DESENFRENADA

1558 Words
>JULIETTE La fiesta apenas comienza. Me relamo los labios y sigo bebiendo, fingiendo que no noto las miradas clavadas en mí. Pero sí las noto. Las siento. Ardientes, pesados, como si esos dos galanes estuvieran devorándome con los ojos. Uno de ellos tiene el cabello oscuro, revuelto de esa manera descuidada, que grita: “no me esfuerzo, pero igual luzco perfecto”. Traje n***o, reloj caro, barba de pocos días. Ojos peligrosos. Me gusta el peligro que emana. El otro es más limpio, más pulcro. Rubio, sonrisa sexy, camisa blanca con las mangas dobladas, mostrando antebrazos que podrían romperme si quisiera. Se ve como el tipo de hombre que juega con reglas. Me pregunto cuán fácil sería hacer que las rompa. Me gusta esa idea. Chloe sigue a mi lado, bebiendo su whisky como si el mundo no le importara, pero sé que lo nota. Sabe que ya elegí mi presa. He venido a cobrarme todo lo que me debe la vida. Me inclino sobre la barra, dejando que mi escote haga lo suyo. —¿Qué dices, Chloe? ¿Apostamos a ver quién de los dos tiene más huevos para acercarse primero? —Querida, con esa actitud que tienes, los tienes comiendo de tu mano. Te ves jodidamente ardiente, una mujer madura y que sabe lo que quiere. Reímos, chocamos los vasos y seguimos bebiendo. Pero el juego ya está en marcha. Bailo. Me muevo con la música, lento, sin prisa. Como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si no estuviera provocando. Pero lo estoy haciendo. Y funciona. El moreno es el primero en ceder. Lo siento acercarse antes de que diga una sola palabra. —Te has divertido mirando. ¿Ahora vas a actuar o solo eres un espectador? —digo sin mirarlo, con una sonrisa en los labios mientras doy otro sorbo a mi trago. Chloe ahoga una risa, ambas bailando como lo sabemos hacer. El tipo suelta una carcajada grave e interesante. Se acerca más. Su aliento roza mi oído y el aroma a whisky y perfume caro me envuelve. Me alejo con gracia. —Tienes bastante actitud, dime que no eres una niña, es que tu cuerpo me dice que tienes 28 años. ¿Verdad? Levanto una ceja y ahora sí me giro, mirándolo directo a los ojos. No voy a revelar mi verdadera edad. —¿Niña? ¡Ay, cariño! Si supieras lo que puedo hacerte, ni te atreverías a decirme así y sí, tengo 28 años. Si no, no estuviera aquí, ¿ves a mis padres? No, entonces deja de pensarlo. Su expresión cambia. De burla a algo más oscuro, más peligroso. Más entretenido. —¿Eso es un desafío? —Eso es un hecho. Me sostiene la mirada. Dios, este hombre sabe jugar. Pero antes de que diga algo más, siento otra presencia. El rubio, que se ve frío, dio acto de presencia. —Theo, deja de acaparar a la señorita. No todos los días se encuentra alguien tan interesante. Es mejor que dejes espacio—. Su nombre, señorita. Oh, esto se pone bueno. Al parecer he cautivado a dos machos alfas. —Juliette, y tengo 28 años, ya que tu amigo Theo piensa que soy una mocosa —repliqué, girándome hacia el rubio que está mejor que los mangos. Extendiendo la mano, como si fuera la persona más sofisticada del lugar. Me la toma, pero no de la forma en la que esperaría. No me da un apretón de manos. Me la besa. Sus labios rozan mis nudillos con una lentitud absurda, manteniendo el contacto visual todo el tiempo. Es un jodido caballero, muy poco inusual en estos tiempos. Ni Theo ni Chloe dicen nada. Todos sabemos lo que acaba de hacer. Y a todos nos gustó. —Juliette… —replica mi nombre con voz aterciopelada—. ¿Y cuál es tu juego esta noche? Sonrío, fingiendo que no me afecta su sinceridad y ser descubierta tan fácilmente. —No juego. Yo gano siempre. La noche huele a whisky, lujuria y peligro. Theo me lanza una última mirada antes de que Chloe lo tome del brazo con esa sonrisa de zorra que solo usa cuando va por lo que quiere. Sonrió porque, al parecer, ese hombre le atrajo. —Nos vemos luego, amiga —me guiña un ojo y se va con él, meneando las caderas. Ahora estamos solo este papacito y yo. Me inclina la cabeza con esa maldita confianza que solo tienen los hombres que saben lo que hacen. —Así que no juegas, solamente ganas… Interesante. ¿Y a qué jugamos? Bebo de mi vaso y me relamo los labios, dejando que mis ojos recorran su cuerpo. La camisa blanca bien ajustada, los antebrazos fuertes, la mandíbula perfecta. Este cabrón parece sacado de un maldito sueño erótico. —¿Siempre eres así de directo? —Soy León, solamente cuando encuentro algo que me interesa. Su tono me calienta más que el whisky. No me está mirando como si fuera una niña. Me mira como si ya imaginara lo que haría conmigo si le dejó. Y lo peor es que me gusta. —¿Y qué te hace pensar que estoy interesada en ti? Él da un paso más cerca. No se apresura, no se desespera. Solo deja que la tensión crezca, que me envuelva, que me haga desearlo antes de que lo tenga. —Porque no has dejado de mirarme desde que entraste. ¿Tienes malas intenciones esta noche? No voy a darle la satisfacción de aceptarlo tan fácil. —Me gusta observar a los hombres que creen que pueden manejarme. —Y yo disfruto demostrar que sí puedo manejar a cualquier mujer. ¡Carajos! Mi corazón late con fuerza, pero no porque esté nerviosa. Es porque quiero más. La música se siente más fuerte, el club desaparece. Ahora solo estamos él y yo, un juego de miradas, de provocaciones, de ver quién cede primero. —Bailemos —improviso, sin darle opción. Su sonrisa, ya presente, se expande aún más, acogedora y cálida, pero sin pronunciar una sola palabra que me contradiga o me niegue. Su gesto es silencioso, pero elocuente. Con esa sonrisa, me atrae suavemente, invitándome a acercarme a su lado, a dejarnos llevar por la corriente del momento. Siento sus manos rodear mi cintura, un abrazo firme pero delicado, que me acerca a su cuerpo. La música, intensa y vibrante, llena el espacio con un sonido salvaje, casi primitivo, que palpita en el aire. Marca un ritmo pausado, deliberadamente lento; sin embargo, cargado de una sensualidad latente, profundamente lasciva. Es una melodía perfecta para incitar a una danza donde el deseo se mantiene a raya, contenido en miradas, roces y silencios cómplices, alimentando la anticipación del encuentro. Es un baile de deseo contenido, una promesa susurrada entre notas musicales y piel. Su mano en mi cintura, su pecho rozando mi espalda cuando me giro, su respiración cálida en mi cuello cuando me inclino hacia él. No sé quién se mueve primero, si él me sigue o si yo me adapto a él, pero bailamos como si hubiésemos hecho esto mil veces. —No pareces de veintiocho años —susurra en mi oído, sus labios rozándome la piel. —¿Y tú? —suelta una risa grave. —Tengo treinta y un años. ¡Caramba! Más peligroso aún. Su mano en mi cintura se aprieta un poco más, enviando ondas de electricidad por todo mi cuerpo. Su otra mano se desliza por mi brazo, subiendo, bajando, con una lentitud que me tortura. Cada roce es una promesa silenciosa, cada caricia un secreto compartido entre nosotros. Sus dedos bailan sobre mi piel como si interpretaran una melodía que solo él conoce. Cuando llega a mi cuello, juegan traviesamente con un mechón de mi cabello, enredándolo y liberándolo en un ritual hipnótico. El tiempo parece detenerse en cada punto donde su piel toca la mía. Mi respiración se vuelve irregular, mientras su aliento cálido acaricia mi oído. El mundo exterior se desvanece, y solo existimos nosotros dos en este momento íntimo. Sus movimientos son calculados y precisos, como si hubiera memorizado cada centímetro de mi piel. La tensión crece con cada segundo que pasa. Sus caricias son como brasas ardientes que dejan un rastro de fuego sobre mi piel. Mi corazón late con tanta fuerza que temo que pueda escucharlo. El aire entre nosotros se vuelve denso, cargado de deseo y anticipación. Sus dedos continúan su exploración, dibujando patrones invisibles que me hacen estremecer. Cada roce es una tentación, cada caricia, una invitación a perderme en este momento. Sé lo que está haciendo. Está probándome si soy esa mujer madura que finjo ser. —Podría pervertir todo ese cuerpo tuyo si quisiera. —dice, susurrando en mi oído. —¿Quién dijo que soy puritana? Me giro para enfrentarlo, nuestros cuerpos pegados, mi pierna entre las suyas. Siento su calor, su dureza que crece, su intensidad. Si quiere jugar, que juegue. Yo no voy a ceder, porque he venido a divertirme y experimentar. Mis manos suben por su pecho, mis dedos juegan con el cuello de su camisa, mis labios a centímetros de los suyos. Cree que solamente él puede provocarme. Está muy erróneo. —¿Siempre eres así de intenso? —¿Siempre provocas tanto? —Solo cuando quiero algo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD