Prólogo
Los pasillos de la imponente iglesia se extienden en una oscuridad solemne, solo interrumpida por las débiles luces de los candelabros y las finas gotas de lluvia que tamborilean contra los antiguos vidrios que datan del siglo XVI.
En el corazón de Roma, Santino camina con pasos pesados al interior de la catedral, su figura solitaria contrastando con la majestuosidad del lugar.
Sus guardaespaldas permanecen en la entrada, inmóviles como sombras protectoras.
Empapado por la lluvia que cae sin piedad afuera, Santino se detiene ante la imponente estatua de la Virgen María. La imagen de la madre sagrada lo observa con ojos de piedra, pareciendo que conocieran el peso de los secretos que carga.
El viento sopla a través de las antiguas rendijas, susurrando cuentos de siglos pasados y agitando las hojas de los libros de oración, y con cada paso que lo acerca al confesonario, el corazón de Santino late con una mezcla de temor y culpa. A pesar de su fachada de valentía en la pista de carreras y en la vida pública, el hombre que ha entrado en la iglesia más importante de Roma carga el peso de decisiones que han marcado su destino.
El confesonario se yergue ante él. Una pequeña caja de madera tallada que promete alivio espiritual, y a medida que Santino se desliza en el oscuro habitáculo, las gotas de lluvia que se aferran a su ropa caen en silencio al suelo.
El sacerdote al otro lado del compartimento está nervioso, consciente de que la confesión que está a punto de escuchar no es la de una persona del común.
Hoy, el padre Rossi debe escuchar la confesión de Santino Mancini, el hijo del mafioso más peligroso de todos los tiempos.
Deslizando la ventanilla entre ellos, el sacerdote se prepara para escuchar las palabras que podrían narrar los pecados de un Mancini, el heredero de una línea mafiosa que ha dejado cicatrices indelebles en la historia de Italia.
En la penumbra del confesonario, Santino respira hondo, y mientras su voz quebrada resuena en la pequeña cabina, la estatua de la Virgen María observa desde su pedestal, testigo silencioso de las luchas internas de un hombre atrapado en una difícil encrucijada.
—Perdóneme, padre, porque he pecado —susurra Santino con una voz cargada de angustia—. He caído en un amor prohibido. Un amor que no debería existir —vuelve a respirar profundo para soltar lo que tiene que soltar —. Me he enamorado de mi hermanastra.