―Lo sé, pero ya no me gusta, haz que se largue ―respondió Stavros con una mirada intensa y pensativa hacia su comida. La noche anterior… La dama de compañía, cuya piel enrojecida y sudorosa revelaba el agotamiento en su rostro ante la intensidad de Stavros, no podía quejarse porque se encontraba ante una oportunidad muy lucrativa: doscientos mil dólares y un par de valiosas joyas estaban en juego por obedecer y satisfacer a aquel hombre. Observó cómo Stavros se sentaba en el borde de la cama con las piernas abiertas, mostrando su gran virilidad. Con destreza, se colocó uno de sus desconocidos condones de marca exclusiva y dio la siguiente instrucción. ―Es hora de que te pongas de espaldas―ordenó con dureza. La mujer, sintiendo un ligero temor hacia su insaciable y demandante jefe, asin

