Los días que siguieron a la llegada de Sila transcurrieron con una calma frágil, casi ilusoria. Adara se sentía pesada, agotada, pero también extrañamente en paz. La presencia de su hermana era un ancla: caminaban despacio por los jardines, compartían recuerdos de la infancia y silencios que decían más que cualquier palabra. Sila, sin embargo, observaba con atención constante. El vientre de Adara estaba bajo, demasiado bajo; su respiración se volvía corta con facilidad y en su mirada había una sombra de anticipación que la inquietaba. Su magia respondía a ello, inquieta bajo su piel, como un río presintiendo la crecida. Liam no se apartaba de Adara. Dormía poco, vigilaba cada gesto, cada suspiro. El recuerdo de sus esposas anteriores —mujeres que había amado y perdido junto a sus hijos n

