**ADRIANA** Mi cuerpo se tensó al instante. Maya me miró desde la cocina, congelada, y Gabriel se puso de pie con una ceja arqueada, como un perro guardián a punto de ladrar. Felipe simplemente dejó su taza sobre la mesa, en un movimiento demasiado lento para la tensión que flotaba en el aire. Yo lo supe. No hacía falta abrir para saberlo. Mis padres le contaron a Tomás. Y él estaba aquí. Me levanté, sintiendo cómo esa frágil ilusión de paz se resquebrajaba dentro de mí. Todo lo que había decidido, todo lo que me había prometido, estaba a punto de ponerse a prueba. Maya caminó hacia la puerta, pero la detuve con un gesto de la mano. —Déjalo —dije con voz baja, firme. Fui yo quien abrió. Porque si había aprendido algo desde que llegué a Nueva York, era que no podía seguir escondiéndome

