Capítulo 1: Loreline Evans.
Después de salir de la preparatoria y regresar a casa ayer por la tarde, me recibió una grata sorpresa: mi padre me entregó las llaves de mi primer automóvil. Finalmente, había alcanzado la edad para conducir, y este regalo era la culminación de años de espera.
Hoy en la preparatoria, tuve una disputa acalorada con Juan Pablo, lo que resultó en que lo dejara atrás a pie. A pesar de tener su propio automóvil, había estrellado el suyo en una carrera clandestina, un incidente que solo resaltaba su imprudencia y torpeza en algunos aspectos de su vida.
No puedo evitar sentir cierta preocupación por Juan Pablo; su fascinación por las carreras clandestinas ha sido alimentada por mi tío Adám y mi padre, quienes parecen no darse cuenta del peligro y las consecuencias de sus acciones. Juan no está hecho para eso; la velocidad no es para él. Aunque intente impresionar a mi padre, Juan es demasiado dulce para esos trotes.
A pesar de las críticas que recibí de algunos, quienes argumentan que soy una mala novia por no apoyarlo en su carrera suicida en las carreras clandestinas, me niego a permitir que eso me afecte. Reconozco que, en momentos de enojo, todos somos propensos a cometer errores, y yo no soy una excepción a esa regla, a pesar de que nací prácticamente perfecta.
Al llegar a casa, decidí estacionar el automóvil en la entrada principal. Sabía que solo estaría allí por un corto tiempo, ya que tenía una lista de cosas por hacer antes de salir nuevamente en aproximadamente una hora.
—¡Hola, mamá! ¡Ya estoy en casa! —anuncié con entusiasmo en cuanto abrí la puerta y dejé las llaves sobre la mesa de entrada. Con cuidado, me quité la mochila y la colgué en el perchero. Dirigí mi vista a la foto familiar que siempre estaba ahí.
Al deslizar mis pies fuera de los zapatos, mis ojos se posaron en mi madre, quien siempre solía ser una figura maternal imponente con su enorme barriga que anunciaba la llegada del quinto hijo de mi padre. A veces pienso que mis padres son como humanos poseídos por conejos, porque parecían amar reproducirse como ellos.
Cruzando los dedos en mi mente, esperaba que esta vez fuera un niño; las trillizas habían sido un desafío para papá, una especie de karma viviente, bueno eso solía decir mamá. Aunque también solían bromear mis tíos y mis abuelos con él sobre ese tema. Aunque creo que su verdadero karma soy yo. Una joven que había heredado su misma arrogancia y manipulación, siempre haciendo mi voluntad a pesar de que no estuvieran de acuerdo.
—¡Mi hermosa Line ha llegado! —exclamó mamá con una sonrisa cálida, acercándose para darme un beso en la frente.
No soltó el frasco de nieve de vainilla que llevaba en la mano, como si fuera su amuleto de buena suerte en medio del ajetreo que era su vida cotidiana en los últimos días.
—Sí, mamá, saldré en un momento. Iré a ver a la tía Strella; ella mencionó que me ayudaría con mi rutina de baile para la competencia anual en la preparatoria. Aún quiero entrar a la academia de danza, y bueno, mencioné en mi solicitud que mi maestra particular es Strella Taylor, así que creo que me aceptarán. Además, en la competencia irán cazatalentos de la universidad en la que quiero estudiar —comenté mientras sentía el suave roce de la mano de mamá acariciando mi cabeza, de forma cariñosa.
—Sé que te aceptarán en esa universidad, te has esforzado mucho. ¿Dónde está Juan Pablo? —preguntó mamá, dirigiendo su mirada hacia la salida de la cocina, donde se encontraba un vacío que solía ocupar Juan Pablo.
—Discutimos, así que se vendrá solo.
—Line, no puedes ser cruel con ese chico, él te adora.
—También yo, mamá. Por eso soy su novia, o si no ya lo habría mandado a volar desde hace mucho —respondí con una sonrisa irónica mientras planeaba mi visita a la casa de mi tía.
—Line, no olvides llamar a tus abuelos. Vinieron esta tarde y te dejaron esto —Mamá me entregó una caja elegantemente envuelta, adornada con un moño dorado reluciente.
Mi corazón se aceleró de emoción al verla, sabiendo que dentro había algo especial. El dorado solía ser mi color favorito, y brillaba con un resplandor que siempre me había cautivado, representando para mí la riqueza y la elegancia en su máximo esplendor.
—Gracias, mamá —recibí la caja con delicadeza, sopesando su peso y admirando los detalles de su envoltura.
Decidí no abrirla de inmediato frente a mi madre, consciente de que su contenido podría no ser de su agrado.
Ser la primogénita de los Evans tenía sus privilegios, pero también conllevaba expectativas y presiones que siempre estaban latentes.
—Voy a cambiarme, nos vemos, mami —dije con una sonrisa forzada antes de dirigirme a mi habitación.
Al cerrar la puerta con llave, sentí un breve alivio al saber que estaba a salvo de las intrusiones no deseadas de mis hermanas. Mi habitación era mi espacio personal, mi refugio del mundo exterior.
Abrí la caja y allí estaba lo que esperaba: una llave de un auto. Acompañándola, una nota cuidadosamente escrita por mi abuelo Damián.
«Úsalo con prudencia, y pisa a fondo.
D. Evans.»
Reconocía su letra distintiva, inconfundible. Guardé las llaves en mi bolsa y me dirigí a la regadera.
Cuando terminé de bañarme, me envolví en una toalla y pude escuchar que alguien llamaba a la puerta. Me acerqué, encontrándome con Juan Pablo en ella, sus ojos se desviaron sin disimulo hacia mis piernas.
—Pasa —le dije, haciéndome a un lado para dejarlo entrar a mi habitación.
—Quiero disculparme contigo. Sé que mencioné algunas cosas que no… —sus palabras se quedaron cortas.
Sin decir nada más, dejé caer la toalla, revelando mi desnudez frente a él. Juan Pablo tragó en seco mientras avanzaba lentamente hacia él, coquetamente. Dio un paso hacia atrás, chocando con los pies de mi cama. Lo empujé suavemente hacia atrás hasta que se desplomó sobre ella. Subí sobre él.
—Te perdono si me coges como me gusta, Juan —dije con voz suave y seductora.
Él sonrió mientras comenzábamos a besarnos con hambre, mordiendo sus labios mientras sus manos se posaban en mi cintura. Con un gesto firme, retiré sus manos de mi cintura y las llevé hacia arriba, sobre su cabeza.
—Quiero atarte a la cama, así que satisfáceme, novio mío —le ordené.
Juan asintió automáticamente. Me levanté y tomé una frazada de una de mis cajoneras para atarle las manos.
—Has sido un chico muy malo, Juan, y voy a castigarte. ¿Quieres que te castigue? —pregunté mientras desabrochaba los botones de su camisa del uniforme, dejando a la vista su abdomen desnudo.
No estaba tan marcado, ya que sólo tenía 20 años, y aunque no lucía como los cuerpos tonificados que salen en la televisión, eso no importaba. Mis ojos bastaban para encontrar en él lo suficiente.
—Loreline —murmuró él, y le tapé la boca con la mano.
—Te has portado muy mal, Juan, y mereces un castigo. A mí nadie me da la contra. Yo siempre tengo la razón, aunque no sea verdad. Eso debe saberlo si quieres seguir siendo mi amado noviecito —recalqué con firmeza.