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CORAZÓN AJENO

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intro-logo
Blurb

Un niño maltratado por su madre y los amantes de la misma (era prostituta) se marcha a la calle la cual se convierte en su casa. En medio de tantos sinsabores, el niño crece a la vez que se convierte en un temible delincuente. Las drogas lo hacen incapaz de exteriorizar algún sentimiento. Se convierte en un feroz asesino cuyo placer lo obtiene asesinando niñas y ancianas, para luego de violarlas y darle muertes, beber su sangre. A la par, un rico empresario lleva una vida opacada por una terrible enfermedad cardíaca. Su muerte es inevitable si no obtiene un corazón sano para ser trasplantado en lugar de su delicado órgano. Romualdo se suicida y su corazón le es trasplantado a Gabriel, hombre probo y de sólidos principios religiosos. En virtud de que parte de Romualdo (su corazón) continúa con vida sintiendo y exteriorizando nobles sentimientos, el diablo rechaza al espíritu del Romualdo y le exige que haga que su antiguo corazón se convierta en lo que era antes. Se da inicio así a una férrea persecución de Romualdo contra Gabriel, a quien quiere hacer caer en pecado, cometiendo hechos fuera de la probidad del mismo. No logrando su cometido, el vil espectro se posesiona del cuerpo de un menesteroso e intenta que Gabriel asesine a su propia esposa. En aquella lucha, es asesinado Gabriel haciendo que aquel corazón no cayera en pecado. El fantasma de Romualdo es rechazado definitivamente por el diablo quedando perdido en un sitio inespecífico.

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EL INICIO
          Tenía diez años cuando aquella noche, como tantas otras, sentí el estrepitoso rugir de mis tripas que me gritaban con su gañote habitual, que el hambre era atroz. No teniendo ninguna otra alternativa les hice caso omiso, puesto que ya era eso una rutina, sentir hambre a toda hora y además; no había otra cosa que hacer más que sobrellevarla. De verdad que no sabría hasta cuando soportaría todo aquello que a mi tierna edad tanto daño me hacía. Pero eso no era lo que más me inquietaba. Lo que desparramaba el pánico en mí, en mi escondrijo acostumbrado de la casucha en la cual me acurrucaba esperando que ellos llegaran, eran las espeluznantes figuras de mis pesadillas. Lo extraño era que se trataban de unas pesadillas reales.           Sabría cuando habrían de llegar, porque desde mucho antes de que sonara como un demonio aquella puerta, se escuchaba el jolgorio que ambos traían consigo y que exteriorizaban con horrendos cantos y ridículas risotadas. Al rato, una patada de intensidad avasallante, abría la portezuela de hojalata rancia, dejando entrar el frío de la noche contagiado de aquella pestilencia etílica, y de unos dolorosos pasos vacilantes con él. Tras de varios andares trastabillantes, penetraba también errante la podredumbre que colmaba aquel arrabal donde reinaba tanto la pobreza, que muchos tenían que cobijarse en las drogas y los lavagallos traslúcidos tratando de soportarla. Cosa que resultaba una verdadera utopía.           Me acurrucaba más en mi rincón tratando de pasar desapercibido, como en efecto creía yo que sucedía. Estaban allí ellos, los podía mirar gracias a una escuálida luz que penetraba al quedar la puerta abierta por completo. Mi madre, aunque no llegaba a los treinta y cinco años, ya era una piltrafa desarraigada por completo de su otrora belleza pueril y aquel sujeto al que yo nunca había visto de los tantos que a diario ella llevaba a la casa, se visualizaba no muy viejo aunque si, todo un gatillo alegre de barrio y de vulgar banda. El adefesioese,la manoseaba sin ningún vestigio de placer visible y ella, se dejaba tentar, como si aquellasramplonas manos no la estuviesen tocando; aunque las mismas no dejaban de hurgar aquella marchita anatomía ni un instante y ningún centímetro. Mientras se tocaban mutuamente, sus bocas se unían y las lenguas comenzaban una danza espeluznante entre ellas, provocando un babeo tan intenso que se les mojaban los pescuezos con aquella vaina asquerosa que salía de sus jetas mientras se mamaban hasta quedar casi que sin aliento. Minutos después de aquella asquerosa caricia fugaz, hacían aquello. Se revolcaban como animales en celo, provocando el estruendo de los resortes vencidos de aquel colchón alcahuete, mientras yo miraba hacia otro rincón de la casucha; ya que un atisbo de moral, me impedía ver lo que ella hacía, puesto que al fin y al cabo, era mi madre; y aunque yo era apenas un carajito, sabía que esa vaina tenía que hacerse en privado. Y aquellos inmorales locos lo hacían ante un niño y lo más duroera que ese niño era yo, hijo de esa loca del carajo.Sólo se escuchaban unos quejidos ridículos, como que si de dos animales agonizantes se tratara. Mientras aquella detestable bulla invadía la casa y la escandalosa puerta no paraba de darse trastazos al abrirse y cerrarse debido a la enorme brisa, mi furia prematura no dejaba de crecer. La mezcla de toda aquella porquería que estaba presenciando, hacía que sintiera el hambre aun más endemoniada. Sentí profundo temor de que se escuchara aquella sonadera de tripas, ya que me resultaba imposible evitarlo, por más que me aprisionaba la panza con aquel trapo andrajoso que encontré a mi entero alcance en aquel rincón. Si aquel mamarrachoescuchaba mis tripas, era capaz de querer meterse conmigo.  Me quedé más inmóvil aún de lo que ya estaba. Ella sabía que yo estaba allí,pero no denotaba a ciencia cierta en que rincón me encontraba, ya quede puro miedo;nunca me escudaba en el mismo escondrijo todas las noches. Me percibía ella en la distancia,  puesto que alcanzaba a escuchar mi jadeo desesperado e invadido de pavor como lo hubiese estado cualquier niño cuya madre en lugar de darle amor hacía aquello. También ella literalmente miraba una sombra que adivinaba por algún sonido, por más mínimo que fuese. Ese sonido estaba presente a diario como un fantasma, eran mis tripas hambrientas y esa sombra no era nadie más que yo.Ademásno tenía ninguna duda de que era yo, ya que mi miedo a la noche, resultaba congénito a todas luces y nunca salía más allá del día a jugar o a hacer lo que fuere. Me ignoró por completo, puesto que al igual que ella, nadie se daría cuenta de mi presencia, ya que para ella y para quien resultara su compañía fortuita; yo era como un objeto dejado en un rincón, sin vida y sin importancia alguna. Posteriormente, casi a la medianoche, llegó Hilda, mi hermana de catorce años, con un viejo extraordinariamente diminuto de estatura y de ego, de pronunciada panza, papada colgante, narices monstruosas y la cabeza rapada, tanto; que parecía un huevo gigantesco. Se tiraron en el camastro de ella riéndose no se de que cosa y desnudándose el uno al otro. Ella se desvivía tratando de quitarle la ropa, puesto que al querer tomar entre sus manos algún trapo, por equivocación, agarraba aquel escandalo de pellejos fofos que colgaban como cataratas de grasa. Finalmente él, arrecho y casi a punto de darle un carajazo, se desnudó por cuenta propia y se tiró a su lado, largando en ese instante, un enorme pedo, largo y sonoro que parecía destrozar intestinos, que sentí asqueroso aun en mi destierro. Me estremecí de asco, puesto que mientras salían más de aquellas asquerosas ventosidades excesivamente hediondas,ella posaba su cara más abajo de la cintura del pelón aquel,en algo diminuto que asemejaba una larva raquítica y hacía algo con esa menudencia que resultaba más que atrevido, repugnante. Coloqué la cara entre mis rodillas abrazando ambas piernas muy fuerte. Yo solamente estaba esperando que llegara alguien tan sólo con un mendrugo de pan, para con ello tratar de mitigar un poquito aquella sensación detestable en mibandullo y dormir un poco; pero lo único que llegó fue la lujuria perversa que no dejaba entrar razones a aquellos cerebros amodorrados por los estupefacientes baratos que corrían como el agua de lluvia sucia,y que bajaba de los tantos cerros habitados de menesterosos. Lo único bueno que percibí, si se le puede dar esa denominación a alguna cosa que sucediera en aquel infierno, resultólo que el fofo y detestable ser que se apareaba con mi hermana Hilda hizo.Colocó en su santo lugar, es decira lo que denominábamos una puerta, la enorme piedra que la mantenía cerrada y que la inmensa patada del cliente de mi madre quitara. De esa manera, además de esconderse tanto de las miradas glotonas de mil sádicos que sobraban en aquel medio, también se refugiaban de sus mujeres, que generalmente vivían en las cercanías,de la policía o de lo era peor, de sus rivales de bandas. Total, lo que se quería era cerrar aquella tosca puerta para que el ruido y el frío de la época, no siguieran jodiendoles la vida. Para más vainas,le tocó el turno a una de las ventanas que también eran de hojalata. Se dejó escuchar aquella tortura china que significaba ese trasto dándose carajazos a cada instante, produciendo un infernal ruido que espantaba las ganas. Fue entonces Hilda, quien desnuda ya como estaba y expeliendo de su boca aquella sustancia que presentí asquerosa, ya que ella hacía arqueadas constantemente;quien como un rayo, aseguró aquella vaina tan sonora e inoportuna que de dia era una ventana. Todo quedó nuevamente en penumbras. Yo solamente quería que se largaran de una vez por todas, puesto que no era muy agradable que se dijera, estar arrinconado en medio de dos prostitutas en acción y menos si se trataba de la madre y la hermana casi niña de un muchachito como lo era yo. Los gritos de mi mamá eran más agonizantes que los de mi hermana, supongo ahora que por la veteranía de la primera. Pero daba lo mismo. El viejo panzón y calvo que chillaba como un felino disfónico, fue quien se quedó callado primero. Mi hermana se reía como poseída y él respiraba como un asmático que sentía que se le escapaba la vida. Desde un farol tímido ubicado en el exterior de la casucha,que despachaba una luz agazapada en aquella noche oscura que se colaba por los orificios de las paredes de hojalata, podía observar como las manos de mi hermana, hacían malabares y sacaban un anillo aquí, una cadena allá, billetes de la cartera que, como atrapados en toneladas de peso, parecían de difícil acceso; pero de semejante argucias eran ellas, que lo devoraban todo a su paso.En ese momento, comprendí que esas mujeres, además de ser las prostitutas más asquerosas, eran también, tremendas ladronas.Esas infernales prostitutas se apoderaban de todo a su paso. El silencio llegó después de aquella diversidad de aullidos y reinó por unos minutos. Hilda prendió el único foco que existía en medio de la pieza y sin inmutarse, me miró en uno de los rincones y como si hubiese visto una cucaracha, retiró su vista de mí y se dispuso, junto a los otros tres personeros, a fumar marihuana hasta más no poder. A veces los carajos esos, drogados hasta el culo, se quedaban noqueados a fuerza de aguardiente, cansancio libidinoso y de estupefacientes indefinidos y mezclados para rendirlos. Ellas los cargaban a fuerza parejacomo si de animales se trataran y los largaban a la calle como labasura que eran y de inmediato, llegaban dos carajos más y hacían lo mismo o algo peor. Igual les robaban todo lo que esos imbéciles llevaban encima. Con ello, comprarían más drogas para después. Nunca se acordaban de éste inocentepara comprar para mí, algo de comida, unas babuchas que nunca tuve en mis pies, ropa o cualquier vaina que todo niño necesitaba. Querer un juguete era demasiado pedir. Esa era mi infancia. Esos fueron mis primeros años. Nunca comprendí porque tendría un niño que sufrir tanto. Esas eran las injusticias de la vida. ¿Porqué tuve yo que nacer de esa desalmada mujer Dios mío? Era mejor no haber nacido que vivir ese infierno siendo tan inocente. Aquel olor repugnante que expelía aquello que ellos, cagados de la risa, fumaban y olían fuertemente, me mareaba y me daban ganas de botar algo que en mi barriga no existía. Esa sensación me empujó hacia el exterior de la casucha donde inmóvil sobre el pavimento, fumando cigarro tras cigarro, mirando hacia el firmamento, Wilfredo, mi hermano mayor, esperaba que nuestra madre y hermana despacharan a aquellos malandros para poder entrar. Él prefería no presenciar aquello, no por moral ni nada que se le pareciere, sino porque aquellos especímenes eran de una banda rival y si llegaban a tropezarse, se formaría la sampablera. Por fin Wilfredo sacó de una marusa, una porción de comida que devoré como un cavernícola. Me atragantaba a cada rato y gracias a sus manotazos no me quedaba sin aliento. Era tanta el hambre que tenía, que por poco no me ahogaba queriendo tragarme todo eso de un solo carajazo. No supe que era, pero me quitó el hambre y era eso lo que importaba. Cuando sentí aquel gran alivio que lo que había engullido produjo en mí, fue cuando me di perfecta cuenta de lo gélida que resultaba la noche que hacía que mis ateridos pellejos, dieran cuenta de un pequeño espasmo que se hacía cada vez mayor hasta convertirse en un zarandeo horrendo que hacía de mí, una verdadera lástima. Wilfredo se compadeció de ello y quitándose una desgarrada chaqueta a la que nunca le vi estreno, la colocó sobre mi tambaleante cuerpo y apretándome con mucha lástima contra el suyo hediondo a calle y a andanzas, trató de darme calor. Mi confusión me tiraba de un lado a otro. Él me cargó y me llevó calle abajo hasta donde una puerta se abrió tras dos toques. Alguien a quien la oscuridad no me permitió mirar; pero que se expresaba con un hilillo de voz arrulladora,me tomó entre sus brazos y me cargó unos pocos pasos más. En ese entonces mi gran debilidad, aunada al cansancio y a todo un día de hambre, me secuestró de la realidad quedándome dormido antes de tocar algo que podía decirse que era una cama.           Un cielo se miraba glorioso colmado de inmensas nubes que se deslizaban juguetonas y competían entre ellas tratando de ser la más bella. Cuando alguna casi completaba una hermosa figura de talante envidiable, el viento soplaba y desbarataba aquella estampa excelsa que casi terminaba de formarse y las demás se burlaban de ello. Y esa era la interminable demostración de belleza de aquellas nubes poderosas y enormemente blancas, que se sentían imponentes en medio del tul excelso que parecía el cielo, exteriorizaban. Era en la divinidad de esa tela magnánima que comportaba el firmamento donde revoloteaban cuales aves mitológicas, aquellos celajes que sufrían los embates de los alisios de la época. El rey de los astros exponía sin oponente alguno, su enorme poderío y se desternillaba de la risa cuando miraba a las nubes deslizarse sin poder evitarlo, tratando de parecer lo que no eran y desbaratarse antes de lograrlo para ser sustituidas por otras pequeñas que crecerían mientras que las anteriores, sencillamente, desaparecían sin que nadie supiera nunca más de ellas.           De repente sentía que aparecía yo en medio de ese cielo perfecto. Caminaba entre las nubes y entre una y otra, sentía que mis pies en vez de pisarlas, eran acariciados por aquella textura regia que me transportaba a la gloria. Era una delicia suave, demasiado dócil; la que sentía no solamente en mis pies, sino en todo mi cuerpo. Me parecía que mi organismo no pesaba un solo gramo. Por más que miraba a mí alrededor y por más que intentaba escuchar algo también, nada llegaba ni a mis ojos ni a mis oídos deseosos de percibir algo, por más pequeño que resultare; de aquella belleza sin parangón. Finalmente me entregué a esa pacificidad y a aquella extrema belleza colmada de delicada textura por doquier. No opuse resistencia alguna y me dejé llevar hacia donde ella decidiera. Las nubes pasaban ligeras a mi lado, haciéndome ademanes diversos, tratando de llamar mi atención; pero yo, impávido como era, me hacía el loco, puesto que no quería dejar de sentir aquella beldad apoderada de mí por completo. Hasta que súbitamente todo se quedó petrificado y ningún movimiento ni tersidad alguna, siguió haciéndose sentir. Todos temblaron pavorosos puesto que se hizo apreciar una fuerza poderosa. Era el sol, ese señor ogro y petulante como muchos creían que era; pero que en el fondo, era más bueno que un pan suave. Él estaba allí. Había llegado y mientras daba sus pasos en el firmamento, su poderío aumentaba y hasta el viento se rendía a sus pies. Me sentí caer desde lo más alto de aquella nube deliciosamente suave que me había cobijado. Antes de caer, el sol se burlaba de mí. Cuando hube de llegar hasta el sitio a donde fui arrojado, ese señor ardiente en extremo, me miró obstinadamente sin apartar por un instante su mirada de mi rostro. Repentinamente, esa obcecación me perturbó tanto que desperté de aquel hermoso sueño debido a que por la ventana, la mañana se denunciaba portentosa. Ya eran las nueve y por lo menos, había dormido algunas horas; pero dado aquel hermoso sueño, pareciera que hubiese dormido una eternidad. Cuando hube de despertarme del todo, estaba muy encalamucado y de verdad que no sabía donde me encontraba. Poco a poco recordé que me había quedado nuevamente petrificado en medio de la asquerosidad del sitio al que me empecinaba en llamar casa y que no era más que aquella cosa que ni burdel de mala muerte podría decírsele, escuchando como follaban mi madre y mi hermana casi niña; pero que de la mano de la prostitución, la mala vida y las drogas mezcladas con el aguardiente; ya había dejado de ser tal para ser tanto o más puta que quien la había parido. Realmente los cuatro hijos que tuvo, fuimos deslices de drogómana. Nunca se sabría quienes serían nuestros padres y ninguno se interesó en averiguarlo. ¿Para qué?  Hilda no pudo haber tenido una maestra mejor para esas lides, puesto que hacía más o menos dos años, lo recuerdo a cada instante, en que por unos pocos billetes de poca monta, Ifigenia se la ofreció a un malandro drogado, que por ella tener las tetas tan aguadas que casi le llegaban al ombligoy un abdomen excesivamente globoso por el enorme panículo adiposo que ostentaba, no quiso tirársela y de no haberle dado a mi hermana, la hubiese degollado por ser una horrenda puta, viejay farinácea. Aquel demonio considerándose muy sortario, la tomó de los brazos de mi madre y se la llevó a donde un grupo de su calaña, hacía una juerga macabra donde prevalecía el vicio y nada más. Allí la niña era pasada de uno en uno. Y nadie me lo contó. Yo, habiendo prácticamente nacido entre esas malignidades, seguí a aquel esperpento narcotizado y etílico hasta la última célula y presencié aquella orgia que destruyó dos inocencias. Puesto que hoy dia, siento que me hicieron más daño a mí que a ella. Yo miraba horrorizado y todos esos desmanes que observé, quedaron para siempre grabados en mi memoria como si de una película de terror se tratara. Sus botones mamarios que apenas daban sus primeros pasos a la realidad, fueron destrozadas a mordiscos y en ocasiones al calor, puesto que al parecer, los confundían con ceniceros. Cada uno se montaba sobre ella que yacía tiraba boca arriba sobre el suelo. Le daban manotazos a cada rato en los cachetes y le apretaban las teticas hasta que ella gritaba. Iban y venían temblorosos sobre mi hermanita. Parecían idiotas que convulsionaban. La volteaban boca abajo y hacían lo mismo. Eso se repitió durante varias horas puesto que la pandilla era numerosa. Eran como ocho aquellas bestias. Y eso que había otro grupo follándose a alguna otra muchachita. Posteriormente, de la entrepierna de Hilda, corría la sangre indetenible para unirse con la que desde el centro de sus asentaderas también manaba. Ella nunca se quejó de nada, por lo menos desde donde yo estaba observándolo todo, no se escuchaba nada. Debe ser que el miedo no la dejaba reaccionar, pensé equivocadamente. Yo corrí muy asustado, pues creí a mis poquísimos años, que si para esa manera de jugar mi mamá le había entregado a Hilda a esos desgraciados, si me llegaran a ver, mi dolor sería demasiado, puesto que ni tenía tetas ni aquella cosita con la que orinaba mi hermana acuclillada. Corrí despavorido hasta mi “casa” queriendo avisarle a mi mamá lo que estaban haciendo con Hilda. Tal vez ella, ofuscada de arrechera como siempre era con nosotrossin motivo alguno, les pegaría a aquellos malandros que maltrataban a su muchachita. Tal vez les daría su merecido con aquel mecate grueso, como nos pegaba a nosotros también, sin haber hecho nada malo; pero mi decepción fue tal, cuando tras contarle aquello tan atroz que había visualizado, ella no hizo más que caerme a carajazos y zamparme a coñazos al antiquísimo armario que era lo único medio decente que había en aquellas cuatro paredes de latón. Después de eso, cerró con llave el mueble, diciéndome que por hablar tanta paja, me iban a llevar los monstruos.           Me quedé aterrado sin moverme siquiera, esperando que algún adefesio del infierno de esos que iban a venir por mí, llegara y me llevara no sabía a donde (aun no sabía el significado de la palabra infierno); pero finalmente no llegó nadie. Me quedé dormido y antes del mediodía, me desperté casi ahogándome por el poco aire circundante y aquel enorme calor que parecía que me estaba cocinando. Mi madre se había olvidado que estaba yo allí a pesar que ella  misma me había atestado tal puñetazo que me había incrustado en medio de aquellos zapatos llenos de sabañones y vestidos aun oliendo a pichulín. Las drogas la habían secuestrado como siempre. Al abrir de casualidad ella el armario, caí yo completamente empapado de sudores y pesares, a sus pies. Ifigenia, apartándose un poco, como si yo fuese algún perol que caía desde dentro del bargueño, permitió que me deslizara en el piso para que pudiera yo, refrescarme con la brisa que se colaba por debajo de la puerta. Cuando hube de recobrar por completo la oxigenación que mi cerebro ya urgía, me senté en el suelo, me puse de pie y busqué con mis miradas a mi hermana. Ella estaba sentada en su camastro sonriente, como si no le hubiese pasado nada malo. Curiosamente comprobé que ese perol donde estaba echada, no parecía ser el camastro donde dormía siempre. Esa vez, ese catre por siempre destartalado, lucíaalgo ostentoso con una gruesa cobija, con no una, sino con dos almohadasy hasta había un plato sucio, que supuse que recién había sido vaciado, en el piso a su lado. Su cara no estaba afligida como en mi inocencia pensé que estaría, pues por la algarabía de intenso dolor que había sentido de ella hacía apenas unas horas, por los mordiscos, las quemaduras; pero por sobre todo, por lo que aquel ejercito de malnacidos metían en su cuerpo por  delante y por detrás y que le sacaban mucha sangre; pensé que estaría muy adolorida, puesto que yo aun lo estaba y eso que sólo fui testigo presencial. Pero no, era ella alabada por nuestra madre, por Ifigenia, a quien tiempo después dejé de llamar madre. Ella decía “Así es que se hace una hembra carajo” e Hilda, quien tenía un enfermizo brillo en sus ojos, se sentía triunfadora. Ya era toda una puta, se jactaba de decírselo a quien fuese. Y yo, más flaco y pendejo cada vez, con más resignación indudablemente, me acurrucaba en mi rincón acostumbrado, esperando a mi hermano Wilfredo. Realmente no tenía más que hacer. Sólo le rogaba a Dios que Wilfredo llegara. Así transcurría mí día a día. Jugaba casi siempre en solitario, generalmente en el enorme solar de una casona abandonada y en cuyo interior siempre pernoctaban tirados en el piso, un grueso número de malvivientes; durmiendo la resaca de la noche anterior. Comía de puro milagro, pues, algunas caritativas almas me regalaban cualquier cosa de cuando en cuando y ya casi de madrugada que era cuando las mujeres de la casa, es decir, mi mamá y mi hermana terminaban de “trabajar”, Wilfredo siempre me llevaba algo que yo devoraba con mucha avidez. Cuando mi hermano estaba preso o en brazos de alguna de sus chicas, yo pasaba el hambre pareja; pero como desde siempre había sido así, ya estaba acostumbrado. No era fácil tener hambre casi que constantemente. Quien padece eternamente de ese flagelo, no puede pensar más que en hacer lo que fuere para mitigar esa necesidad apremiante. Por algo, muy acertadamente, un señor, que a diario caminaba por aquellos parajes, tomando siempre apuntes mientras miraba todo lo que sucedía, (Luego supe que era un famoso escritor) decía que era el hambre, una escuela de malandros y de asesinos. En mi caso aún no era asi.En mi inocencia pensaba que nada era para siempre, pensaba que algún día sería mi oportunidad. Y así como decía la canción, pensaba que pronto llegaría el día de mi suerte. Por eso, estoicamente aguantaba aquella horrenda sensación hasta que algún compadecido vecino me regalaba algunas sobras. Hasta que tras hacer un mandado, con la moneda que me regalaban a cambio; me compraba cualquier cosa que echar a la panza o simplemente esperaba que Wilfredo me llevara algo si es que se aparecía en la media noche. Sino pasaba ninguna de esas cosas, tragaba saliva y ya.

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