CAPÍTULO II

4336 Words
Entonces salió otro caballo rojo como el fuego. Su jinete había recibido el poder de quitar la paz de la tierra y hacer que la gente se matara entre sí, y para ello se le dio una gran espada. Apocalipsis 6:4. … A media tarde de abril la luz del sol no se reflejaba con gran intensidad. El manto de luz que depositaba sobre Northsbay caía como una cortina de fina seda carente de calidez pero dotando de un ambiente pesado al aire. La lluvia de la noche anterior contribuía a ello con su densa niebla residual aún presente y varios conglomerados de nubarrones en el cielo. De los árboles ya no escurría agua, pero el suelo seguía conservando la humedad. La parada 66 de autobuses del HPN recibía su tercera carga del día. Tras las puertas abiertas bajaron dos hombres, ambos de apariencia particular y que compartían, sin saberlo, el mismo destino. El primero y más joven de ambos bajó de un salto del vehículo, omitiendo un par de escalones y apoyando con firmeza ambos pies sobre el pavimento. Llevaba una mochila sujeta al hombro, la cual sostenía con una de sus manos, abierta y rebosante de papeles maltrechos producto de que le agarrara desprevenido la llegada al hospital. Era alto, de metro ochenta por lo menos, ochenta y tres tal vez, su cabello castaño brillaba bajo la tenue luz, resaltando algunos finos hilos dorados y blanquecinos sumidos en la maraña desordenada. Hileras de pecas cubrían su piel desde la nuca hasta el antebrazo, un rasgo peculiar, resaltante. Levantó su rostro, dirigiendo su mirada hacia el campanario que colgaba, rígido, sobre el arco superior de la fachada del edificio principal; bajo la claridad sus ojos se tintaron de un azul especialmente claro, una combinación que progresivamente pasaba de un azul océano a uno arrecife, hasta toparse con un blanco, casi transparente. Sus labios eran sólo dos finas líneas rosadas sobre su mentón, lo único resaltante era un lunar que reposaba cerca de la comisura derecha de su labio superior, similar a la delicada marca que deja una pluma entintada sobre el papel poroso de un libro. Tenía una espalda ancha cubierta por una camiseta a cuadros de botones roja y negra. El resto de él era contemplar a cualquier chico de universidad que escaseara de ropa limpia o cuya alarma nunca sonó. Por el contrario, el segundo hombre contaba con unos cuarenta y tantos años y un paso calmo y tranquilo al bajar del autobús. Portaba en una de sus manos un maletín oscuro de cuero, mientras que en la otra sostenía un par de lentes de lectura y un periódico abierto, arrugado, que al parecer sólo había tenido tiempo de leer hasta la sección deportiva. Iba vestido con un saco marrón claro perfectamente planchado, pantalón de pana y zapatos recientemente lustrados. Su cabello rubio entrecano reflejaba una generosa capa de gelatina, y con su voz rasposa y cansada dijo: -¿Pasante?, ¿primer día aquí? -¿Yo? -murmuró el chico, y al cerciorarse de que la mirada del otro hombre reposaba sobre él, respondió -No, no. En lo absoluto. El autobús abandonó la parada tras un estruendo del motor, dejando el aire impregnado de un humo grisáceo que rápidamente se desvaneció. -Asuntos más complejos -dijo -. Por eso mismo vienen todos. Jasper Cunningham, Director Médico del hospital. Extendió la mano en que retenía el maletín, ruborizado lo dejó caer sobre el suelo. Llevó sus lentes a reposar sobre su corona e introdujo el periódico en uno de los bolsillos de su saco. -Atlas Jackson -respondió el chico, correspondiendo al apretón de manos. El campanario sobre sus cabezas dio tres fuertes golpes, aturdiendo a Atlas; Jasper ya estaría acostumbrado a ello. Tan distintivo ritual marcaba el inicio del segundo turno de guardia del hospital. -Excelente -dijo Cunningham -, de mis veinte años trabajando aquí hoy tendré mi primer retraso. -Es mi primer día aquí y ya gané el primero -Atlas llevó una mano a su nuca -, mierda. -Nada de palabras malsonantes por aquí, Jackson. … La fachada del edificio principal era de un clásico estilo barroco con algunas modificaciones pertenecientes a la era moderna, tales como puertas corredizas de vidrio y un amplio ventanal cubriendo parte de la zona del segundo piso. Una combinación atípica y de muy mal gusto. Estúpido, pensó Atlas. Entró al recibidor seguido por Jasper, quien iba pisándole los talones, sólo que a diferencia de él, Atlas sí tuvo que hacer una parada en recepción para adquirir un carnet de identificación transitorio. Cunnigham regresó en sus pasos a hacer tiempo conversando con una de las recepcionistas, para así poder acompañar al chico un rato más. -Vengo por el incidente de ayer, mi nombre es Atlas Jackson. Gustav Eaton se puso en contacto conmigo esta madrugada, dijo que podría explorar las instalaciones con total libertad y que gozaría de un espacio en el cual trabajar –llevó su mano nuevamente hacia su nuca -, debí haber llegado hace veinte minutos. -No puedo dejarle pasar con un retraso de más de quince minutos ya que usted es un visitante, hasta donde tengo entendido. La que habló era una mujer alta, de aspecto desganado y cabello a los hombros de tono coral, de mirada apagada y movimientos pausados. Atlas permaneció de pie sin proferir sonido alguno. Dio vuelta sobre sí mismo y se puso en marcha hacia la salida. Jasper lo observaba desde el rincón del mostrador conversando casualmente con la recepcionista de la derecha, una mujer joven de melena negra y piel morena, espléndidamente exótica. -Cintia –llamó Jasper -. Deja pasar al muchacho. Con el maletín en una mano dando suaves golpeteos al muslo de su pierna siguiendo el ritmo de su caminar, le hizo un par de señas a Atlas para que lo siguiera, quien lo observaba desde el borde de la puerta corrediza, dubitativo. -Yo me haré responsable de él. Atlas tuvo que correr suavemente para alcanzar a Jasper, quien ya le llevaba cierta ventaja. -Gracias Jasper –la voz de Atlas se levantó con suavidad una vez estuvo a su altura. Sintió la necesidad de decir algo más, pero las palabras quedaron atoradas en su garganta. -Cuando estemos en presencia de alguien más, llámame Cunnigham, chico –suspiró y añadió luego de un tiempo -, ¿no me harás quedar mal, o sí, Atlas? -No Jasper, no lo haré. -Así que vienes por ella, ¿exactamente qué tienes planeado hacer? –Atlas desconocía el trasfondo de esa pregunta, pues no sabía que en aquel hospital Jasper era el pináculo del conocimiento sobre Morrigan. -La llamada de Gustav me llegó de madrugada, en parte es la razón de mi retraso. Pasé la noche estudiando el corto expediente que me hizo llegar por correo electrónico, por lo que carezco de información suficiente para poder trazar un plan. Hoy sólo conversaré con el personal y solicitaré los expedientes completos de su caso. Jasper asintió con un pausado movimiento de cabeza. -Me complace saber que es a mí a quién necesitarás durante todo el trayecto. Trabajando bajo la suposición de que ni Gustav ni el expediente te lo informaron, yo en calidad de Director Médico personalmente me encargo de los casos mayores. Soy el psiquiatra que lleva el caso de Morrigan, Atlas. Atlas abrió ligeramente los ojos, dando a entrever su sorpresa. Continuó caminando sin decir una sola palabra. Caminaron a través de los pasillos sumidos en un incómodo silencio hasta que se toparon con un angosto y peculiar pasillo. En las paredes resaltaban fotografías enmarcadas que relataban a detalle la historia de HPN. Luego los veo, pensó Atlas, pues ya se hallaba bastante aturdido con la idea de internarse a profundidad en un edificio repleto de personas fuera de sí, a esto añadido el hecho de que pasó la noche en vela imaginando los detalles faltantes de un caso incompleto. Cursó la carrera de psicología acunado bajo las alas de la curiosidad. Una curiosidad impulsada por la historia personal. Una curiosidad basada en la idea de que los dementes no tenían idea de que lo eran, y bajo esa premisa entonces cualquiera podía ganarse una etiqueta de tal y cual enfermedad, subjetiva, claro está, a las burbujas de pensamiento de otra persona y a la forma en que decidiera interpretar las palabras ya trazadas en papel dictadas a lo largo de sus años universitarios. ¿Quién puede garantizar que un diagnóstico sea correcto?, el único veredicto justo es aquel dictado por un juez en cuyo expediente ya está plasmada una condena por el mismo pecado. Esto era lo que Atlas pensaba, a lo que dedicó años, a lo que se volvió devoto y entregó su vida entera. A veces aquella idea lo desanimaba, lo asustaba incluso, pues si él lograra convertirse en un gran diagnosta a futuro eso significaría que cargaría sobre sus hombros el peso de todas esas condenas que él igualmente merecía, pero, por el contrario, y en sus noches de perversión, aquella idea lo animaba, lo impulsaba a continuar, lo convirtieron en el mejor graduado de su generación, merecedor de un título doctoral mención c*m laude, y cuyo contenido llegaría a las manos del alto mando del HPN. No, no Gustav Eaton, un hombre un puesto por encima de él. Pero, ¿qué provocaba tal fascinación en lo prohibido?, algo oculto en su subconsciente, sin lugar a duda, algo que permanecía dormido pero latente, algo que había guiado sus pasos hasta el HPN. Algo que pronto saldría a la luz. Al cruzar el pasillo de cuadros llegaron a un pequeño espacio de recepción que constaba sólo de un extintor de incendios colgando del muro junto a la entrada y un sillón de cuero desgastado, aparte, y en la esquina izquierda, había un cubículo de vigilancia con una única ventanilla acristalada. Allí, tras la pantalla de las cámaras de seguridad, observando con una impecable concentración, se hallaba un hombre de cabello rubio quien estaba particularmente nervioso y lucía una apariencia decadente, como todo en el hospital aquel día. -García –llamó Jasper, a modo de saludo -. Abre las rejas. El hombre desvió distraídamente la mirada de la pantalla; sus ojos se escurecieron al ver el rostro de Jasper. -¿Las sábanas de tejido egipcio bajo las que durmió junto a su esposa lo mantuvieron a salvo a noche, señor Cunnigham? –Jasper suspiró, cansado. Atlas no notó hasta ese momento que había estado conteniendo el aliento, expectante, a sabiendas de la emboscada de Jamie. Atlas desconocía, a su vez, el contexto de la riña. -Lo hicieron –respondió -, y lo seguirán haciendo, García. Contrario a ti, que veo no lograste conciliar el sueño en la mañana. -¿Esperaba de mí algo diferente? Cunnigham, resignado a pronunciar una palabra más, cruzó la habitación con ágiles y veloces pisadas, seguido por Atlas, quién no se atrevió a enlazar su mirada con Jamie. Pudo escuchar, antes de abandonar la sala, como le eran dirigidas algunas palabras. Suerte, chico nuevo. Ave Atque Vale. Una vez se internaron en el segundo, y esperaba Atlas, el último pasillo estrecho, tomó provecho de la soledad, sabiendo que contadas veces tendría el placer de tal privilegio con Jasper. -Ave Atque Vale –dijo, citando a Jamie. Jasper se estremeció al escuchar tales palabras ser pronunciadas por los labios de Atlas -, te saludo y adiós. -Tienes una teoría –las observaciones de Cunnigham nunca eran erradas -, dímela, Jackson. Dime lo que piensas. -Creo, a juzgar por el rencor impreso en la forma de tratarlo, pero, teniendo en cuenta que aún se dirige a usted como señor Cunnigham, que su odio es reciente, y aventurándome a conjeturar que su insomnio fue producto de los acontecimientos de anoche, él conocía a Beverly Katz. Su forma de reaccionar, Jasper, me dio a entender que estaba preparado para una recibida poco cordial, pero que es algo novedoso para usted. Jasper, él deposita la responsabilidad de la muerte de esa mujer sobre usted, y usted la acepta. -Esa mujer es la razón de que estés aquí; creo que no es motivo de remordimiento para mí, sino para él, pero eso no cambia el hecho de que debo hacerme responsable de ser la única persona aquí que tiene aprecio por Morrigan. Eso me ha vuelto un indeseable para ciertas personas, pero jamás quise que terminara así para Jamie. -Trabajó quince años en este hospital, le entregó su vida a estas paredes así como usted se la entregó a Morrigan. -La vio llegar, jamás la verá irse. Soy culpable de una incorregible falta de culpa. -Yo soy culpable de aprovecharme de esa culpa. No sé cuánto podré ayudarle a usted, tal vez, incluso, le perjudique más de lo deseado, pero saciar la duda, el cómo, el por qué, será de ayuda para mí y para Jamie. Usted me agrada, él me desagrada, he ahí yace mi verdadero remordimiento. -No esperaba una respuesta menos complaciente proveniente de usted, Jackson. Más me desagradan los idiotas y mentirosos que las personas a las que ayudo en este lugar Sólo un idiota desaprovecharía una oportunidad como esta en nombre de la decencia, y sólo un mentiroso se justificaría en nombre de la abnegación. -Nadie es totalmente inocente de tales características. -Créeme, Jackson, no lo dudo. -¿Puedo hacerle una última pregunta? -Ten por certeza que no será la última, pero procede. -Ave Atque Vale, ¿era para mí o para Beverly? -Los antiguos Caballeros Templarios lo usaban en sus ritos funerarios, para Katz, supongo, pero también es una despedida a los mártires, y para Jamie, de ahora en adelante, todo aquel que se enfrente a Morrigan lo es. -Creo también haberlo leído en Catulo. -¡El poema de Carmina!, cómo olvidarlo. Nos entendemos de maravilla, muchacho. Transcurrieron un par de minutos de caminata apacible hasta que se toparon con el pasillo de conexión entre el ala este y el ala norte. Seguidamente caminaron por los solitarios pasillos. El movimiento aún no se reanudaba debido al cambio de guardia. Jasper guió a Atlas hasta el pasillo de ventanales que conectaba el edificio con las habitaciones de los pacientes 399 y 400. A través de las rejas Atlas contempló los restos de la larga mancha de sangre que cubría gran parte del suelo, parecida al charco que deja un cuerpo al ser arrastrado. No le perturbó en lo absoluto, pero plantó un sentimiento de intriga en su mente. Detestaba la intriga cuando lo lograba ser satisfecha. Aquel manchón era sangre seca, y a juzgar por el aroma a químicos y cloro que impregnaba el aire con su acidez, habían comenzado el trabajo de limpieza y quedado inconcluso, pues el olor a hierro aún estaba ahí y podía captarse si se concentraba uno lo suficiente, y la sangre asemejaba una g****a negra en medio del suelo de mármol blanco. La duda hacía cosquillear la nuca de Atlas. -Toda esa sangre no pertenece a una sola persona. Tampoco a dos, como indicaba el informe preliminar que me hizo llegar el señor Eaton. -En su mayoría pertenece a Beverly, como sabrás, producto de que le arrancaran el corazón con una mano. Creen que Morrigan la tomó desprevenida en el pasillo, y robó su arma pasando su mano a través de las rejas. La obligó a entrar, y usándola como rehén obtuvo también al amante. Nuestros laboratorios obtuvieron una tercera muestra de ADN masculino, no está en nuestra base de datos, por lo que no pertenece al personal o pacientes del hospital. No hay teoría alguna sobre cómo llegó allí la sangre, pero en algún lugar hay un tercer cuerpo esperando a que lo encontremos. El turno nocturno se encargará de destrozar las instalaciones en su búsqueda. -¿Qué dice la policía? –cuestionó Atlas-, ¿ya analizaron ellos la muestra? Jasper no respondió. Reanudaron nuevamente la marcha. -Creo que aquí debemos separarnos, Jasper –Atlas se detuvo -, debo encontrar a Ambrose. -¿Ambrose Eaton? –Jasper también detuvo la marcha, se volteó de cara a Atlas. -No es un nombre común, supongo que sabes quién es. El señor Eaton me dijo que él me daría una oficina en donde trabajar. Jasper apoyó una mano sobre su rostro y dejó escapar una risa socarrona. -Ese muchacho… Sí, claro. Todos por aquí lo conocen. Acompáñame hasta las salas de interrogación y luego enviaré a un enfermero en su búsqueda. Doblaron el paso de su marcha, y en cuestión de un par de minutos ya se habían adentrado en el pasillo que daba a los salones. -¿Cómo es ella? –la voz de Atlas fue apenas un fino hilo. -Pasarás casi la totalidad de tus días a partir de ahora con ella flotando por tu cabeza, ya tendrás tiempo de conocerla luego. -Necesito saber a qué me enfrento. -Ella es una mujer normal, Atlas, tal vez te cueste un poco asimilarlo, pero así es. Me costó casi diez años descubrirlo. -Es una asesina, creo que esa característica no encaja en la definición de normal. -Escucha, muchacho, ella tiene necesidades, como tú y yo. Experimenta las mismas emociones que nosotros. Deseo, ira, tristeza, y puede que, muy oculto en algún lugar, haya algo de afecto. Ella las obtiene de una manera diferente, es todo, y yo tengo la firme creencia de que podemos cambiar eso. Tengo la convicción de que con esfuerzo puede ser curada; y con esos defectos corregidos, como un cirujano corrige una columna desviada, Morrigan encajaría en la definición socialmente aceptada de normal, y todos la verían como yo la veo. -¿Y cómo la ve usted? -Como un ser humano. Atlas guardó silencio, meditando cuidadosamente aquellas palabras en el interior de su cabeza, temeroso sin notarlo de llegar a identificarse con ellas. En cierto modo tenían algo de sentido, pero no encajaban en la doctrina a la que se había sometido. Aun así era algo digno de incluir en su futuro trabajo sobre Morrigan, tal vez citándolo como la justificación que un enfermo brinda a otro. Jasper le hizo señas de que esperara mientras él se adentraba en una de las habitaciones de interrogación. Dios bendito, fueron las palabras que Atlas escuchó antes de cruzar el umbral de la puerta. Se halló en una habitación rectangular, estrecha, con un largo mesón grisáceo de lado a lado repleto de carpetas, archiveros y hojas sueltas. Lo que más destacaba, sin duda, era el amplio cristal opaco que cubría casi en su totalidad la pared izquierda del salón, sirviendo como nexo visual entre aquella habitación y la contigua. A través del cristal pudo vislumbrar una escena bastante peculiar. Dos hombres interrogaban a una mujer de larga cabellera oscura como el carbón y piel blanca como el cuarzo, ella se hallaba de cuclillas en una esquina. Aquello era una sala de interrogatorio policial. -¿Qué es esto?- pregunta, confundido, Atlas. -Lo mismo me pregunto yo –respondió en voz tan baja que a Atlas le fue difícil dilucidar el significado de sus palabras. Sin dejar de observar la escena levantó distraídamente su mano y señaló a la mujer -. Atlas, ella es Morrigan. Las voces de los policías no eran más que un vago ruido de fondo. -Según los papeles que dejaron aquí, obtuvieron el permiso de un juez para interrogarla. Esto ocurrió por culpa de Eaton, lo sé, en mi presencia jamás habrían accedido a ella. Y míralos, sin embargo ahí están. -Luce asustada. ¿No podemos hacer nada, Cunnigham? -No contra el juez Patrick Castemire. Es la mayor autoridad judicial de Northsbay, amigo de copas del gobernador. Y tiene historia con ella. Fue Morrigan la causante del accidente de auto que provocó la muerte de su hijo menor hace un par de años. Escapó, el chico iba cruzando la carretera, fue un encuentro fatal. Durante el juicio apostó por la pena de muerte, denegada por su propio amigo. Al concluir el caso y que el juez diera su veredicto, él fue obligado a tomarse un año sabático, y el nombre del hospital y el mío quedaron severamente dañados. Nos ha costado recuperarnos, y puedo asegurarte, Atlas, que su regreso tiene el único propósito de la venganza. Pero no lo culpo. -Jamás escuché de él. -El caso se mantuvo en bajo perfil por la seguridad y bienestar de la familia de Patrick. -¡Dexter está en su celda, como la sucia bestia que él es, y que tú sin duda eres! –gritó uno de los investigadores. Fue tal la magnitud del alarido que sobresalió por el cristal. -Van a hacerla enojar –susurró Jasper, con la mirada fija en algún punto de la habitación -. ¡Mierda, van a hacerla enojar! Golpeó el vidrio tres veces fuertemente. -No deben decir su nombre. Un cuarto golpe resonó en la habitación. Atlas, atónito, observó entonces como Morrigan se abalanzaba sobre el hombre que hacía unos segundos le gritaba y blasfemaba sobre el nombre de Dexter. Llevaba una camiseta de fuerza que ataba sus brazos a su espalda; teniendo como única arma su mordida, destrozó con sus dientes el cuello del investigador. La sangre salió a salpicones de la arteria que alcanzó, dejando el cristal inutilizado. -Saint Dieu! Lovoisier, apportez de l¨aide! ¡Traigan ayuda! –gritó el segundo investigador, quién, cubierto de sangre, corrió hacia la puerta, en un intento por salvarse del mismo destino que sufrió su compañero. -¡Jasper! –gritó Atlas, quien ya se dirigía hacia la puerta. -No, aguarda –la carencia de emociones en la voz de Cunnigham le heló la sangre a Atlas, e inmediatamente se detuvo. Su rostro no tenía expresión alguna. Un escalofrío recorrió enteramente su espina dorsal. Aquel acto caníbal tenía un maravillado espectador. Morrigan se abalanzó sobre la espalda del investigador que trataba desesperadamente de destrabar la puerta. Encajó su mandíbula en su mejilla derecha y mordió. Escupió un enorme trozo de piel cubierto de sangre. De la boca del investigador escapó un alarido de dolor y súplica, trataba de gesticular palabras pero ya le era imposible a causa del terror y de la falta de una parte de su rostro. Morrigan encajó sus dientes nuevamente. Ambos cayeron hacía atrás y debido a la sangre que salpicaba toda la habitación les fue imposible continuar presenciando aquel horror. -¡Mierda, mierda! –gritó Atlas -¡¿Por qué dejó que esto pasara, Jasper?!, ¿por qué no hizo nada?… ¿por qué los dejó morir? Su voz se fue apagando lentamente. -¿Por qué…? Hasta que ya no fue más que una exhalación, un hilo destejido, una nota perdida. -Ellos se metieron en donde no debían –respondió, después de varios segundos de vacilación, Jasper; Atlas retrocedió, el pánico comenzaba a inundar su mente, arrastrando un torbellino de espantosas ideas consigo -, ellos abrieron heridas que ya habían cicatrizado. Atlas se apoyó a la pared de vidrio y se dejó caer pesadamente. -Pudiste haberlo salvado, ¿ahora qué? La policía se preguntará qué ocurrió, y cuando hagan las preguntas nosotros no tendremos respuesta. ¡¿Qué crees que pasará con ella?! -Ella estará bien, dime, chico, y quiero que respondas con total sinceridad esta pregunta, ¿crees que es la primera vez que ocurre algo así? Atlas, cálmate, respira. Jasper se arrodilló junto al chico, juntó sus dos manos y las calentó. Acercó las manos al rostro de Atlas y chasqueó junto a cada oído un par de veces, luego depositó con suavidad las palmas cálidas sobre sus mejillas. Poco a poco Atlas retomó el control de su respiración, sus latidos volvieron a la normalidad, la voz volvió a su garganta y sus pensamientos se serenaron como el mar después de una tormenta. Sólo mar en completa calma, el océano a sus pies, cristalino, brillante, podía ver la arena bajo las olas. -¿De qué habla, Jasper? –Atlas desvió su mirada hacia los ojos de Cunnigham, eran de un verde profundamente oscuro, como la vegetación de una ciénaga en plena noche. -Atlas, ¿en dónde crees que te has metido, muchacho? Esto es Northsbay. Un hospital para locos en Northsbay. -Jasper, respóndame –reclamó -. Dígame usted en dónde me he metido. -En un hospital normal, personas sanas curan personas enfermas, ¿cierto? Aquí, Atlas, personas enfermas son tratadas por personas que lo están aún más. Es la única manera de hacerlo bien. Cuando salgas de aquí, y el alba se asome tras el campanario, lo comprenderás, te prometo que así será. Sus ojos, oscurecidos por la sombra de la locura, observaban a Atlas con cariño, pero tras ellos las macabras intenciones que tenía se delataban en forma de peculiares destellos de brillo. Era un aprendiz de ella, y de todo lo que conlleva protegerla. -No puede obligarme a ser un loco, Jasper –el pecho de Atlas se levantó mientras respiraba lentamente, mantuvo el aire atrapado algunos segundos antes de dejarlo escapar, vaciándose de todo lo que había presenciado. Era un ritual silencioso que practicaba cuando una situación lograba superarlo. Se pusieron de pie al mismo tiempo. -Tal vez yo no –contestó Jasper -, pero ella –dijo, tamborileando los dedos sobre el cristal -, ella sí. -Me voy –dijo -. No podrá hacerlo entonces. -Ya estás aquí. Ambrose sabe que estás aquí. Ella sabe que has venido, Atlas. La oportunidad de irte quedó tras las puertas de esta habitación. -No quiero verme involucrado en un doble homicidio, todos se harán preguntas, las familias de esos oficiales, sus compañeros, los enfermeros… y tarde o temprano hallarán las respuestas. Nos culparán por no haberlos salvado. -Nos culparán por haberlos dejado pasar, Atlas. Desde que pusieron un pie allí dentro eran hombres muertos. Sus vidas acabaron aquí, pero la tuya recién empieza. -Dijiste que esto ya ha pasado antes. Dime entonces cómo manejaste la situación. -Con calma, Atlas. Te enseñaré cómo son las cosas por aquí.

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