2do ROUND

2978 Words
Me reporté enferma en el trabajo, ganándome un “esa no es excusa para abandonar sus responsabilidades, señorita Queen” de mi muy amada jefa, la muy p*rra; pero no me importó. Nat se aseguró de traerme hasta la puerta del edificio de la Editorial Kydog, así no había chance de arrepentimiento. En este momento estoy llegando a la recepción, y presento mi licencia de conducción, para recibir a cambio una tarjeta en la que dice: “Visitante”. El guarda de seguridad me indica que la oficina del Señor Kydog se encuentra en la planta cuarenta y siete; este edificio es un infierno de alto. Cuando ingreso al elevador y presiono el botón con el número del piso, mi fuerza de voluntad empieza a flaquear. Si respiro un poco más rápido terminaré hiperventilando. El elevador va a tope, y se detiene cada dos o tres pisos. Acaba de marcar el piso veintiuno cuando el hombre que va a mi lado me dice: —¿Señorita, se encuentra bien? Lo miro automáticamente y frunzo el ceño, extrañada. —¿Cómo dice? —pregunto en voz ronca. Estoy que me muero de los nervios. —¿Se siente bien? —Escanea mi rostro como si buscara algún signo de enfermedad terminal. —Perfectamente —miento descaradamente y le sonrío como una muñeca de porcelana. —Bien —contesta devolviéndome la sonrisa, conformándose con mi respuesta—. Entonces, permítame mi brazo que creo que me está cortando la circulación. Espera… ¡¿QUÉ?! ¡Ay Dios! Cuando bajo la mirada, veo que lo tengo agarrado con fuerza del antebrazo. Estoy tan malditamente nerviosa que ni siquiera me había dado cuenta que le estoy clavando las uñas a un extraño… muy bien vestido, por cierto. Creo que me estoy poniendo de todos los colores, pero el rojo sobresale, color que no combina para nada con el atuendo que me eligieron Demmi y Nat para enfrentar la entrevista con el hombre más —y como ellas dicen— violable de la ciudad. Me hicieron subir en unos Manolos de diez centímetros —los únicos zapatos caros que me he podido permitir en los últimos años gracias a mi no tan grandioso sueldo—, como si mis nervios no me ayudasen a caminar cual borracha, ellas decidieron que era mejor desafiar las leyes de la gravedad. Llevo una falta negra en tubo hasta las rodillas y una blusa de mangas largas de satén gris platino, que tiene una cinta que se ajusta como un moño al cuello y cae como el accesorio perfecto para el conjunto. —¡Dios…! —exclamo ahogada—. Qué vergüenza con usted. Yo… no sé qué decirle. No era mi intensión, se lo aseguro, es que… —He empezado a disculparme con el hombre como una loca. Él, al ver mi nerviosismo a flor de piel, levanta una mano y me hace una señal para que me detenga. —No se preocupe. No hay ningún problema. Estoy completamente seguro que no lo estaba haciendo a propósito. —Me sonríe tranquilizadoramente. Tomo aire profundamente para hacer que mi corazón deje de bailar zamba en mi interior y se calme un poco. —Lo siento —digo en voz baja, más calmada—. Es que… tengo una entrevista muy importante y no sé lo que me pasa. —Es muy normal —dice. Frunzo el ceño—. Me refiero a que estar nerviosa antes de una entrevista es muy normal. Apenas empiece a hablar, ya verá como los nervios se van. Simplemente confíe en usted misma y en sus capacidades, y ya está. Sus palabras me hacen sonreír. Sí, la parte de la confianza en mí misma y en mis habilidades la tengo cubierta; la parte en la que tengo que empezar a hablar delante de “el dios”, bueno… esa es la parte que no he logrado descifrar. Pero el hombre al que casi le inhabilito el brazo no tiene la culpa de que sienta que me voy a desmayar de la emoción por estar en la misma habitación con Daniel Kydog, así que le contesto: —Muchas gracias por su consejo, lo tendré en cuenta. Me sonríe y mira hacia las puertas del ascensor cuando este emite un ting y advierte que hemos llegado a otro piso, el treinta y siete. —Espero que le vaya muy bien en su entrevista, y que le pueda seguir viendo por aquí —dice mientras da un paso fuera del ascensor, pero antes de continuar su camino a donde sea que vaya, y de que las puertas se cierren de nuevo, se da la vuelta hacia mí—. Por cierto, soy John Willians. —Margaret Queen —le contesto rápidamente al ver que las puertas se están cerrando. Cuando por fin el elevador —ya desierto a excepción de mí— llega al piso cuarenta y siete, mis nervios hacen su ataque definitivo. Me sujeto a la barandilla, me veo en las paredes de espejo que cubren todo el ascensor y me obligo a respirar, a respirar de verdad, porque en estos momentos parece que hubiera subido los cuarenta y siete pisos, pero por las escaleras. Las puertas se abren y me mentalizo: Un pie delante del otro, uno, dos, vamos Margaret, no te desmayes, no te desmayes, no sin antes saludar, uno, dos… Camino en dirección a una recepción que se encuentra ubicada al otro extremo del salón. Detrás del escritorio de cristal hay una pared completamente blanca con unas letras bastante grandes hechas en acero, deslumbrantes, donde dice “EDITORIAL KYDOG”. Doy una mirada al espacioso lugar. Hay ventanales a la derecha, que permiten que la luz del día se filtre he ilumine todo el salón, y dan una vista de ciento ochenta grados de Manhattan. A la izquierda, hay una zona de sillones negros que lucen suaves y cómodos, y en las estanterías de la pared hay ejemplares de las revistas y libros que han sido publicados por la Editorial Kydog. Todos los escritores del mundo sueñan con que sus libros sean editados y publicados por esta editorial; no hay uno solo, que lleve impreso las letras Kydog en sus páginas, que no se haya convertido en Best-Seller. Las malas lenguas cuentan que los jefes de departamento seleccionan solo lo mejor de lo mejor en literatura en sus respectivos géneros, que Daniel supervisa y lee por sí mismo cada uno de los manuscritos que van a ser publicados, y que su sentido de la grandeza está tan bien desarrollado, que una vez que el libro que ha pasado por sus ojos llega a las librerías, se agota casi instantáneamente. Puedo dar fe de lo anterior. Los he leído todos, y no me puedo decidir por cual es el mejor. —¿Puedo ayudarla? —me pregunta una chica que se encuentra al otro lado del escritorio cuando llego hasta ella. Respiro hondo. —Sí… —Carraspeo, mi voz es un desastre—. Tengo una cita con Dani… —Me freno, y otro carraspeo—, con el Señor Kydog. Me mira por un momento antes de decir: —¿Es usted la Señorita Queen? Sonrío ampliamente. —Sí, soy Margaret Queen. Me devuelve la sonrisa un poco más reservada. —Sígame por aquí, Señorita Queen, el señor Kydog se encuentra muy ocupado el día de hoy, pero me pidió que apenas llegara la hiciera pasar de inmediato. ¡Ay Dios! Creo que mi corazón se saltó un latido, o dos, o tres, o más bien que se paró del todo y no ha vuelto a funcionar... creo que necesito un cardiólogo. La señorita, cuyo nombre desconozco, se pone de pie y camina hacia una puerta doble situada en la mitad de la enorme pared a su espalda, la abre y se hace a un lado para que yo entre primero. Y ahora sí, aquí fue, no hay tiempo de llorar, a lo que vinimos. Camino con mi mantra en la cabeza: No te desmayes, un paso a la vez, inhala, exhala, lo puedes hacer, solo no te desmayes. Entro en la oficina, si se le puede llamar a esto una oficina, porque para mí sería un salón de eventos, ya que es grande, súper espacioso y las paredes son totalmente blancas a excepción de la del frente que es un ventanal. En el centro hay un escritorio de vidrio templado que domina el lugar, cinco de los mismos sillones negros en un lado de la habitación, estanterías con libros de todos los géneros, clases y tamaños. Al otro lado una caminadora eléctrica y una colchoneta de aproximadamente unos cuatro por cuatro metros, estilo cuadrilátero; debe ser una zona de entrenamiento. »Debe esperar un momento. Ya le avisé al Señor Kydog de su llegada, pero está atendiendo una llamada importante. —La secretaria me habla y momentos después se da la vuelta y cierra las puertas tras de sí, dejándome sola, de pie a mitad de la oficina más elegante que he visto en mi vida, y preguntándome en qué momento le ha avisado si no he escuchado que abra la boca. No sé si quedarme ahí de pie, acercarme a los sillones, ir hacia el escritorio y sentarme en uno de las sillas o… La silla de cuero n***o y de respaldo alto y amplio que está del lado contrario del escritorio y volteada de tal forma que quien esté sentado en ella ve directamente por el ventanal, se mueve un poco, y es en ese instante que me doy cuenta que alguien está ahí sentado, contemplando Manhattan a sus pies. No ha pronunciado ninguna palabra, y no se ha movido, nada aparte del suave vaivén de la silla hace un minuto. Contengo la respiración y me quedo cual estatua, de pie y asegurándome de no hacer ni el más mínimo ruido. No le puedo ver, pero el saber que puede, y lo más seguro es que este ahí, a menos de tres metros de mí, a solo un giro de la silla de poder admirar su figura, me basta para que mi corazón decida ponerse a bailar hip hop en mi pecho. —No. Esa única palabra retumba en la habitación y produce una descarga eléctrica dentro de mí que viaja por todo mi cuerpo y hace que mi pulso se dispare. »He dicho que no —dice al instante. Su voz fuerte, autoritaria y de no admitir contradicciones. Es como escuchar a un guerrero en plena acción. Me lo imagino diciéndome con esa voz gruesa y ronca cosas dulces al oído, o no tan dulces, da igual que diga, pero que me lo diga al oído... ¡Ay Dios! Tengo que apretar las piernas solo de imaginar la sensación—. Esta tarde. A las cuatro en punto. En la sala de conferencias del piso dieciséis. Quince minutos. Solo el comunicado. Nada de preguntas al finalizar. Nada más. ¿Entendido? —Su tono denota que está malhumorado. ¡Dios mío santo bendito! Esa aparición de mal humor, debe ser afrodisiaco para la vista. La silla se reclina hacia adelante. Estoy que parezco un cable de alta tensión… ¡Jesucristo! Mi presión sanguínea se ha elevado, si un médico me buscara el pulso no tendría ni que acercarme las manos, mis venas van a reventar, creo que hasta estaré sudando… perfecto. ¿Cómo me dejé convencer de mis amigas para venir aquí? La silla empieza a girar y… ahí está. El dios en traje y corbata, con el cabello n***o, medio ondulado y revuelto, las cejas anchas recalcando sus facciones, los ojos marrón almendrado, vivos, expresivos, con ese brillo de inteligencia y esa pizca de travesura, labios carnosos y provocativos hasta quitar el maldito aliento, el cuello largo y esbelto, remarcado por la camisa blanca, la chaqueta del traje negra y la corbata de un rojo pasión que enloquece… ¡Dios mío! Lo que daría por poder desatarle la corbata, desabrocharle el primer botón y pasear mi boca por su garganta, arrastrarla hasta su cuello, subirla por su mandíbula y finalizar el recorrido en esos labios de perdición. Me he quedado embobada mirándolo… devorándolo, y cuando llevo mis ojos a los suyos —después de una eternidad—, veo que tiene esa mirada profunda y cautivadora puesta en mí. Y ahí sí, que las rodillas me flaquean y siento que el piso se volvió de plastilina. Aprieto fuertemente los puños y hago un esfuerzo sobre humano para seguir derechita y de pie, porque nada sería más bochornoso que terminar extendida en el suelo en la oficina de Daniel Kydog. »Dame un minuto Stefan —dice después de pasear su mirada sobre mí, desde la cabeza, hasta la punta de los pies. Se lleva una mano a la oreja y se quita el manos libres—. ¿Margaret? —pregunta. Para mis adentros grito: ¡Oh Dios mío! ¡Conoce mi nombre! Y suena tan extremadamente sexy en su voz. Asiento con la cabeza y rezo para que mi voz suene decente cuando digo: —Sí, Señor Kydog. Asiente y dice: —Por favor, tome asiento. En un instante estaré con usted.  Vivir con Demmi y Natasha ha hecho estragos en mi mente, porque ese “estaré con usted” acaba de sonar tan prometedor, que siento que me incendio, que tengo mucho, mucho calor. Tomo aire profundamente y doy un paso hacia delante, espero —con todas mis fuerzas— estar caminando bien, y que no me vea como gata esquizofrénica en el borde de un tejado. Llego de una forma u otra hasta una de las sillas de cuero n***o y me siento en ella bajo su intensa mirada. Ha vuelto a ponerse el manos libres y escucha atento lo que le dicen, pero no aparta sus maravillosos ojos de mí. Lo único que puedo hacer es tragar saliva e intentar sonreír. »De acuerdo, lo haremos así. Llama a Marilyn y déjale todos los datos. En una hora me comunicaré de vuelta con los detalles —dice y finaliza la llamada, se quita de nuevo el manos libres, sin un adiós, ni hablamos pronto, nada. Se apoya totalmente en su espalda, cruza un pie encima del otro de tal modo que su tobillo izquierdo está apoyado sobre su rodilla derecha, extiende el brazo izquierdo, dejándolo que cuelgue fuera de la silla y se lleva la mano derecha hasta la barbilla, el codo apoyado en el reposa brazos, el dedo índice sobre la mejilla y el pulgar debajo del mentón. Continúa mirándome fijamente por unos segundos más hasta que se decide y dice: »¿Qué puedo hacer por usted Señorita… —deja escapar una risa ronca y baja—, …Queen? Mi apellido a lo largo de mi vida ha servido para tema de conversación en las fiestas. Todos dicen que soy digna portadora del apellido, que me comporto como una reina; pero al rincón de los niños malos mi apellido, enfoquémonos en que Daniel Kydog me acaba de hacer una pregunta que se puede responder de muchas maneras, “¿Qué puedo hacer por usted señorita Queen?” Oh sí, tenlo por seguro que lo sé, para empezar, quitarme este calor que me está consumiendo por dentro. —Le envié mi currículo esta mañana —digo en cambio de expresar que me tiene mal, intentando que mi voz no suene temblorosa. —Sí, lo sé. Tiene muy buenas referencias. Primera de su clase. Una excelente tesis. Sus profesores hablan muy bien de usted —dice cruzando las manos en su regazo—. Pero en el momento no tenemos vacantes para editores, ni siquiera para ayudantes de edición. —No me estoy presentando para un puesto de editora, mi currículo es para el puesto de asistente personal —le digo con convicción. Tengo que tomar el control de mi cuerpo, y de mis emociones. Después de meditarlo mucho en las laaaargas horas de esta mañana, Demmi y Nat me hicieron caer en cuenta de que ser la asistente de Daniel Kydog —aparte de mi obvio gusto por él— es como ser la asistente de Miranda Priestly en “El diablo viste a la moda”, un año con él y mis oportunidades laborales llegarían hasta Plutón. —¿Ha visto las noticias hoy, señorita Queen? —me pregunta como si nada. Creo que sería imposible no verlas, están por todas partes. —Sí, Señor Kydog, las he visto. —¿Sabe que me están acusando de asesinar a mi asistente personal? —dice en tono sutil, tranquilo y sin la menor muestra de alteración. Baja el pie, trae su cuerpo hacia delante, moviéndose con elegancia y sencillez, una combinación rara, pero que él domina muy bien, pone sus antebrazos sobre el escritorio, sus manos, fuertes y de dedos largos, continúan unidas. Me observa expectante. Le miro, trago saliva y digo: —¿Asesinó a Catrina Austin, Señor Kydog? Mi pregunta debe asombrarlo, porque levanta las cejas levemente. —¿Qué le hace pensar que lo que le diga es verdad? —cuestiona—.  Cualquiera le diría que no. Cambio de posición, cruzando una pierna encima de la otra, entrelazando las manos, apoyando el antebrazo derecho en la rodilla. Mi cuerpo queda inclinado un poco hacia delante. Me obligo a tener una expresión neutra cuando digo: —Cualquiera puede mentir, señor Kydog. Pero los ojos de una persona nunca mienten. Ellos siempre dicen la verdad. Daniel cambia su expresión, sonríe satisfecho —o eso creo—, asiente, se pone de pie, alarga una mano en mi dirección y dice: —Bienvenida a la Editorial Kydog, Señorita Queen.
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