CAPÍTULO I, parte II

1644 Words
-Escúchame atentamente -dijo Levi, señalando con el dedo índice a Jamie. A pesar de ser de baja estatura debía mantener la mirada gacha para estar en contacto visual con aquel hombre -. Entraré allí, YO SOLO -hizo leve incapié en las últimas dos palabras pronunciadas -, no hay cámaras de seguridad activas, si algo me ocurre no seré capaz de avisarlo, dile a los de seguridad, cuando lleguen, que hay dos enfermeros y un guardia que requieren asistencia médica inmediata, que procuren tener sumo cuidado con sus armas, así sean no letales. La mirada de Jamie se hallaba perdida en algún punto de la oscuridad, paseándose entre sombras inexistentes y luces invisibles. -Claro -dijo -… claro. Levi empujó la puerta que se alzaba frente a él, era pesada, y le costó hacerla ceder. La musculatura de sus delgados pero tonificados brazos se tensó bajo tal peso. Pero finalmente se abrió ante él el cerrojo del inframundo. Obligándose a caminar se adentró en las tinieblas de aquel río de sufrimiento, se sumergió en las profundidades de aquella oscuridad absoluta sin la compañía de Caronte, teniendo a la mano únicamente una linterna y un trozo de cristal partido que había recogido del suelo. El temor carcomía su alma, el haberse incluido a sí mismo en la lista de los que requerían asistencia lo atemorizaba. Para él aquello podía significar dos cosas: una sutil premonición, augurio de lo que aguardaba para él al encontrarse nuevamente con ella, o, sólo una manifestación de su temor interno, del espacio especial que guardaba para diseccionar aquel primer encuentro, y con los pedazos obtenidos armar una nueva sátira en que ella finalmente logra llegar hasta él. Siempre se preguntó el por qué ella lo había dejado vivir. Por qué renunció a tan exquisita venganza. Por qué no se deleitó con su sufrimiento. Por qué ella sólo permaneció observándolo en silencio. Ese día. El día en que Morrigan Morgenstern casi asesinó a Jasper Cunningham. Él sólo era un pasante en el hospital. Uno de muchos egresados de la universidad de Northsbay que se hallaba en busca de un empleo que pudiera prometerle un futuro brillante. Entró allí con aquella vana esperanza, sólo para continuar, ascender en su carrera y perder toda fe que tenía en ese futuro con el que tanto soñaba. De antaño se preparó para las cosas desalentadoras a las que tendría que enfrentarse, sabía que no podría salir impune del castigo que pertenecer a la sociedad adulta acarrea, creyó estar preparado, y en su mayoría lo estuvo. Vio innumerables cosas, escuchó incontables voces ominosas, y participó en diversos escenarios perversos, hasta que finalmente se topó con ella. Tan hermosa. La primera vez que la vio quedó anonadado ante tal belleza. La larga cabellera negra le caía sobre los hombros y el pecho en débiles ondulaciones que despedían un brillo fulgurante. Sus ojos, igual de oscuros, iban adornados por una seductora mirada capaz de comunicar miles de sensaciones en tan sólo un segundo. Le arrancó un suspiro del pecho, uno inevitable, apasionado, excitante. Su rostro estaba enmarcado por unas frondosas y encaminadas cejas, unos pómulos discretos y una mandíbula suave que terminaba en unos labios finos, rojos cuál la sangre, húmedos. Sus pestañas tocaron la piel de sus párpados superiores cuando sus ojos se toparon con los de él, fue sólo una fracción de segundo antes de que un enfermero cerrara la puerta del cuarto de interrogatorio en que la mantenían cautiva. Conocía de antemano su nombre, pero jamás la había visto en persona. Todos en aquel hospital debían de conocerla, pues era a quién debían temer. Se negó rotundamente a leer su expediente o a escuchar cualquier narrativa que los demás enfermeros pudieran compartirle sobre ella. No quería saber el mal que había hecho, prefería quedarse con aquel rostro angelical grabado en la mente, como si fuera su propia marca personal de heroína. ¿Qué pensaría Ambrose sobre ello?, ¿qué palabras escogería para tacharlo de hereje, de perverso? Le interesaba saberlo. Un par de semanas transcurrieron desde su primer encuentro con Morrigan. Un 7 de abril daba un paseo cerca de la zona de los cuartos de interrogación, reviviendo aquellas sensaciones, tratando de recordar la tonalidad exacta de la piel de ella, cuando de improviso las vibraciones de un encontronazo enturbiaron las tranquilas aguas de su mente. Un golpe, luego otro, luego otro. El estruendo provenía de una de las salas de interrogación dónde los pacientes con ciertos secretos de interés policial eran llevados a pasar incontables horas de tortura. No tenía idea de que si aquel juego sería legal, pero al menos permanecía en vigencia por su eficacia. En cuestión, aquella noche no había personal policial en el hospital. Lo que encendió las alarmas en la cabeza de Levi fue avistar una tarjeta abandonada sobre el suelo. Se acercó a ella y se agachó para tomarla. Al tenerla sobre la palma de su mano pudo leer el contenido. Era la tarjeta de identificación de Jasper Cunningham. Su sangre se heló una vez hubo procesado lo que estaba leyendo. Una vez se hubo concientizado sobre el material que tenía en sus manos los sonidos empezaron a hacerse presentes para sus oídos. Al principio era sólo un leve ruido gomoso, tan leve que siquiera cayó en cuenta de que lo estaba escuchando, poco a poco tomó forma. El sanguinolento salpicar de la sangre, el húmedo crujir de la carne bajo el peso de la mordida, la separación de los tejidos, los gemidos ahogados en sangre del doctor Jasper Cunningham mientras Morrigan gemía, comiendo de la carne de su hombro luego de haber cercenado su garganta. Una sensación de vacío se instaló en su pecho al cruzar aquel pasillo y pasar frente a la puerta entreabierta de la habitación en que todo había ocurrido hacía exactamente tres años. 7 de abril, negrura total, y ella libre una vez más. Levi continuó caminando sin aminorar el paso. El halo de luz que se reflejaba sobre el suelo frente a él temblaba. Trataba de que sus suelas resonaran lo menos posible en aquellos silenciosos pasillos. Silencio de medianoche. Finalmente dio con la zona en que se ramificaban los pasillos que daban a las habitaciones. Tras un rápido vistazo corroboró que todas las puertas estuvieran cerradas. Lo estaban. Aquello no estaba bien. Los pacientes sabrían que no había electricidad y que podrían escapar de su cautiverio, y aún así no lo hicieron. El terror de apoderó de Levi cuando se vio atravesando a paso rápido el primer pasillo. Uno tras otro desaparecían tras de él sin incidente alguno. El peligro parecía inexistente. Hasta que llegó al corredor final. El área roja del HPN culminaba en un último corredor de mayor anchura que todos los demás. Dicho iba circundado por ventanales enrejados en lo alto de las paredes, tras los cuáles lo único que era posible divisar eran las hojas de los árboles, el paisaje oscuro salpicado por estrellas que es la bóveda nocturna, y la luna. Una fina proyección en forma de cuna, de tinte anaranjado brillante iluminaba el cielo. El corredor era custodiado por un enrejado al inicio, el cual sólo era posible penetrar traspasando las tres medidas de seguridad que ameritaba, lo mismo ocurría con el segundo enrejado ubicado al final del corredor, tras el cual se podía acceder a una última y no muy amplia habitación con únicamente dos puertas. Se podía divisar desde el primer enrejado un cartel junto a la puerta izquierda. Citaba el número 399, y bajo él el nombre de ella. Levi se estremeció profundamente al leerlo. No había estado allí antes, y aún así no se le dificultó hallar el camino. Levi apoyó un hombro contra la reja y aplicó fuerza. La piel ya le dolía debido a todas las puertas que tuvo que abrir aplicando la misma técnica, pero ignorando el ardor se dejó caer ante aquella. Dio dos pasos posteriores al chirrido de las bisagras antes de que sus zapatos se toparan con una sensación extraña. Algo pegajoso y caliente se escurría entre sus suelas. Algo denso y de volumen alto. No le fue necesario iluminar aquella zona para saber que era sangre lo que se había encontrado. Se abstuvo de hacerlo. No le aterró, no hasta que continuó dando paso tras paso sin lograr abandonar la charca. Se extendía al menos dos metros hacia adelante en línea recta. Continuó sin iluminar el suelo. Un relámpago azotó el cielo nocturno cuando llegó a la mitad del pasillo. La brevedad de la luz, encandilante y pálida, fue suficiente para vislumbrar lo que aguardaba frente a él. Con la espalda apoyada en el muro izquierdo del pasillo de las habitaciones y las piernas extendidas sobre el suelo, con su larga cabellera negra cayendo suavemente sobre el rostro de Beverly Katz, Morrigan Morgenstern sostenía plácidamente la cabeza de la mujer con una mano, una delicada y fina palma se encontraba apoyada en la mejilla izquierda, mientras que la otra mano sostenía su corazón, que aún sufría contracciones post mortem, y dejaba caer, cuál cascada, la sangre sobre sus propios labios tibios, saboreando cada gota con su lengua, roja como el líquido del que se deleitaba. El halo de luz se enfocó en ella involuntariamente. Al notar esto dirigió su mirada hacia Levi, y mientras sus ojos se entrecerraban al sonreír, encajó sus dientes en el músculo palpitante. La mirada perdida de Beverly parecía estar enfocada en él, suplicante, atemorizada, aún con lágrimas cayéndole por el rostro, siguiendo el camino de las cejas y fusionándose en el cabello. La linterna resbaló de la mano de Levi, rodando por el suelo y dejando a Morrigan nuevamente sumida en la oscuridad, sólo para depositar su velo de muerte sobre la puerta de la habitación 400, frente a la cual se apoyaba el cuerpo del amante de Beverly.
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