Capítulo 2, parte 1

2582 Words
(Macarena) Luego que dije esas palabras, me sentí culpable, no era culpa de ellos que yo no pensara en matrimonio o que no estuviera en mis planes. Y la cara con la que me miró Vicente me hizo sonrojar. Era como si no hubiera esperado una respuesta así, como si le hubiese dolido, pero eso era estúpido, toda la noche no había hecho más que molestarme. ―De todos modos, esta boda no se hará por la iglesia ―continuó don Carlos―, a pesar de que su abuela era muy católica, el testamento indica matrimonio y en lo legal lo estarán, por lo que no hace falta el religioso, aunque si tú, Macarena, lo quisieras, no hay ningún problema, sin embargo, debes saber que anular un matrimonio católico es muy complicado. ―La verdad es que no soy muy creyente, pero mi padre y mi abuelo siempre creyeron en el matrimonio por todas las leyes, por lo que me crie sabiendo que cuando me casara, sería como Dios manda... Aunque este no sea el caso. ―Yo, en cambio, si me caso, será por ambas leyes ―afirmó Vicente muy seguro. ―Anular un matrimonio religioso es muy engorroso ―nos advirtió su padre. ―¿Te interesa el divorcio religioso después de nuestra separación? ―me preguntó Vicente directamente, yo me encogí de hombros.   ―La verdad no ―respondí con sinceridad, al final, no estaba en mis planes volver a casarme luego de divorciarme. ―Entonces, será como Dios manda ―dictó mi prometido. ―Bien, eso tarda un poco más de tiempo, pero yo lo arreglaré, en cuanto tú estés lista con tu vestido... ―No se preocupe, don Carlos ―le interrumpí―, tengo una muy buena modista que no tardará en tener mi traje listo, en todo caso, tenemos al menos dos meses por delante. ―Dos meses en los que no contarán conmigo ―añadió Vicente―, será mi último tiempo de soltero y hay cosas que debo arreglar. ―Entonces dejamos el matrimonio para cinco meses más. Dos que tú estarás fuera y tres para el compromiso y casamiento. De todos modos, espero que al menos una vez los vean juntos ―indicó don Carlos. ―Claro que sí, papá, por eso no te preocupes, yo haré que sea muy real esto. A nadie le quedará duda del inmenso amor que nos tenemos el uno al otro. ―Eso espero, hijo. ―Con que no me avergüences delante de todo Chile... ―refunfuñé. ―Eso jamás lo haría mi querido hermanito. ―Una chica preciosa llegó hasta nosotros y se abrazó a Vicente con mucho cariño, luego se acercó a Diego de igual forma. Con don Carlos fue más efusiva aún. ―Hija, ¿cómo te fue? ―Bien, papi, no me quedan más que tres clases para terminar el semestre. Por fin, ya quiero que termine la U (universidad). ―Se acostó en el pecho de su papá como si le pesara el cuerpo. ―Hija, te tengo que presentar a alguien ―le dijo en voz baja. ―Ah, verdad, mi cuñada, ¿no? ―Se volvió hacia mí y me dio un abrazo y un beso―. Un gusto conocerte, Macarena, yo soy Fernanda, hermana de Vicente y Diego. Eres muy bonita, por cierto, ¿verdad, Vicente? ―No es mi tipo ―respondió lacónico. ―Un gusto, Fernanda ―saludé cordial. ―A ver, ¿en qué iban? ―inquirió curiosa―. Ah sí, tú no querías que él te dejara en ridículo ante todos, ¿por qué lo haría? ―Porque tu hermano, Fernanda, es un don Juan de primera ―comencé a explicar― y una vez que todo el mundo sepa que él y yo nos vamos a casar... ―Si el don Juan sale a las pistas, la que quedará mal serás tú, por aguantar a un hombre que pareciera no querer cambiar ―argumentó ella. ―Así es ―acepté.   ―Pero mi hermanito no hará eso, ¿cierto? ―No ―contestó apenas, al parecer la presencia de su hermana no le agradaba en lo absoluto, o tal vez por cómo se estaba presentando, tan avasalladora, tan alegre, tan... hiperactiva. ―Y tú qué piensas de este matrimonio, Macarena, ¿crees que funcionará? ―Espero que sí, hay mucho en juego. ―Sí, son varios millones. ―Hay mucho más que dinero, Fernanda ―repuse. ―Así me gusta, cuñada. ―Fernanda, esto no es una sesión de sicoterapia de las tuyas ―la molestó Diego con sorna. ―¡Pesado! Yo quiero saber... Cómo ustedes ya estaban aquí, lo saben todo, yo no. ―No ha pasado nada interesante, estaban hablando de los términos del matricidio ―respondió Diego lanzando una carcajada. Su hermana lo siguió. Vicente me miró y yo sostuve su mirada, estaba muy incómoda, para ellos tal vez era divertido, pero no para mí. ―Y deberíamos continuar, es tarde ―indicó molesto Vicente. ―Bueno, yo aparte de mi vestido, podría hacerme cargo de... ―Solo de tu vestido, querida, de tu peinado, tus accesorios y esas cosas que a las mujeres se les ven muy bien ―me interrumpió Vicente―. Del resto, nos haremos cargo nosotros. Tú di la fecha y la iglesia en la cual quieres casarte, dónde quieres la fiesta y la lista de tus invitados. El resto lo haré yo ―ofreció. Yo lo miré desafiante, esperaba encontrar burla en su mirada, sin embargo, no era así, al contrario, parecía que se tomaba aquello  muy en serio. ―La fecha no sé, igual eso lo podemos ver más adelante. ―¿Alguna iglesia en particular? ―consultó mi futuro suegro. ―No sé, podría ser la de la comuna, allá iban mi familia y la suya, ¿no? ―Sí, la San José, no hay problema, hablaré con el párroco para pedir la iglesia en cuanto ustedes me digan. ―No hables todavía con él, no le menciones nada, papá, ya te diré cuándo. ―Lo iba a hacer para... ―No, echarás a perder mis planes, por favor, por una vez, hazme caso y escúchame, aunque sea porque se trata de mi matrimonio. Yo quedé de piedra al oír cómo mi futuro esposo le hablaba a don Carlos, yo jamás me hubiese atrevido siquiera a levantarle la voz a mi papá, aunque no niego que muchas veces quise rebelarme. ―¿Tú estás dispuesta a esperar a que se anuncie tu matrimonio? ―me preguntó don Carlos. ―Claro que sí, creo que sería raro igual hablar ahora de matrimonio si acabamos de conocernos. ―Exacto, dame tiempo, lo haré a mi modo y, cuando termine, nadie dudará de mi amor por ella y espero que nadie dude de su amor por mí tampoco. ―Está bien, pero si de aquí a tres meses como máximo no hay avance, se hará a mi modo. ―Claro ―accedió Vicente. ―Ahora, el otro punto a tratar es... el lugar en el que vivirán ―acotó mi suegro. Miré mi documento, el domicilio estaba en blanco. ―¿Dónde viviremos? ―preguntó mi prometido adelantándose. ―Bueno, yo había pensado en obsequiarles una casa, como regalo de matrimonio, pero luego creí conveniente preguntarle a Macarena si eso es lo que quiere, o prefiere seguir viviendo en su casa. ―Don Carlos, no sé... ―¿Por qué una casa y no un departamento? Mal que mal, somos y seremos los dos solos. ―Vicente tiene razón, don Carlos, creo que una casa sería mucho para nosotros y, en realidad, mi casa no, no quiero llenarla de... ―Malas vibras ―completó Vicente por mí con algo de molestia. ―Recuerdos ―corregí―. Serán siete años. Vicente me escrutó con la mirada, tenía una expresión extraña, no pude descifrarla, quizás esperaba que aprobara lo que él pensaba, pero no era eso lo que sentía. ―¿Quieren vivir en un departamento, entonces? ―preguntó don Carlos. ―Puede venir a vivir al mío ―ofreció mi prometido como si yo no existiera―, no vivo de recuerdos. ―¿Te parece, Macarena? ―me consultó el padre. Me encogí de hombros. ―Mientras no lleguen sus amiguitas a molestar. ―Nunca he llevado a ninguna mujer allí ―aclaró―, y aparte de ti, no llevaré a ninguna. ―Con esto claro... ―¿Y la luna de miel? ―inquirió socarrón mi prometido. ―Harán un corto viaje a alguna isla no muy concurrida, donde puedan estar tranquilos y donde no te puedas sobrepasar. ―No lo haría, ya te dije que mi futura esposa no es de mi gusto. Al contrario, diría yo... No respondí nada, pero no me gustó la forma en que lo dijo, a nadie le gusta ser tratada de “fea”, aunque no lo digan con esas palabras, yo sabía que no era una belleza, si lo fuera... ―Macarena ―me habló Diego, golpeándome con el codo suavemente. ―Lo siento, ¿qué decían? ―¿Te estás durmiendo tan temprano, querida? ―se burló Vicente. ―¡Vicente! ―recriminó Diego al tanto, tal vez, de por qué me había quedado en la nada. Miré mi reloj, las diez con cinco de la noche. ―Suelo levantarme a las seis, no acostumbro trasnochar, claro, tú a esta hora recién te estás levantando, ¿no? ―ironicé de todos modos. Su expresión cambió a ira pura, tanto así que por un breve segundo me asusté, solo un segundo, porque no sé si notó algo o qué, pero su rostro se suavizó y sus ojos se apartaron de mí. Y debo estar loca, porque lo sentí como que me libraba de su mirada. ―En realidad tienes razón, me acuesto a la hora que te levantas, así que tenemos los horarios cambiados. ―Te decía, Macarena ―intervino el padre―, que René vivirá con ustedes. ―¡Qué bueno! Tendré chaperón ―satirizó Vicente. ―Creo que el chaperón es para mí, al parecer necesito un guardaespaldas que me proteja de ti ―respondí de la misma forma. ―No tendrá de qué, ya te dije que no eres mi tipo, así que no intentaré siquiera acercarme más de lo necesario. Y, por otro lado, no suelo golpear ni abusar de mujeres, puedo ser muchas cosas, menos un violentador, al contrario, si me conocieras un poco, sabrías que estoy muy en contra de eso. ―Eso me deja mucho más tranquila ―reconocí sincera, recordando el cambio en su rostro hacía un rato. Él ladeó un poco la cabeza, buscando, quizás, en mi cara la ironía, pero no la encontró. ―Sí, Macarena, conmigo no tienes nada qué temer ―afirmó serio. Segunda vez que pronunciaba mi nombre en la noche y en ambas ocasiones me sonó muy extraño, como si no me perteneciera. ―Gracias ―balbuceé como una tonta. Vi a Fernanda sonreír, no con burla, más bien con ternura. No entendí su gesto. ―Bueno, aclarado este punto, pasemos a los términos que ordenó tu abuela, de otro modo, nuestra invitada se nos quedará dormida aquí. ―Mañana es sábado, no hay trabajo ―acotó Vicente―, ¿por qué no se queda a dormir? Así duerme y descansa, y mañana lo vemos al desayuno ―propuso.  ―Entonces el que se dormiría serías tú ―repliqué. ―No, porque yo también me quedaría y me acostaría temprano... Junto contigo. ―Sonrió perverso―. Así despertaría contigo. Yo sostuve su mirada socarrona. ¿Siempre tenía ese brillo burlesco y divertido en los ojos? ―¿Tú qué opinas, hija, estás muy cansada para continuar? ―No, don Carlos, en realidad nunca me duermo temprano. Duermo muy poco. ―Como digas, pero si quieres continuar después, mañana o pasado o te sientes muy cansada, debes decirlo, ¿está bien? Quise contestarle que no quería hacerlo nunca, pero esa no era una respuesta cortés, si la pregunta me la hubiera hecho Vicente, otro sería el cuento. ―No, estoy bien, gracias ―respondí con la mejor de mis sonrisas falsas. ―Bueno, en ese caso, proseguiremos con la lectura de los términos que impuso la abuela de Vicente para el matrimonio y posterior recepción de la herencia: Primero: El matrimonio debe ser legal, no un simple concubinato. Eso lo arreglamos ya, se casarán por la iglesia, así que con eso no hay problema. Segundo: La pareja debe vivir bajo el mismo techo, lo cual también está arreglado. Tercero: El matrimonio debe durar, como mínimo, siete años... ―Papá, en ese punto tengo un problema, ¿no crees que es demasiado tiempo? Se nos irá toda nuestra juventud en un matrimonio falso, si ella quisiera tener hijos... ―No los quiero ―aclaré de inmediato, interrumpiendo a mi futuro marido. ―Ahora, Macarena ―insistió mi prometido, otra vez sentí que ese nombre no era mío, incluso, sentí que él mismo lo pronunciaba como si le raspara la garganta―. Ahora. Eres una niñita todavía, no aparentas más de veinte años. ―Tengo veinticuatro. ―¿Lo ves? ¿Nunca has querido hijos? ¿Estás segura que no los querrás en el futuro? Tendrás treinta cuando todo esto termine. Escaneé su rostro con detenimiento, ¿de verdad le interesaba ese tema? ―¿Y tú quieres tener hijos? ―¡Por supuesto! ―respondió como si mi pregunta hubiera sido una estupidez―. La diferencia es que a nosotros, los hombres, no nos persigue el reloj biológico aunque, para ser franco, tampoco quiero ser abuelo de mis hijos. ―Yo los entiendo, muchachos, pero es la regla que estipuló tu abuela, Vicente. ―¿Y si uno de los dos se enamora antes de cumplirse el tiempo? ―pregunté sin pensar mirando a don Carlos, si Vicente quería hijos y una familia, seguro debía andar buscando una mujer para casarse de verdad. ―Los liberaría de la obligación ―afirmó el hombre con tono solemne. Vicente me miraba con detenimiento, podía sentir su mirada fija sobre mí. ―Pero perdería la herencia y todo quedaría en nada ―repliqué. ―No te preocupes por ello, si te enamoras, no truncaré tu felicidad, ningún dinero lo vale. ―En realidad, no lo decía por mí. ―¿Por mí, querida? ―me consultó Vicente; sin querer, lo miré, enarcó una ceja. ―Tú eres el que parece que quiere casarse y tener hijos, seguro si es que no hay una candidata a madre de tus hijos por ahí, muy pronto la habrá, ¿no? ―A ver, aclaremos, yo sí quiero tener hijos, no casarme, ambas cosas no son lo mismo. La cigüeña no trae los bebés y no hace falta un matrimonio para tener niños, ¿no te enseñaron eso? ―se mofó abiertamente. ―Es decir que quieres traer al mundo un hijo que tenga que dividirse entre dos padres que se pelearán todo el tiempo por ganar el cariño de un niño que lo único que querrá es que lo amen por él y no por ganar una competencia, como si él fuera un trofeo. Otra vez esa expresión. Como si quisiera ahorcarme lenta y dolorosamente. Tragué saliva y bajé la cara. Lo había ofendido, eso estaba claro.      
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