**TOMAS** Mi madre se encargaba de llenar los silencios con anécdotas del barrio, con historias de vecinos que no conocía o que ya había olvidado. Mi padre, más directo, me preguntaba por las notas, por las prácticas, por el frío. Y siempre, al final, venía esa frase: —Adriana, te manda saludos. Eso era todo. Un saludo frío y formal. Uno que decía “estoy viva”, pero no “me haces falta”. O quizás solo era lo que yo quería creer para no desmoronarme. Porque si me detenía a pensar en ella… Si me atrevía a imaginarla sola en el jardín, o caminando por las calles sin mí… Entonces todo el esfuerzo, toda esta distancia, toda esta huida… se volvía inútil. Así que me forcé. Me forcé a no preguntar por ella. A no nombrarla. A no permitirle ocupar ese espacio dentro de mí que parecía resistirse

