Bianca
El delicioso olor a la salsa de tomate y la música suave de fondo, eran mi única compañía en la cocina.
Estaba revolviendo la salsa, cuando la música se cortó por una llamada entrante. El identificador mostraba que era mi marido el que estaba llamando.
—¿Dónde estás? —le pregunté sin saludarlo.
—En el puerto —respondió con ese tono neutral suyo que me sacaba de quicio.
—¿Eso significa que no vienes a cenar? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—No. Va a ser una noche larga. No me esperes despierta.
—¿Por qué no me sorprende? —respondí con frustración.
Lorenzo suspiró al otro lado de la línea, como si no tuviera tiempo para lidiar con esto.
—Bianca, no tengo opción.
—Siempre es la misma respuesta —dije, molesta, sin ganas de seguir hablando.
El silencio al otro lado de la línea solo incrementaba mi rabia.
—Haz lo que quieras, Lorenzo. ¡Total, siempre lo haces!
Colgué sin darle oportunidad a responder.
—Mami, ¿pasó algo con papi?
La voz de Damiano me hizo girar. Estaba en la puerta de la cocina, con el cabello revuelto y sus ojos grandes mirándome con inocencia.
Sonreí, o al menos lo intenté, y caminé hacia él.
—Nada, mi amor. Ve a lavarte las manos, la cena está casi lista.
Él me miró como si no estuviera del todo convencido, pero asintió y salió corriendo hacia el baño.
Suspiré de nuevo, esta vez más hondo, y tomé mi teléfono.
Si Lorenzo no iba a estar, no pasaría la noche amargada.
Abrí el grupo de mensajes con las chicas, ese que habíamos creado hace años para compartir todo. Y por todo me refiero a TODO.
Yo: ¿Qué hacen?
Escribí y dejé el teléfono sobre la mesa mientras volvía a remover la salsa.
No pasaron más de treinta segundos antes de que el teléfono vibrara con una respuesta.
Gabi: Aquí, sola con los gemelos. Uno está tirando juguetes al otro. ¿Eso cuenta como deporte?
Reí entre dientes, imaginándome la escena. A pesar de todo, Gabriella siempre lograba mantener el humor incluso en los días más caóticos.
Pocos segundos después llegó otro mensaje.
Valen: Discutí con Nicola. Salió de la casa. ¿Y tú?
Rodé los ojos. Claro, Nicola y Valentina nunca podían tener un momento tranquilo.
Yo: ¿Les parece si vienen a cenar?
Yo: Tengo suficiente comida para alimentar a un ejército.
La respuesta fue casi inmediata.
Gabi: Sí, por favor.
Gabi: Mis hijos no saben apreciar mi cocina.
Valen: Voy en camino. Nicola puede irse a la mierda.
Sonreí mientras dejaba el teléfono otra vez. Aunque la noche no había empezado como esperaba, al menos no iba a terminarla sola.
Unos treinta minutos después, el timbre de la puerta sonó justo cuando estaba colocando la pasta en la olla con agua hirviendo.
—¡Yo abro! —gritó Dami, saltando para alcanzar el picaporte.
Me detuve detrás de él, lista para ayudarlo si hacía falta.
Aunque no lo aparentaba, mi bebé no era como los demás niños. A simple vista, cualquiera diría que era un niño saludable, pero su corazón era más frágil de lo que parecía.
La cardiopatía congénita con la que había nacido había hecho que sus primeros años fueran un desafío. Y aunque ahora llevaba una vida relativamente normal, yo siempre estaba alerta, como si el menor esfuerzo pudiera romperlo.
—Con cuidado, amore mío —le dije mientras él abría la puerta.
Gabriella tenía a Marcello en un brazo mientras Augusto se agarraba al borde de su abrigo con fuerza, intentando bajar a su hermano.
Ambos llevaban abrigos de colores oscuros, con las mejillas sonrojadas por el frío.
Gabriella me sonrió, aunque parecía cansada con su cabello rubio levantado en un moño mal hecho.
—Espero que no te moleste el caos —dijo, entrando con los gemelos.
—El caos ya vive aquí. No te preocupes —respondí con una sonrisa mientras Dami saludaba a los gemelos.
—¡Vamos a jugar! —dijo, tomando a Augusto de la mano.
—Despacito, Dami —le advertí, aunque él ya estaba llevándolos hacia el salón.
Los gemelos lo siguieron, siempre enérgicos, a veces pensaba que ellos estaban compitiendo para ver quién causaba más problemas.
—Nada de correr —les grité, aunque sabía que me ignorarían por completo.
Gabriella suspiró y dejó su bolso en una silla junto a la puerta.
—Ni siquiera intentaste detenerlos.
—¿Para qué? —respondí mientras cerraba la puerta. —Si no lo hacen ahora, lo harán después.
Antes de que pudiera decir más, el timbre sonó de nuevo. Gabriella abrió, Valentina y Vittoria estaban en la entrada. Las dos parecían una copia, con su cabello n***o y esos ojos azules intensos.
—¡Hola, tías! —gritó Vittoria mientras corría hacia mí y me abrazaba por la cintura.
—Hola, principessa —respondí, besándole la cabeza. —Tus primos están arriba. Ve con ellos.
—¡Vamos, Vitto! —gritó Marcello desde las escaleras, y en cuestión de segundos desapareció con ellos.
—¿Ya empezaron a quejarse? —preguntó Valen con una sonrisa, mientras volvíamos a la cocina.
—¡Claro que no! Te estábamos esperando —respondió ella, soltando una risita mientras miraba alrededor buscando qué hacer.
—Bueno... —dijo mi cuñada, abriendo una botella de vino—. ¿Quién empieza?
—¡No lo soporto más! —exclamó Gabi, cortando el pan con tanta fuerza que el cuchillo golpeó contra la tabla de madera—. Renzo salió esta mañana, y aquí estoy yo, sola con los gemelos. Otra vez. ¿Y sabes qué me dijo? “No te preocupes, no tardaré mucho.”
—¿No tardará mucho? Nicola salió después de discutir conmigo y ni siquiera se molestó en decirme cuándo piensa volver. A veces me pregunto por qué siquiera me casé con ese hombre.
—Porque estás igual de loca que él —respondí, dejando la cuchara con la salsa de tomate sobre la encimera.
—¿Y tú? —preguntó la rubia, girándose hacia mí. —¿Dónde está Lorenzo?
—En el puerto, como siempre. “No me esperes despierta, Bianca.” Ya me tiene harta. Es como si para él Nicola fuera más importante que su propia familia.
Valentina dejó escapar un suspiro, pero esta vez había algo más en su expresión. Una mezcla de furia y cansancio.
—¿Y qué me dicen de mí? Soy una asesina de renombre —comenzó, con el tono sarcástico que siempre usaba cuando estaba muy molesta.
—Tuve que relegarme porque la lady de mi maridito no soporta la idea de perderme. —levantó un dedo hacia sí misma, como si necesitáramos un recordatorio.
—¿Saben lo humillante y frustrante que es que un hombre me dé órdenes de quedarme en casa? ¡A mí! ¡Que puedo matar a un hombre sin siquiera tocarlo!
Gabi se cruzó de brazos, apoyándose en la encimera mientras la miraba con atención.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
La pelinegra se giró hacia nosotras, con una mirada que podría haber perforado el acero.
—Porque me importa más mi hija que lo que él piense. Si le doy pelea, se cierra más. Así que mientras Vittoria sea menor, que Nicola haga lo que quiera.
Me apoyé en la mesa, cruzando los brazos.
—A veces pienso que deberíamos desaparecer nosotras, a ver qué hacen.
La rubia soltó una carcajada y levantó las cejas.
—¿Y si fingimos otro secuestro? —propuso, casi emocionada.
—¡Claro! —respondí, riendo con ironía. —De seguro nuestros hijos morirían de hambre. Esos hombres no saben hacer nada.
Valen había tomado la tarea de acomodar los platos, pero dejó lo que hacía y se giró hacia nosotras con una sonrisa sardónica.
—Nah. Con todo el personal que tienen, los guardias de seguridad, el servicio... Los niños nunca estarán solos. Eso sí, no verían a sus padres ni en foto.
Gabi dejó escapar un resoplido, y yo me reí mientras sacaba el pan del horno, usando un trapo para no quemarme.
—Es verdad. Lorenzo no sabría cómo calentar un plato de pasta sin ayuda.
—Renzo quemaría la cocina —añadió la rubia, moviendo las manos en el aire simulando una explosión.
—Nicola probablemente contrataría a tres chefs y dos niñeras en menos de una hora —dijo Valentina, rodando los ojos.
Nos reímos, pero no fue suficiente para disipar el enojo que sentíamos.
Aunque, no voy a negar que había algo liberador en decir en voz alta lo que pensábamos. En admitir que, por mucho que amáramos a nuestros maridos, eran un grano en el culo.
—¿Y saben qué es lo peor? —dijo Gabi. —Ellos creen que están controlando el mundo mientras nosotras nos quedamos en casa con los niños.
—Exacto —respondí, levantando un dedo para enfatizar mi punto. —Como si cuidar a los niños, manejar la casa y además lidiar con ellos no fuera un trabajo de tiempo completo.
Valentina se cruzó de brazos, apoyándose contra la encimera.
—Ellos no lo entenderán nunca. Porque tienen un ejército de hombres detrás de ellos, y nosotras... bueno, nosotras solo nos tenemos a nosotras.
—Al menos nos tenemos a nosotras —dije, levantando la fuente de pasta hacia el centro de la mesa.
—Eso es lo único que importa.
Gabriella nos entregó una copa de vino a cada una y la levantó para brindar.
—Por nosotras.
—Por nosotras —repetimos al unísono.
—Chicas, pero esto no termina aquí —dijo Val, mostrando esa sonrisa maliciosa que siempre la delata cuando algo está tramando en su cabeza.
—¿Qué estás planeando…?