Medicina contra el duelo I

604 Words
Vine a este mundo con los bolsillos llenos de monedas y el cuerpo carente de abrazos. Crecí en el interior de una mansión con pintas de castillo embrujado; despreciada por los míos por causas incomprendidas, y por el resto de los moradores de la localidad debido a una montaña de rencores. Los pocos niños que conocí, me ignoraron. Ninguno de ellos quería jugar con una princesa envuelta en muselina. A falta de seres reales con quienes llenar mis silencios, no me quedó otra opción que hacerle guiños al espejo y hablar con las nubes, los peces y las arañas. Poco a poco, formé un universo imaginario en el que fui aceptada sin pretextos, donde no era tonta ni loca o diferente al resto de las personas; en el que simplemente, era yo. Los adultos consideraron urgente desterrarlo de mi cabeza enfermiza y me arrastraron, de mal grado, a la consulta de una psiquiatra. Usualmente, contendía con la doctora Bell dos veces por mes. Sin embargo, cuando mi faceta siniestra llenaba a Carlos el gorro de guisazos, me ganaba un paseo extra como castigo. Por eso estaba sentada en la sala de espera de la clínica por cuarta ocasión en menos de quince días. Créanme que ese sitio era espeluznante. Leer las propagandas pintadas en las paredes solo consumía cuatro minutos y medio. Los he medido por el reloj. Luego, comenzaba la lucha contra el aburrimiento. En una sala de espera si uno es demasiado bullanguero, le tachan de histérico; en caso de ser metódico, es tildado de neurótico obsesivo; si se mueve repetidamente, padece de un desorden catatónico; y si se queda con la mirada perdida, sufre de enajenación mental. No hay manera de quedar bien con un psiquiatra y sus secuaces. Todos los humanos estamos un poco jodidos. Por suerte, aquella mañana, la batería de mi teléfono estaba cargada al ciento porciento. Internet es el mejor invento salido de la cabeza de un sesudo desde que los franceses descubrieron la receta de Ratatouille. En un rango del uno al diez, los dos alcanzan un once. Aunque habíamos ido de improviso, tras diez minutos de martirio, la doctora nos hizo un hueco en su agenda. Como conocía el caso de memoria, no hurgó en sus apuntes. Me echó una mirada desaprobatoria a través del grueso cristal de los espejuelos y negó con la cabeza. ¡Bien habíamos comenzado! Ella aún no conocía los pormenores de la situación y ya se colocaba en contra mía. —¿Qué ha hecho esta vez mi niña pendenciera? Es increíble el grado que alcanza la hipocresía humana. Mientras sus gestos declaraban abiertamente la repulsión que le hacía sentir, ella acariciaba mi cabellera pelirroja con sus huesudos dedos. «¿A qué no te has enterado, sabionda? Odio el contacto físico con los seres que aborrezco». En lugar de espetarle a la cara mis pensamientos, los reprimí dentro de la bocaza. La doctora ya había tenido el disgusto de conocer a la Fernanda introvertida y la Fernanda siniestra. Ahora le tocaba el turno a la Fernanda neutral; pero en un día catastrófico, cualquier faceta mía podía armar un caos. —La pérdida de una persona allegada puede traer consigo un desequilibrio en alguien que, como la paciente, no maneje bien las frustraciones. No todos manifestamos los sentimientos de igual manera. Entiendo el dolor que le produce separarse de su amada institutriz. Si ella continuaba disparando estupideces, iba a vomitar sobre su inmaculado escritorio. Me apreté a escondidas la boca del estómago para estimular el reflejo nauseoso, pero el muy descarado solo aparecía de improviso y no cuando le necesitaba.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD