Capítulo 2

2903 Words
Esa nueva realidad creaba bajones de tensión en mí, y no debería ser así. Con mis veinte un años encima, mis diez kilos menos y mi desaparecidas rollizas piernas un mareo por muy pequeño que fuera no era un indicio de buena salud. Y fui una verdadera estúpida al no reconocer mi debilidad y pisar con tal firmeza el borde del peldaño de la pequeña escalera que dividía mi espacio privado al público. Llámese público al edificio de uno de los Supermarkets. No supe cómo deslicé mi calzado en el borde y mucho menos supe de dónde apareció él. Siempre tan estúpida esta misma y trillada escena, que de tratarse de otra chica cursi y enamoradiza habría hecho a un lado mi tristeza y me habría quedado para siempre en medio de esos brazos, que en honor a la verdad transmitían una fogosidad de leña en hoguera invernal. Me estaba reponiendo y todavía sentía el calor abrasador de sus manos en mi espalda y cintura. Creo que me cargó en el aire y mis glúteos redondos, reducidos por mi plan dietético impuesto por mi duelo, rozaron una rigidez imponente que despertó un impertinente rubor en mí. «¡Carlos Alberto estaba teniendo una erección! », Y me avergoncé al creerme culpable de ello. La verdad, en la Universidad solía hablar de más para posicionarme entre mis amistades, mis compañeras de clases y más, las de la escuela artística me veían con admiración cada vez que escuchaban una de mis anécdotas ficticias de encuentros con noviecitos y amantes que nunca existieron. Nadie imaginó que mi amplio repertorio y vasto bagaje se enriquecía no con mis propias experiencias sino con cada una de las novelas románticas que descargaba en mi tablet. Carlos Alberto no parecía querer soltarme y tampoco dejo de mirarme. Eso me ponía nerviosa. Sus ojos profundamente negros hablaban por sí solos, su rostro perfecto con esa mirada de ángel caído del cielo hipnotizaba a cualquiera y con los quebrantos espirituales que llevaba encima “yo” era una cualquiera más. Carlos Alberto es mayor que yo. Mientras yo voy al pre-grado de artes, él está ejerciendo la carrera que obtuvo con honores, siempre fue muy destacado e incluso coincidimos en algunos cursos extracurriculares como el de mandarín y el de inglés. Recuerdo que me miraba refeo cada vez que me juntaba con mi amiga asiática Lyn. En una ocasión se autoinvitó a una de las fiestas del cierre académico. Los celebrábamos en un suntuoso club en medio de albercas, jardines y luces led despampanantes. El Bob Louis siempre estaba detrás de mí y esa noche por fin se le dio el que yo aceptase bailar con él. Yo había aprendido como manejar la situación. La literatura rosa te da muchas pistas, pero él debió haber alterado mi bebida porque sin imaginármelo mi cabeza estaba dando vueltas como si estuviese sentada en las sillas voladoras de un parque de atracciones y apenas reconocía las manos de Bob Louis sobre mi cintura. Algo despertaba asco a su contacto, pero mi escaso raciocinio impuesto por drogas me impedía reaccionar. Solo recuerdo que Carlos Alberto se acercó a nosotros, me arrancó de los brazos de Bob luego de bofetearlo a nivel boxeador. Se volvió a mí y me tomó en sus brazos. Siempre me pregunté de dónde sacaba tanta fuerza un simple contador. Claro que, yo no sabía que durante las noches mi héroe entrenaba artes marciales. Eso me lo contó mi abuelo estando en vida. Lo cierto del caso es que en ese momento de su erección recordé su heroísmo y caballerosidad. Me llevó hasta su departamento, me abrigó y me metió en su cama, mientras él preparó una bebida que pudiese desintoxicarme. Recuerdo que me acarició el rostro con su pulgar y si no me falla la memoria su dedo índice rozó con timidez el contorno y comisura de mis labios. Esa fue la primera vez que sentí un fogaje extraño y libertino entre mis piernas y aunque todavía no cumplía mis dieciocho años deseé que él me tocará como lo hacían los príncipes de las novelas que tantas veces leí. Cerré los ojos y chupé su dedo índice con alevosía, pero debí haberlo hecho muy mal porque Carlos Alberto se levantó molesto y se fue a dormir dejándome toda consternada dentro de sus propias sábanas. Debí estar tan drogada que no pude ponerme en pie y aprisa caí en brazos del Dios Morfeo. Nunca había consumido drogas, pero Bob Luoise debió afectarme a tal punto que días después quise reunirme con unos amigos adictos a la Heroína y de nuevo el metido de Carlos Alberto estaba allí , detrás de mí, pero está vez no estuve dispuesta a que me rescatase y luché como una fiera contra él, aún así su figura robusta me llevó al interior del auto y justo cuando pretendí huir del habitáculo, él se aferró a mí , me presionó contra el asiento y puso sus labios sobre los míos. Me besó con rudeza en un principio, sin dejar de mirarme a los ojos. Debió verse en los míos y descifrar mis temores furtivos, porque la embestida fue cesando hasta que sus labios posaron suaves y pausados. Me miraba . Me escudriñaba con esos ojos negros de impacto, mientras degustaba mis labios como si se tratase de un delicioso confite. Sus manos apresaban mis orejas, acariciaron mi cuello y mis dientes chocaron de repente con los suyos, mientras su lengua tocaba mis labios con aprehensión. Debió sacudir mis ansias porque detuve mi agitación y ahora estaba a la merced de las caricias de sus dedos. —No mereces ese futuro Daniela. Las drogas no son para alguien como tú. —¿Me besaste, Carlos Alberto?—susurré y mis ojos kawaii escudriñaron los suyos. Al instante sus palabras sacudieron toda mi ternura. —Si estabas dispuesta a drogarte con esos pendejos, ¿Qué de malo hay en que yo te bese? —¿Has besado muchas veces? —osé a preguntar sin dejar de mirarlo. Lucía incrédula. —Sí—afirmó luego de pensarlo un poco— he besado antes, muchas veces. —¿Y…?—cabizbaja me ruborice. Pude sentir el calor de mis mejillas blancas —¿Qué quieres saber Daniela? — masculló. Él debió entenderme porque volteó la mirada hasta el volante, en silencio. —¿Y qué ha pasado después de los besos?—quise saber. Carlos Alberto me regresó la mirada, esta vez compasiva. Sus ojos negros brillaron y él se aferró al volante. —No creo que una chica como tú esté preparada para saberlo. —¡Quiero saberlo! — insistí con malcriadez y de inmediato volvió a besarme, está vez me arrancó de sus labios. —Debería darte el par de correazos que nunca te dieron. Boquiabierta no supe qué responder, hice un ademán de ponerme de pie de nuevo, pero me sujetó de los hombros contra el asiento. Respiró hondo a tal punto que sentí el calor de su hálito caliente impregnado de mentas y eucalipto en mi cara. Lo vi cerrar los ojos por un momento y me gustó ver el detalle de sus facciones, la concavidad de sus grandes ojos. Quise saber que pensaba, pero decidí callarme. Su cuello se agitó y tras el nudo de su corbata pude ver el subir y bajar de la nuez de Adán. —¿Qué pasa después de los besos? — volví a preguntar más para molestarlo que para saciar mi duda. —¿Acaso no lo sabes? —inquirió molesto y me miraba como si quisiera diseccionarme sin anestesia. Debió ver algo en mí, que lo desconcertó. Sus ojos negros me escudriñaron y cada observación era un puñal invisible que me laceraba. —¿Acaso no aprendiste nada de tu larga lista de novio? —Al escucharlo me sentí por primera vez en toda mi vida ofendida. Lo habría escuchado de cualquier otra persona y me resultaría indiferente, pero escucharlo de los propios labios del casi nieto de mi abuelo me afectó mucho. Así que, como es típico en mí busqué la forma de menguar su efecto. Sonreí y coqueteé con mi cabello teñido. Era un tono caoba rojiza que resaltaba el tono claro de mi piel, y al parecer despertaba sensaciones en el gremio masculino. Me di cuenta de ello desde el primer momento en que lo teñí. —Todos en la universidad hablan de tus experiencias ganadas tras muchos besos, pero lo curioso del caso, es que luego de besarte no parecieras contar con mucha pericia en ello. —sonrió malévolo. —Supongo que no has tenido buenos maestros. Intenté zafarme de sus brazos, pero por el contrario se inclinó sobre mí, en búsqueda del broche del cinturón de seguridad, al hacerlo lo tensó sobre mi pecho y retomó su lugar tras el volante. —Debería decirle a tu abuelo, las estupideces que haces solo para ganar popularidad, pero lo aprecio demasiado como para querer infartarlo. Encendió el motor y me llevó fuera de aquel lugar en donde estuve a punto de entrar al mundo formal de las drogas. Rodamos por algunas calles de la ciudad hasta que nos detuvimos frente a uno de los hoteles más grandes de la región. Carlos Alberto se volteó a verme a los ojos. —¿Quieres saber qué pasa después de los besos? Mira allá. —Me señaló la entrada al vestíbulo del hotel—Aquí resuelves tu duda… Estoy dispuesto a ayudarte a descubrirlo cuando lo desees. Comprendí que jugaba con fuego. Carlos Alberto es todo un hombre y hace un momento me había besado como tal y si mi raciocinio no me falla, estaba esperando por una respuesta. Sonreí trémula, pero en él no hallé sonrisa alguna, apenas la tensa complexión de su mandíbula tras el paso grueso de su propia salivación. Sus ojos brillaron de nuevo, mientras escudriñaba el escote en uve de mi blusa. Esquivé su mirada y tuve que parpadear. —Llévame a casa por favor—. Le pedí. Una bocanada de aire llenó el habitáculo. Se acomodó de nuevo tras el volante, encendió el motor y condujo en silencio hasta mi casa. *** Es curioso lo poderosa que puede ser la mente, porque mis recuerdos largos y extensos abarcaron los pocos segundos en que resbalaba y caía en sus brazos. El sentir y reconocer su erección me hizo pensar en qué quizá Carlos Alberto me desea más de lo que él cree y me avergoncé al reconocerlo. Él fue muy amable, como siempre muy caballero. Me tomó en brazos sin demostrar esfuerzo alguno, incluso me hizo saber que pesaba tanto como una pluma y hasta terminó ofreciéndome llevar al centro clínico en donde trabaja su hermana Carla Felicia para que me examinase. No imaginé fuese tan insistente. Alegó que era oportuno un chequeo general mientras me hacía tomar asiento cerca suyo. Se alejó un poco, mientras buscaba agua del botellón de la empresa y me hizo tomarla. —A Dios gracias saliste de tu letargo, Daniela. Debes retomar energías para enfrentar tu nueva realidad. Imaginó que te organizarás con las clases en la Universidad para poder cumplir con todo, ¿verdad? Conversé con mi padre y acordamos ayudarte para que logres culminar tu carrera. Atolondrada más por sus atenciones y el calor de su brazo me froté la sien. —Estás pálida. Será mejor que te lleve a chequear. Vamos Ese vamos en boca de Carlos Alberto solía ser una orden y no una simple sugerencia, así que me deje llevar. En realidad, luego de abrir los ojos y reconocer que debía despertar de mi pesadilla y salir de mi encierro por el bien y la memoria de los míos acepté sus buenas intenciones; así que obediente me dejé llevar por él, esta vez en su automóvil Audi A5 Cartoni. Siempre me gustó su automóvil. Tiene estilo. Solía decirle algún piropo a su carro hermoso, pero esta vez subí en silencio. Condujo pausado y cauteloso hasta el centro clínico en donde nos aguardaba un enfermero con una silla de ruedas. Me sentí ofendida. El duelo no debería volverme incapacitada, pero al escuchar su susurro en el pabellón de mi oreja me permitió ceder y suprimir algunas palabrotas. —Permíteme consentirte un poco, solo por hoy. Lo prometo. Será solo por hoy. Pero como siempre, me mintió porque no solo fue ese día, ni el siguiente sino hasta el tercer día. Ya me sentía como Jesucristo resucitando al tercer día. Claro, sin ofender a papá Dios. Su hermana suele ser más obstinada que Carlos Alberto y al verme tan descompensada le sacó harto lustre a mi seguro médico, que de por sí, nunca antes había sido tan usado como lo hice durante estos tres días. Me hizo chequear hasta los dedos pequeños del pie. Y al darme de alta me hizo entrega de una carpeta foliada como de cincuenta hojas en donde reportaba mis días de hospitalización. ¡Estaba que me moría del enojo con Carlos Alberto a quien de paso tampoco pude ver mucho durante mi encierro médico. Si mi abuelo estuviese vivo hubiese persuadido a todo el personal para pernoctar conmigo, pero Carlos Alberto no era mi abuelo. Una vez dada de alta, lo vi. Me esperaba con un ramo de rosas sin espinos, lo que me causó curiosidad. Debió verme demasiado débil como para no desear que me pinchase un dedo. También traía un globo de Oso Panda en Helio. No lo puedo negar ese gesto tan inusual en él me encantó. Hasta traía chocolates dentro de una cesta de mimbre. Su hermana me despidió enfatizando que debía cuidarme y seguir las indicaciones en la carpeta foliada. La verdad, ya no me caía tan mal. Es que siempre la vi arrogante y déspota. No debí culparla, quizá ella debió verme como una amenaza para su querido hermano: Carlos Alberto. Después de todo mi suntuosa reputación de zorra de los cerezos no me favorecía para ganarme su apreció, aunque hubiese ganado los diez premios de las diversas municipalidades del norte de Chile con mis hermosos cuadros de cerezos. La gente se deja llevar por los prejuicios y aunque pintase como Van Gogh mi reputación como mujer era simple trapo para limpiar pisos. Pronto estaba en su autómovil Audi A5, siempre oloroso a fresas y tan cómodo como nunca. ¿Era mi impresión o Carlos Alberto lucía mucho más atento? *** Su teléfono celular sonó justo cuando cerró mi portezuela. Pude ver su semblante alegre al contestar y hasta me intimidé al ver su hermosa dentadura. Se alejo un poco del auto, así que me era inaudible su conversación, pero sea con quien sea estaba muy alegre al escucharla. —Siempre pensé que esa mujer era una verdadera zorra de los cerezos. No te quería cerca de ella, pero tras esta hospitalización cambie de idea. —Te pedí que evaluarás su estado de salud y casi la diseccionas. No era necesario, hermana. Solo quería ver sus plaquetas, hemoglobina y sus triglicéridos. La pobre ha perdido al único ser amado en su vida y se descompenso mucho. Teresa nos contó que así como llevaba la comida, así, igual la retiraba. —Y te cumplí, lleva un informe médico exhaustivo. Échale una mirada cuando puedas. Te va a sorprender, hermanito. Hasta prueba de ADN le realizamos, por si acaso, no vaya a ser que terminemos siendo hermanos gracias a los días de juventud de nuestro padre. Una nunca sabe. Cuida mucho a esa diablilla. Creo que va a necesitar ayuda. —¿Por qué lo dices? —¡Ay, Carlos Alberto! No quiero decirte, bueno sí quiero decirte. ¿Cómo te lo digo? — Jugueteaba y reía del otro lado de la línea— Pues que metas tu pajarito en esa jaula porque todavía es de oro. Cien por ciento comprobado, Virginidad natural, sin cirugías, sin reconstrucciones, sin injertos. Natural. —¡Mierda!¿Cómo te atreviste? —Ella no se dio cuenta para qué era, tranquilo. Te dejo hermanito. Y me alegro por ti, al menos sé que no estás detrás de joyas usadas—y le lanzó un beso chillón desde su móvil. —Eres toda una arpía— reclamó sonriente. —No, Carlos Alberto. Solo soy tu hermana mayor. Él colgó la llamada, apretó su móvil mientras amordazó un alarido de alegría. Bordeó el automóvil desde la parte trasera, meditabundo, cabizbajo. Los recuerdos brincaron a él. Era todo un torbellino. «Entonces, era verdad. ¡Daniela no sabía qué viene después de los besos!». Se reprochó así mismo su estupidez. Durante años se torturó reprochándole en silencio su libertinaje y detestando su doble vida de chica de familia decente. Se culpó al recordar haberla besado de forma tan ruda cuando sus labios gritaban su inocencia en el arte de amar. ¡Había sido un canalla! Y sintió tristeza al imaginar lo que hubiese pensado de él su abuelito. Sonrió para sí mismo y subió al automóvil soñando con mirarse en sus ojos. Golpeteó el volante. Su felicidad se transpiraba. —¿Te ocurre algo Carlos Alberto? —No, no. Nada en absoluto. ¿Y tú? ¿Te sientes mejor? —Quiero ir al cementerio. ¿Me llevas? Carlos Alberto lucía diferente. Pero me complació, así que desde allí condujo hasta el camposanto en donde necesite de su tiempo para conversar a solas con mi abuelo.
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