Medicina contra el duelo II

872 Words
¡Y pensar que mi padre pagaba una suma sustancial por escuchar esa sarta de tonterías! Esa señora disfrazada de amor, no era más que una estafadora que se había apresurado en apropiarse de un contrato beneficioso. De lo que ocurría en mi interior sabía tanto como yo de cinética química o de cualquier otra materia con nombre estrafalario. Su trabajo fue sencillo. Tras echarme una primera ojeada, con destreza y sin piedad, aunó síntomas y signos en una gran bolsa y colocó en mi frente un cartel que me persigue hasta el presente: «Trastorno bipolar en paciente con personalidad esquizoide con difícil adaptación a nuevos medios y baja tolerancia a las frustraciones». Toda una parrafada con estilo de trabalenguas extraída de un diccionario. Entender el nombrecito era un desafío a la inteligencia. ¿No creen que usaba demasiadas palabras para conceptuar la soledad y la tristeza de un adolescente? Su definición solo constituía una manera sofisticada de repetir los denigrantes insultos que me acompañaron desde que rompí el cascarón. —¿Qué hay de los malos sueños, preciosa? Ni de broma iba a contestar. Me bastaba con ser torturada por mis pesadillas en las noches, no precisaba hablar de ellas durante el día. —Está en uno de esos períodos en que se pone más insoportable que de costumbre. —Carlos me tiró la bronca con una expresión furibunda. ¡Tamaña ansiedad tenía mi padre! Quizás él necesitaba acudir a un psiquiatra. —Paciencia, señor Santos. Los adolescentes son melodramáticos. Todos creen que el universo les gira alrededor —afirmó la señorita Bell. Al fin, luego de muchos años, ella y yo estábamos de acuerdo en algo. —Entonces, ¿qué hago? Lo he intentado todo, he seguido sus indicaciones al pie de la letra —reiteró Carlos sin mucho entusiasmo. La doctora me escudriñó pensativa. Yo, un tanto insolente, le sostuve la mirada. De esos detalles Carlos ni se enteró. Estaba demasiado ocupado vacilando las curvas de una enfermera picantona. Tal vez era ella la verdadera razón de mis visitas fuera de horario. Conocía el brillo de pervertido que adquirían los ojos de mi padre cuando estaba cazando a una mujer. Se babeaba como un recién nacido y giraba el cuello en un ángulo de ciento ochenta grados. Bonito ejemplo me daba, ¡y después me exigía compostura! Mientras él permanecía hipnotizado y la doctora repetía sus diagnósticos incoherentes, yo trazaba un plan maestro de esos que suelen ocurrírseme. Me acerqué meditabunda a la señorita Bell y, como quien no quiere las cosas, hice resbalar en su oído un murmullo apenas perceptible. —No le oye. Ella calló de inmediato. Solo había escuchado mi voz en contadas ocasiones y siempre vociferando insultos o palabras vulgares. —¿Perdón? Su balido se semejaba al de un corderito amaestrado. Pobre señora, tan vieja y tan perdida. —Le ha hechizado una poderosa mentalista con mayores facultades que las nuestras. Observe su cara de imbécil. Utilizando los vocablos que usted me ha enseñado, le diré que las nalgas de esa chica le han enajenado o extrapolado al plano astral. Era divertido jugar con fuego, pero también peligroso. —Debería mostrar algo de respeto por su padre —refunfuñó sin dar muestras visibles de su presunta inteligencia. —Es lamentable mi actitud, pero él no se ha dado a respetar. Demasiados adultos complacen mis caprichos en la mansión. Quizás debiese enfrentar el mundo tal cual es, en un sitio neutral, con chicos de mi edad… Tiré el anzuelo al agua, con una apetitosa carnada, y el pez lo mordió. Una luz poderosa irradió en el semblante de la aspirante a bruja de alto nivel. Carraspeó, saboreando su dictamen, antes de abrir el pico. —Como le decía, señor Santos, Fernanda debe dejar de ser el centro del atención. Enviarla a la escuela pública sería una forma eficaz de aminorar el luto por la pérdida de su amada maestra. En este caso, el roce social es la mejor medicina. La muy obtusa se sonrió. Nunca imaginó que yo había colocado mis opiniones en sus labios y mi razonamiento en sus planas circunvoluciones cerebrales. Me anoté un tanto en mi lista, pero aún Carlos no se enteraba. Él seguía ensimismado con las virtudes de la agraciada enfermera. Estaba a millas de distancia. —¡Papá!— Mi grito hizo temblar los cimientos de la clínica. Admito que yo era la chiquilla más odiosa del mundo. Su desatención exacerbaba mis malas pulgas. —¡Fernanda! El reproche trajo el tono izado a media asta. Él sabía que le había agarrado con los ojos en la masa. —También he de recomendar el estudio de los sueños. Es un método indoloro que le haría bien —indicó la señorita Bell. —¿Podría usted hacernos un resumen? —Acompañé la pregunta de mi mejor cara de niña buena. —Es sencillo. Escuela pública y estudio de los sueños —reiteró. Aplaudí su resolución con un suspiro que sonaba a un amén. Le hubiese dado un beso en su arrugada cara, pero tras un montón de años de sinsabores no se borran de un manotazo. En lo que a mí respecta, ella seguía siendo una bruja de baja cuantía.
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