Capítulo 1

2329 Words
1 Julian Un grito ahogado me despierta y me saca a la fuerza de un sueño inquieto. Abro de golpe el ojo ileso en un subidón de adrenalina y me incorporo para sentarme. El movimiento repentino hace que se resientan las costillas fracturadas. Con la escayola del brazo izquierdo golpeo el monitor cardíaco que está al lado de la cama y la punzada de dolor es tan intensa que la habitación da vueltas a mi alrededor en una espiral nauseabunda. Me late el pulso con fuerza y tardo un momento en comprender qué me ha despertado. Nora. Creo que tiene otra pesadilla. Relajo un poco el cuerpo, que se había puesto en tensión, preparado para el combate. No hay ningún peligro, nadie nos persigue. Estoy tumbado junto a Nora en la lujosa cama del hospital, a salvo, con toda la seguridad que Lucas nos puede proporcionar en la clínica de Suiza. El dolor en las costillas y el brazo ha mejorado y ahora lo tolero mejor. Me muevo con cuidado y coloco la mano derecha sobre el hombro de Nora para despertarla con cuidado. Me da la espalda, mirando en dirección contraria a mí, por lo que no puedo verle la cara para ver si está llorando. Sin embargo, tiene la piel fría y empapada de sudor. Debe de llevar un rato teniendo la pesadilla. Además, está tiritando. —Despierta, pequeña —murmuro, acariciándole el delgado brazo. Veo la luz filtrarse por los agujeros de la persiana de la ventana y supongo que ya debe ser de día—. Es solo un sueño. Despierta, mi gatita… Se pone tensa al tocarla, de modo que no está despierta del todo y la pesadilla aún la tiene presa. Respira de manera audible, con fuertes jadeos, y noto que los temblores le recorren el cuerpo. Me aflige su angustia, me hiere más que cualquier herida, y saber que soy el responsable de nuevo, que no he podido mantenerla a salvo, me quema las entrañas con una ira corrosiva. Ira hacia mí y hacia Peter Sokolov, el hombre que permitió que Nora arriesgara su vida para rescatarme. Antes de mi puñetero viaje a Tayikistán, Nora estaba recuperándose poco a poco de la muerte de Beth. Sus pesadillas se habían vuelto menos frecuentes con el paso de los meses. Ahora, sin embargo, han vuelto y Nora está peor que antes, a juzgar por el ataque de pánico que tuvo ayer mientras hacíamos el amor. Quiero matar a Peter por esto y puede que lo haga si alguna vez se vuelve a cruzar en mi camino. El ruso me salvó la vida, pero puso en peligro la de Nora al mismo tiempo y eso no se lo perdonaré nunca. ¿Y su puta lista de nombres? Que se vaya olvidando. No pienso premiarlo por traicionarme así, por mucho que Nora se lo prometiese. —Vamos, pequeña, despierta —le ruego de nuevo, apoyando el brazo derecho para tumbarme en la cama. Me duelen las costillas al hacer el movimiento, pero esta vez con menos fiereza. Con cuidado, me acerco a Nora y me ciño a su espalda—. Estás bien. Ya se ha acabado todo, lo prometo. Suelta un hipido profundo y siento cómo se alivia su tensión al observar dónde está. —¿Julian? —musita, mientras se gira para mirarme, y veo que ha estado llorando. Tiene las mejillas mojadas por las lágrimas. —Sí. Estás a salvo. Todo va bien. —Extiendo la mano derecha y paso los dedos por su mandíbula, maravillado por la belleza frágil de su rostro. Mi mano parece enorme y vasta sobre su cara delicada; tengo las uñas hechas polvo y amoratadas por las agujas que usó Majid. El contraste entre nosotros es evidente, aunque Nora tampoco salió ilesa por completo. Un moratón en la parte izquierda de la cara desluce la pureza de su piel bronceada, allí donde los hijos de puta de Al-Quadar la golpearon y dejaron inconsciente. Si no estuvieran muertos, los hubiera despedazado con mis propias manos por haberle hecho daño. —¿Qué estabas soñando? —le pregunto con dulzura—. ¿Era Beth? —No. —Niega con la cabeza y me doy cuenta de que su respiración está volviendo a la normalidad. Su voz, sin embargo, todavía mantiene los ecos del miedo cuando dice con gravedad—: Esta vez eras tú. Majid te estaba sacando los ojos y no podía pararlo. Intento no reaccionar, pero es imposible. Sus palabras me lanzan de vuelta a aquella habitación fría y sin ventanas, a las emociones nauseabundas que he estado intentando olvidar estos últimos días. La cabeza comienza a palpitarme al recordar la angustia y la cuenca del ojo a medio curar me quema por su vacío una vez más. Noto que la sangre y otros fluidos me resbalan por la cara y se me revuelve el estómago ante tal recuerdo. El dolor e incluso la tortura no me son desconocidos (mi padre creía que su hijo debía ser capaz de aguantar cualquier cosa), pero perder el ojo había sido, con diferencia, la experiencia más atroz de mi vida. Al menos, físicamente. Sentimentalmente, la aparición de Nora en aquella habitación se lleva la palma. Tengo que emplear toda mi fuerza de voluntad para volver al presente, lejos del terror de verla arrastrada por los hombres de Majid. —Lo paraste, Nora. —Me mata admitirlo, pero de no haber sido por su valentía, casi seguro que ahora estaría descomponiéndome en algún contenedor en Tayikistán—. Viniste a por mí y me salvaste. Aún me cuesta creer que lo hiciera, que, por voluntad propia, se pusiera en manos de unos terroristas psicóticos para salvarme la vida. No lo hizo con la convicción inocente de que no le harían daño. No, mi gatita sabía perfectamente de lo que eran capaces y, aun así, tuvo el valor de actuar. Le debo la vida a la chica a la que secuestré y no sé muy bien cómo lidiar con ello. —¿Por qué lo hiciste? —le pregunto, acariciándole el labio inferior con el pulgar. Muy en el fondo lo sé, pero quiero oírselo decir. Me mira fijamente, con los ojos ensombrecidos por esa pesadilla. —Porque no puedo vivir sin ti —dice despacio—. Ya lo sabes, Julian. Querías que te quisiera y lo hago. Te quiero tanto que hasta iría al mismísimo infierno por ti. Saboreo sus palabras con codicia, con un placer descarado. Su amor nunca me parece suficiente. No me canso de ella. Al principio la quise por su parecido con María, pero mi amiga de la infancia nunca había provocado en mí ni una pequeña parte de los sentimientos que Nora suscita. El afecto que sentía por María era inocente y puro, como la propia María. Mi obsesión por Nora es por otra cosa. —Escucha, mi gatita… —Mi mano abandona su cara para reposar en su hombro—. Necesito que me prometas que nunca volverás a hacer nada parecido. Me alegro de estar vivo, pero preferiría morir antes que verte en peligro. Nunca vuelvas a arriesgar tu vida por mí, ¿vale? Asiente levemente, de manera casi imperceptible, y le veo un brillo rebelde en los ojos. No quiere que me enfade, por lo que no discrepa, pero tengo la sospecha de que va a hacer lo que crea conveniente sin importar lo que diga ahora. Esto, como es obvio, requiere más mano dura. —Bien —digo con suavidad—, porque la próxima vez, si hay una próxima vez, mataré a todo aquel que te ayude a desobedecer mis órdenes y lo haré de manera lenta y dolorosa. ¿De acuerdo, Nora? Si alguien quisiera tocarte un pelo, ya sea para salvarme a mí o por cualquier otra razón, esa persona tendría una muerte muy desagradable. ¿Queda claro? —Sí. —Ha empalidecido y aprieta los labios como si estuviera reprimiendo una protesta. Está enfadada conmigo, pero también asustada. No por ella, que ya ha superado ese miedo, sino por los otros. Mi gatita sabe que cumplo mi palabra. Sabe que soy un asesino sin conciencia con una única debilidad: ella. La cojo del hombro con más fuerza para inclinarme y le beso la boca sellada. Tensa los labios un momento, resistiéndose, pero según le paso la mano por el cuello y le acaricio la nuca, suspira y los relaja, dejándome entrar. La explosión de calor en mi cuerpo es fuerte e inmediata. Su sabor hace que la polla se me ponga dura de manera incontrolable. —Eh… disculpe, señor Esguerra… —Una voz de mujer acompañada de un golpe tímido en la puerta hace que me dé cuenta de que las enfermeras están realizando su ronda matutina. ¡j***r! Me entran ganas de no hacerles caso, pero presiento que volverán dentro de un rato, seguramente cuando se la esté metiendo a Nora hasta el fondo. De mala gana, la dejo, me giro sobre la espalda, conteniendo el aliento por el dolor, y veo cómo Nora salta de la cama y se pone una bata a toda prisa. —¿Quieres que abra la puerta? —me pregunta, y yo asiento, resignado. Las enfermeras me tienen que cambiar los apósitos y asegurarse de que estoy lo suficientemente bien para viajar hoy y estoy dispuesto a colaborar con sus planes. Cuanto antes terminen, antes podré salir de este puto hospital. En cuanto Nora abre la puerta, dos enfermeras entran acompañadas de David Goldberg, un hombre bajo y calvo, mi doctor personal en la finca. Es un excelente cirujano de traumatología y lo he hecho venir para que me supervise los arreglos del rostro y para asegurarme de que los cirujanos plásticos no la caguen. Si puedo evitarlo, no quiero ahuyentar a Nora con mis cicatrices. —El avión ya está preparado —dice Goldberg mientras las enfermeras empiezan a desenrollar los vendajes de la cabeza—. Si no hay signos de infección, podremos irnos a casa. —Excelente —me quedo tumbado y hago caso omiso del dolor que me provocan las enfermeras. Mientras, Nora saca algo de ropa del armario y desaparece en el baño colindante a nuestra habitación. Oigo el agua correr, es decir, ha decidido aprovechar este rato para darse una ducha. Debe de ser la forma de evitarme un rato, puesto que aún estará preocupada por mi amenaza. Mi gatita es sensible a la violencia dirigida hacia los que considera inocentes, como ese gilipollas, Jake, al que besó la noche que la rapté. Todavía quiero arrancarle los huevos por tocarla… Quizá algún día lo haga. —No hay señales de infección —me dice Goldberg cuando las enfermeras han acabado de quitarme las vendas—. Estás cicatrizando bien. —Genial. —Respiro con lentitud y profundidad para controlar el dolor mientras las dos enfermeras me curan los puntos y me vuelven a vendar las costillas. He tomado la mitad de la dosis prescrita de analgésicos durante los últimos dos días y lo estoy notando. En el próximo par de días dejaré de tomarlos todos para evitar volverme dependiente. Con una adicción basta. Al tiempo que las enfermeras me vendan, Nora sale del baño, aseada y vestida con unos vaqueros y una blusa de manga corta. —¿Todo bien? —pregunta, mirando a Goldberg. —Está listo —contesta, ofreciéndole una cálida sonrisa. Creo que le gusta, lo que me parece bien, dada su orientación homosexual—. ¿Cómo te encuentras? —Estoy bien, gracias. —Levanta el brazo para mostrar la tirita enorme que cubre el área de la que los terroristas le extrajeron por error el implante anticonceptivo—. Estaré más contenta cuando los puntos se caigan, pero no me molesta mucho. —Estupendo, me alegra oír eso. —Girándose hacia mí, Goldberg me pregunta—: ¿A qué hora salimos? —Que Lucas tenga preparado el coche para dentro de veinte minutos —le digo, balanceando los pies sobre el suelo a la par que las enfermeras salen de la habitación—. Me visto y nos vamos. —Bien —dice Goldberg, que se gira para salir de la habitación. —Espere, doctor Goldberg, iré con usted —dice Nora a toda velocidad y hay algo en su voz que capta mi atención—. Necesito algo de abajo —explica. Goldberg parece sorprendido. —Sí, claro. —¿Qué es, mi gatita? —Me pongo de pie, y me da igual estar desnudo. El doctor aparta la mirada con educación cuando cojo a Nora por el brazo para impedir que se vaya—. ¿Qué necesitas? Parece incómoda y desvía la mirada. —¿Qué es, Nora? —pregunto con curiosidad. Le aprieto el brazo al acercarla a mí. Me mira. Tiene las mejillas sonrosadas y un aire desafiante. —Tengo que tomarme la pastilla del día después, ¿vale? Quiero asegurarme de tomármela antes de irnos. —Ah. —Me quedo en blanco por un segundo. Por lo que sea, no había caído en que, sin su implante, Nora podía quedarse embarazada. La he tenido en mi cama durante unos dos años y, durante todo ese tiempo, el implante la protegía. Me había acostumbrado tanto a eso que no se me había ocurrido siquiera que necesitáramos tener precaución ahora. Pero a Nora sí se le había ocurrido. —¿Quieres la pastilla del día después? —repito lentamente, todavía procesando que Nora, mi Nora, pueda estar embarazada. Embarazada de mi hijo. Un hijo que claramente no quiere. —Sí. —Me mira con sus enormes ojos negros—. Es improbable que ocurra por haberlo hecho solo una vez, pero no quiero correr riesgos. No quiere correr riesgos de quedarse embarazada. Siento una presión extraña en el pecho al mirarla y al ver el miedo que intenta ocultar con tanto empeño. Le preocupa mi reacción, tiene miedo de que le impida tomarse la píldora, miedo a que la fuerce a tener un hijo que no quiere. —Estaré fuera —dice Goldberg, que, al parecer, siente la creciente tensión en la habitación y me deja con la palabra en la boca al escabullirse por la puerta y dejarnos solos. Nora levanta la barbilla, enfrentándose a mi mirada. Veo la convicción en su rostro cuando dice: —Julian, sé que nunca hemos hablado de esto, pero… —Pero no estás preparada —la interrumpo con una presión en el pecho que se vuelve más intensa—. Ahora mismo no quieres un bebé. Asiente con los ojos como platos. —Exacto —dice con cautela—. No he terminado siquiera los estudios y te han herido… —Y no estás segura de querer un hijo con un hombre como yo. Traga saliva con nerviosismo, pero no lo niega ni aparta la mirada. Su silencio es mortal y la presión en el pecho se transforma en un dolor extraño. Le suelto el brazo y retrocedo. —Puedes decirle a Goldberg que te dé la pastilla y cualquier método anticonceptivo que considere mejor. —Mi voz suena inusualmente fría y distante—. Me lavo y me visto. Sin que pueda mediar palabra, voy al baño y cierro la puerta. No quiero ver su cara de alivio. No quiero pensar en cómo me haría sentir eso.
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