ALESSANDRO Samuel cerró la puerta de la bodega y el silencio fue como un disparo seco en medio del pecho. Cuatro. Cuatro pedazos de escoria frente a mí. El niño mula, sus padres y ese cabrón extra que aún no me decido si fue el cerebro o el mensajero. Pero lo voy a saber. De una forma u otra. Dejé el saco a un lado. Me arremangué despacio. —¿Quién fue? —pregunté, sereno. Mi voz sonó baja, casi amable. Pero sentí cómo el aire se tensó. El niño sollozó. —Fue... —empezó a decir el hombre— ...yo no sé nada, señor. Se lo juro... Lo interrumpí de un solo golpe. El puño le quebró la nariz y el chorro de sangre salpicó al niño. La madre gritó. El cuarto se llenó de ecos rotos. —A ver si con eso te acuerdas —escupí, limpiándome la mano con su camisa. Me giré hacia la mujer. Ella retrocedió.

