amarilla para ti— da la vuelta a la tarjeta. En el reverso pone HAWAIANA.
Levanto una ceja. —¿En serio? — no estoy seguro de si me refiero a la pizza o a las tarjetas didácticas. Probablemente a ambas.
—¡Sera divertido! Las rellenaremos y nos haremos preguntas. Me empuja un montón de tarjetas amarillas. La de arriba pone GATO FAVORITO.
Una sospecha me invade cuando la tomo. Efectivamente, en la parte de atrás ya ha escrito Roger Taylor-Sterling, primero de su nombre.
Resoplo. —¿No debería rellenar la mía? —
—Eso era solo un ejemplo para que empezaras— Se sienta en un taburete y saca otra tarjeta de mi pila. —Aquí tienes una buena. ¿Pizza favorita de Nueva York? —
—¿Esa es una tarjeta completamente diferente a la de la pizza favorita? — pregunto.
—Obvio— Pone los ojos en blanco.
Reprimo una sonrisa. —Joe’s—
—¿En serio? Tenía fichado para que fueras de Grimaldi’s al menos—
—Bueno, tampoco diría que no a eso—
Ella escribe. Me inclino para leer por encima de su hombro. JOE/GRIMALDI/OTROS? ¿PIZZA ADICTO?
Me río y la empujo suavemente. —No soy un adicto a la pizza. No como si hubiera dicho Domino’s o algo así—
Eso me gana una mirada fulminante. —Solo por eso, le diré a tu abuela que nos pediste Domino’s una noche—
—No lo harías—
—Mírame— Ella sacude la cabeza, su cabello cae sobre ese hombro desnudo, y todo lo que puedo hacer es evitar arrebatarle el bolígrafo de la mano, tirarlo a un lado, quitar esas tarjetas de la mesa, acorralarla contra la encimera, besarla, hasta olvide su propio nombre.
Déjalo, Sterling>>.
Saco una tarjeta en blanco de la pila roja y busco mi bolígrafo en un cajón cercano. —¿Posición s****l favorita? — le pregunto mientras escribo.
—Tu abuela no me preguntará eso— Libby hace una pausa. Entrecierra los ojos. —¿Lo hará? —
Inclino la cabeza. clavo mi mirada en la suya. —Te lo estoy preguntando—
Sus labios se abren ligeramente. Inhala levemente, respira, y creo que podría darme una respuesta sincera, y que Dios me ayude si lo hace. Si es algo un poco…inusual, ¿Qué diría eso de ella? ¿De nuestra compatibilidad?
Se me seca la garganta. La sangre me hierve en las venas, cada vez más, fluyendo hacia abajo cuanto más la observo subir y bajar los pechos bajo esa camiseta fina. ¿A caso lleva sujetador? Y cuanto más noto el destello en su mirada, el leve escalofrió, menos quiero que responda.
Con un esfuerzo visible, aparta la vista para volver a concentrarse en su tarjeta. —Misionero— dice secamente, con los hombros tensos de una forma que me indica que está siendo sarcástica.
Ella también me desea…. O tal vez se a mi ego el que habla. Ser Emmett Sterling tiene sus riesgos, es decir, que las mujeres no rechacen a menudo. Tal vez no reconocería el desinterés genuino. Tal vez estoy yendo demasiado lejos.
Pero cuando Libby me mira de reojo por debajo de su mechón de pelo, con picardía, como si pensara que no me daré cuenta… No. No me estoy imaginando esta tensión. Es real y no la voy a ignorar.
Tal vez la única manera de lidiar con lo que ambos sabemos que existe es sacarlo de nuestro sistema de una vez por todas. Y, además, ¿qué tiene de malo querer seducir a mi esposa?