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La zorra de los cerezos

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Blurb

Daniela Hoffmann es una chica prodigio. Desarrolló el arte de las pintura desde que era una niña, se enfrentó a la muerte de sus padres y justo cuando florecía en su carrera universitaria y artística pierde a su abuelo, el dueño de todo lo que ahora posee; siempre estuvo preparándose para asumir los negocios, aunque su pasión más grande fuese el óleo. Nunca había sido enfrentada a elegir y finalmente tuvo qué hacerlo. Carlos Alberto creció con ella, un joven destacado con sus veintisiete años sabía de mujeres lo que ella sabía de pintura. Entrenador de artes marciales y contador de profesión estaba a cargo junto con su padre de las finanzas de su abuelo y repentinamente, sentía la necesidad de hacerse cargo de ella, aunque le molestase hasta el infinito la fama de mujer ardiente y mundana que uno de sus famosos cuadros le hubiese dado. Los chismes de Pasillo lo hacían encolerizar y saber que su amiga se acostaba con titirimundi del mundo artístico le hacía desear hacer lo mismo, pero no para formar parte de la larga lista de la que parecía presumir, si no para hacerla suya y no dejarla libre jamás en sus viejas andanzas de lujuria. Dolorosamente debió reconocer que siempre la quiso. Circunstancias de la vida ponen a su hermana Carla Felicia en medio de la contienda, molesta con los rumores que se riegan como pólvora por la ciudad del norte grande de Chile sobre la única chica que su hermano no ha podido sacar de su cabeza. Odiarla es poco, así que toma cartas en el asunto y descubre algo de lo que no imaginaria jamás. Después de saberlo, ¿Qué hará su hermano Carlos Alberto cuando descubra que la zorra de los cerezos no es tan zorra como se dice?

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Capítulo 1
Es la primera vez en diez días que salgo de mi departamento. Desde que murió mi abuelo no he hecho otra cosa que revolcarme entre las sábanas, descuartizar los lienzos y desparramar acuarela y óleo por doquier. Me sorprende mi pérdida de apetito y hoy me he asustado al verme en el espejo del desaliñado baño. Teresa, la doña de la limpieza no ha dejado de llamar a la puerta y tampoco desiste de su propósito de traer mis alimentos, pero hasta el pastel de chocolate que tanto adoro terminó formando parte de mis aversiones alimenticias. Mi teléfono celular registra más de cinco mil llamadas y sopotocientos mensajes de texto y de w******p. No escuché ninguno. No me importa. Después de todo no tengo más familiares. ¿A quién le voy a importar? Si la única persona que vio por mi desde que perdí a mis padres ya no está. Era una culicagada cuando mi abuelo me tomó en brazos, y lloró conmigo en su regazo. Todavía recuerdo su barba . Rasposa. Al día siguiente se afeitó y nunca se la dejo crecer solo para evitarme su roce de lija. Mi abuelo es alemán, bueno, era alemán y construyó un imperio de negocios en Chile. Fue dueño de Redes de supermercados y hasta de retails, se empeñó en pagarme tutores particulares que me enseñasen matemática financiera, administración y contabilidad, además de los tutores de inglés y de mandarín. Esa es la razón por la que terminé haciendo amigos entre la comunidad asiática. Me agrada su cultura. Su discreción, pero mucho más mi amiga, Lyn a quien tampoco contesté las llamadas. En fin, mi habitación. El baño, la cocina, la sala y cada rincón del apartamento era un completo desastre. Cuando me puse de pie, no pude creer que hubiese colgado uno de mis brassieres favoritos sobre el caballete cerca de la ventana« ¿Cuántos lo habrán visto? ¡Que vergüenza?», me lo pregunté con las mejillas arreboladas. Y mis panty flotaban en la bañera a medio llenar. ¡Horroroso! Durante mi encierro y limitada ingesta de alimentos había lanzado contra la pared unos cuantos lienzos trabajados al muy admirado estilo postimpresionista de Vicent Van Gogh. Jamás empleé tantas pinceladas puntillistas y tantas líneas ondulantes en búsqueda del retrato de mis delirios en medio de colores sombríos y paisajes de fondos tan coloridos. En muchos de ellos delineé la escultural figura viril de un adonis que terminaba difuminándose como un gran ciprés. Pero no supe a quien representaba. Mi abuelo siempre quiso buscarme candidatos para el matrimonio, pero no formaba parte de mis planes el casarme. Muchos le traían cuentos de su nieta: la zorra, la que salía con titirimundi y la que dejaba que metieran manos bajo su braga. Pensé que a mi abuelo no le importaba, pero no fue así. Me di cuenta de ello cuando estrechó contra la pared a un estúpido a quien sorprendió calumniándome. Lo tomó del cuello y lo colgó de un clavo en la pared. Mi abuelo sabía a plenitud quien era yo, su nieta… Reconozco que yo di cabida a muchos de esos chismes. La verdad es que necesitaba demostrar lo extrovertida, liberal y moderna que podía ser.¡ Odiaba ser siempre la zanahoria del salón! Parpadeé muchas veces antes de ponerme de pie y comprender que me estaba hundiendo en mi propio encierro y eso, sería lo último que mi abuelo desease que yo hiciera. Así que convencida de ello me levanté, me duché, metí mi ropa sucia a la lavadora y llamé a Teresa para que se hiciera cargo de todo ese basural, mientras que yo me estiraba camino a las empresas de mi abuelo. Teresa se sorprendió al verme y hasta estiró su mano para mejorar el delineado de la pintura en mis labios. —¡Esa es la actitud mi niña! Porque si usted no baja, esa gente se va a quedar con lo que es suyo— yo sabía a quién se refería Teresa, esa gente eran los encargados. Claro, que no clasificaban todos. Don Sergio no entraba en ese mismo costal. Él había sido el amigo de mi abuelo desde que tengo memoria y su hijo Carlos Alberto se convirtió en casi que su nieto. Llegué a sentir celos por él. No me agradaba, además había algo en esos ojos negros de facciones europeas que me intimidaba. Saber que debía salir y enfrentarme a un mundo, en nombre de mi abuelo, me hizo sacudir cada una de mis venas. Era como si fueran hilos en mano de un titiritero. —El joven Carlos Alberto y su padre siempre venían a buscarla. —Dijo Teresa sin soltar el trapo de la limpieza— Una vez Carlos Alberto se detuvo en el umbral de la puerta que usted había dejado entreabierta. Yo lo vi petrificado y con las mejillas coloradas. Lo que me sorprendió mucho hijita, porque nunca imaginé a un hombre ruborizarse; pronto él desvió la vista y se fue. Yo como toda curiosa me vine a asomar y mire pues hijita, que usted estaba en peloticas con pincel en mano pintando sobre el lienzo. ¡El pobre muchacho no volvió más de la vergüenza! —¡¿Cómo?! ¡Yo estaba desvariando entonces Teresa! —¡Ay mihijita! ¡Gracias a Dios volvió en sí! Una mujer tan linda como usted, lanzándose al abandono, no puede ser. —¿Y Don Sergio está abajo? —Sí , mi niña. Desde que su abuelo falleció y desde que usted se encerró ese pobre señor no ha descansado. —Bajaré a verlo— murmuré, pero dentro de mí, el corazón latía brioso. Sabía que iba a ver al Carlos Alberto y el solo hecho de saber que vio mi desnudez me intimidaba. ¡Pero ni modo! No podía seguir evitando agarrar al toro por los cachos. Las escaleras y el andén que separaba el town house que realmente era mi modesto departamento lucía desolado, muy diferentes a la época de mi abuelo. Créanme, me costó asimilar mi nueva realidad.

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