3er ROUND

2031 Words
¡Le di la mano a Daniel Kydog! No puedo ni describir el sentimiento. Es que fue… casi orgásmico. Ahora tengo más fundamentos para imaginar sus poderosas manos sobre mí, sus dedos largos recorriendo mi piel, ascendiendo por mis costados… el aroma que desprende su cuerpo, la intensidad de su mirada penetrante atravesándome... ¡Ay Dios! —¿Vienes? —Su voz me devuelve a la tierra, aunque junto a él, cualquier lugar es el paraíso.    Estamos entrando al elevador, me va a llevar —ya quisiera decir que… ya se imaginarán dónde, pero no— a recursos humanos a firmar mi contrato, o bueno, a por mi contrato para leerlo primero, claro está. Pero así me vaya a pagar tres dólares y volverme su esclava —no lo puedo evitar y suspiro pesadamente con ese último pensamiento— voy a firmar. ¡Estoy enloqueciendo por completo! Y los culpables de esto son: Daniel por ser tan irresistible, Demmi y Nat por… porque sí y punto. Le miro de reojo mientras bajamos en el ascensor de dos por dos, con un calor más que infernal, aunque he de suponer que la acalorada aquí soy yo, porque él se ve fresco, despreocupado y relajado. Trago saliva y me paso una mano por la frente; no creo ser capaz de hacer esto, solo de tenerlo a un metro de mí me hace estremecer, me altero y es como si girara en la órbita Kydog… que viéndolo bien suena a nombre de planeta, un lindo y grande planeta. Está ahí parado, como cualquier persona en un ascensor, tranquilo, esperando que los números vayan marcando cada piso. Cierro los ojos con fuerza, es tan imponente y seguro de sí mismo, que cada segundo que pasa siento que voy a colapsar, si no se da la vuelta hacia mí, me empuja contra la pared y me… »¿Se siente bien, Margaret? —Abro los ojos de golpe. Daniel me está mirando por medio del reflejo que dan los cristales que cubren el ascensor, ha metido las manos en los bolsillos de su pantalón y su expresión es divertida, con ese brillo juguetón en los ojos que dice que se puede imaginar lo que he estado pensando. Ojalá que no tenga tan buena imaginación, ruego en mi mente. Me sonrojo al instante, respiro hondo y contesto: —Sí… Señor Kydog. Sonríe. —Llámame Daniel. Bajo la mirada a mis pies y murmuro: —No creo poder hacer eso. Al subir la mirada ante el silencio, veo, por medio del reflejo que dan las paredes del elevador, que ha levantado una ceja, aunque no ha dejado de sonreír. —Marilyn lo hace, y Catrina… —duda—, lo hacía también. Su voz se entristece cuando nombra a su antigua asistente. —Hace un rato se ha referido varias veces a usted como Señor Kydog. —Sí —admite—. Hace eso delante de la gente. —Frunzo el ceño, buscando la forma de preguntarle qué quiere decir con eso, pero se me adelanta y explica—: Dice que no es propio que todo el mundo me llame por mi nombre, que debo proyectar seriedad y autoridad, y que eso no es posible cuando doy tanta confianza. Si dejo que todo el mundo me llame Daniel, no me tomarán en serio, por eso de que soy joven y descomplicado. —Se encoje de hombros y blanquea los ojos de manera divertida. De colapsar por el calor, a derretirme de alegría en menos de un minuto. Nunca me hubiera imagino que “el dios” del ring, tan imponente, fornido, autoritario y temperamental, pudiera ser tan sencillo, tener esa capacidad de reírse de sí mismo e inspirar esa confianza.  —Marilyn tiene razón —coincido—, dejar que todos le llamen Daniel crea informalidad y a su vez exceso de confianza. A muchas personas se les da la mano… —…Y se toman todo el brazo —complementa por mí. Sus ojos permanecen fijos en mi reflejo; se siente como si pudiera ver más allá de mi alma, como si pudiera leerme el pensamiento. Estoy hipnotizada, ni siquiera parpadeo. Estoy poseída por su actitud, su personalidad. Es un hombre completamente diferente al que me imaginé, es mucho mejor de lo que me imaginé.  Las puertas del ascensor se abren rompiendo el… digámosle hechizo. Daniel se voltea una fracción y me hace un gesto para que salga primero que él. Avanzo. Cuando le paso, cierro un momento los ojos para obligarme a concentrarme y no irme a caer, tengo que caminar cual reina, mejor, como una de las modelos de Victoria’s Secret. La oficina del jefe de recursos humanos esta al fondo de un pasillo que tiene como veinte oficinas, si no son más. Todas las personas van dejando lo que están haciendo y se quedan viendo fijamente a Daniel. Todas las mujeres lo miran chorreando la baba —como yo— y a la vez con la misma pregunta que muestran los hombres en su expresión: “¿Habrá matado él a Catrina?”. En estos momentos sé que no, pero el resto del mundo cree lo que las noticias y los reporteros faranduleros y con ganas de vender dicen, que la familia de esa chica está convencida de que fue él, que será demandado por eso, y si resulta —que no será así, estoy segura— culpable, le esperará una larga condena y, adiós al “dios” Kydog, adiós a su editorial, a su carrera en el boxeo, a todo. Cuando por fin me abre la puerta del jefe de recursos humanos, como el caballero que es, el señor Frandfor, el jefe del departamento, ya tiene a la mano mi contrato. Marilyn ya le ha enviado el comunicado, y él, muy eficiente debo decir, está listo para explicarme de qué va todo. Cuando finaliza la ronda de explicaciones, de mis funciones, que son bastante, variadas y con las que estoy más que a gusto, ya que técnicamente me tengo que volver la sombra de “el dios”, pasamos a firmar. Son las tres veintiséis minutos de la tarde, solo una hora y veintiséis minutos desde que empezó mi entrevista improvisada, y ya tengo en mi mano mi tarjeta de acceso al edificio, el celular de la empresa, y la agenda privada de Daniel. —Toma —me dice cuando volvemos a su oficina—. En esta tarjeta están todos mis números de contacto. —Veo la tarjeta que me da donde están los números de la oficina, del gimnasio donde entrena y de dos celulares—. El primer celular es de dominio público, todas las personas que tienen relación conmigo, de cualquier tipo, conocen ese número; el segundo es mi celular privado, solo tres personas lo tienen, Sebastian… —Hace una pausa—. Sabes quién es Sebastian, ¿Verdad? —Sí, se… —Levanta una ceja y me abstengo inmediatamente de seguir con el “señor”—. Sí, Daniel. —Bien. Sebastian, Marilyn y Jean Paul. Ahora tú. —A los dos primeros los conozco, por el tercero no me da oportunidad de preguntar—. Ustedes son los únicos que conocen ese número. Te lo digo solo como recomendación y en esto soy muy estricto… —Su voz y su postura confirman que lo de estricto va en serio—, no se lo vayas a dar a absolutamente nadie, es solo para ti, y solamente en caso de emergencia. —Hace una pausa, y luego para dar más énfasis dice—: Tiene que estarse acabando el mundo. ¿Entendido? Asiento con la cabeza. —Sí, entendido. —De acuerdo. Tengo un comunicado de prensa a las cuatro en punto, y después iré a… —Su mandíbula se tensa, parece estar controlando su expresión. No sé qué va a hacer después, pero no creo que sea de su agrado—. Puedo terminar con todas mis obligaciones del día de hoy. —Se decide a decir al final—. Puedes irte y mañana comenzaremos con todo, Margaret. Trato de descifrar qué fue ese cambio de luces que sufrió hace un momento, pero nada, se tensó dos milisegundos y después volvió el Daniel risueño y encantador. —Claro. Hasta mañana. Un gusto de verdad poder trabajar para ti… —Conmigo —interrumpe—. Mi asistente personal no trabaja para mí, Margaret, trabaja conmigo, que no se te olvide. —Me regala un guiño y adiós conciencia. ¿Cómo va y me guiña así? —Contigo —repito en voz baja, automatizada, y después me acuerdo de respirar—.  Un gusto trabajar contigo. Nos vemos mañana. —Que termines de tener un gran día, Margaret. —Igualmente, Daniel. —Me doy la vuelta, salgo y cierro la puerta tras de mí. El suspiro que se escapa de mis labios es una carga de todo y nada. No me puedo creer que haya hecho esto. Es que… ¡Ay Dios! Quiero bailar de alegría. Cuando llego al escritorio de Marilyn me detengo para despedirme. —Marilyn, ¿verdad? —pregunto para confirmar. —Sí. —Me dedica una sonrisa deslumbrante—. ¿Oficialmente la nueva asistente de Daniel? Le sonrío y saco mi tarjeta de identificación de la Editorial Kydog. »Felicitaciones. Muchas chicas matarían… —Se detiene en seco al captar el comentario que iba a hacer—. Lo siento, yo… yo… Niego con la cabeza. —No te preocupes —le digo amablemente—. Es solo un comentario inocente. Sé a lo que te refieres, y sí, me siento verdaderamente afortunada. Asiente y trata de sonreír, pero sus ojos se han llenado de lágrimas y está apretando fuertemente los puños en un intento de no llorar. —Yo… —Solloza—. Cat era una chica estupenda. No puedo creer que se atrevan a decir que Daniel pudo hacerle algo tan horrible. Ellos se la llevaban tan bien que yo… —Hace una pausa y empieza a negar suavemente con la cabeza—. Solo no puedo creer que esté muerta. Dios mío. Me estoy sintiendo terriblemente mal. ¿Cómo puedo estar tan contenta de ser la nueva asistente de Daniel, cuando esa chica acaba de morir? “Tú no tienes la culpa Margy”. Recuerdo las palabras de Demmi cuando quise argumentar que no debía asistir a la entrevista. “Es una lástima que muriera esa chica, todas sabemos eso, y de verdad lo siento por su familia, deben estar pasándola terrible, pero Margy, todo en la vida tiene un porqué, y… solo tienes que ir, ¿vale? No te sientas mal por algo en lo que tú no tuviste nada que ver”. Esas fueron sus palabras exactas, y debo admitir que me convencieron y que de cierto modo tiene razón, no es mi culpa que haya muerto. —Es un golpe duro de superar, Marilyn —le digo para ayudarla a tranquilizarse—. Más en una chica tan joven, y lo que le pasó fue… —¿Espantoso? ¿Horroroso? Esas palabras no es que sean exactamente tranquilizadoras—…inesperado. Pero debes ser fuerte. Solloza una última vez y luego se limpia las lágrimas que alcanzaron a deslizarse por sus mejillas. —Sí, sí. Tienes razón —afirma—. Tengo que ser fuerte. —Respira hondo y continua—: Así que, ¿a partir de mañana compañeras? —A partir de mañana compañeras —confirmo. —Entonces, nos vemos mañana, Margaret. —Hasta mañana. Camino hacia los elevadores. Demmi debe de estar revolucionando el apartamento de la ansiedad al ver que no llego, ni llamo, ni doy señales de vida. Siempre que está ansiosa cocina y cocina y termina con toda la despensa. Y Nat, bueno, debe de estar comiéndose las uñas en su oficina y sin poderse concentrar. Aunque cuando les diga las buenas nuevas van a hiperventilar.   
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