Vittoria
La consola que había recibido Dami para su cumpleaños hacía unos días seguía siendo la atracción principal cada vez que nos juntábamos.
La pantalla del televisor frente a nosotros brillaba con el videojuego de carreras de autos, pero nadie estaba concentrado en el juego.
La habitación estaba más silenciosa de lo normal, lo que era raro considerando que Augusto y Marcello estaban con nosotros.
Estaba sentada entre Damiano y Marcello, mientras Augusto estaba medio acostado sobre una almohada a mi izquierda. Ninguno hablaba mucho, solo presionábamos botones de manera automática.
—¿Qué pasa con ustedes? —pregunté después de unas partidas, dejando caer el control sobre mi regazo.
Damiano me miró de reojo, apretando el control entre sus manos.
—Nada —murmuró.
—Sí, claro, “nada” —respondí, alzando una ceja. —Están tan callados que hasta la tele hace más ruido que ustedes.
Augusto soltó un suspiro y dejó caer el control al suelo.
—Es que... —empezó, pero se quedó callado, mirando a Dami como si esperara que él hablara primero.
Damiano dejó el control junto a él y apoyó la barbilla en las rodillas.
—Creo que —susurró mirando al suelo—. Mis padres se van a divorciar.
—Pero ¿qué dices? —pregunté, pasando una mano por su brazo.
—Hace tiempo que solo pelean —respondió, apretando los puños contra sus rodillas. —Papá nunca está en casa, y cuando está, mamá se enoja con él.
—Eso no significa que se van a divorciar —dije, aunque no estaba del todo segura de mis palabras.
—Yo creo que los míos también... —interrumpió Augusto, sentado con las piernas cruzadas. —Papá nunca está. Mamá dice que trabaja demasiado, pero a veces creo que no quiere volver a casa.
Marcello dejó caer el control al suelo y bajó la cabeza.
—Papá no nos quiere —dijo, con la voz quebrada.
Todos lo miramos, incluso Augusto, que estaba sorprendido por lo que su hermano había dicho.
—Claro que sí te quiere —dije, sintiendo que algo dentro de mí se apretaba al verlo tan triste.
—No parece —respondió Marce, encogiéndose de hombros. —Siempre está ocupado con el tío Nicola, o trabajando... Ni siquiera nos mira cuando llega a casa.
Entendía lo que sentían.
Mi papá tampoco estaba mucho tiempo en casa. Cada vez que iba, parecía más preocupado por sus "asuntos", aunque intentara disimularlo, consintiéndome en todo lo que yo quisiera.
Pero había algo que mis primos no sabían y que, estaba segura de que los tranquilizaría.
—No deberían pensar eso —dije, asegurándome de que me prestarán atención—. La verdad es que ellos nos quieren y mucho, ¿saben por qué lo sé?
—¿Por qué? —preguntó Damiano, levantando la vista hacia mí.
—Porque si nuestros papás no nos quisieran, no les hubieran puesto esto —respondí, señalando mi muñeca.
Los tres me miraron confundidos, pero luego buscaron en sus propias muñecas, justo donde yo estaba señalando.
—¿Qué cosa? —preguntó Marcello, frunciendo el ceño.
Rodé los ojos, como si fuera obvio.
—El chip rastreador.
Damiano arqueó una ceja y levantó la muñeca, mirándola como si esperara ver algo.
—¿De qué estás hablando, Vittoria?
—Es un chip que todos tenemos —respondí, tanteando en mi muñeca. —Mamá me dijo que lo pusieron cuando éramos bebés, para que siempre sepan dónde estamos.
Augusto abrió mucho los ojos y giró la muñeca, intentando buscar alguna marca. Pero no vería nada, solo se sentía cuando lo tocabas.
—¿Un chip? ¿De verdad?
—Claro que sí. ¿Por qué crees que nuestros papás siempre saben dónde estamos?
—Yo pensé que solo nos espiaban con los guardias —dijo Marcello, todavía frunciendo el ceño.
Me encogí de hombros.
—Eso también, pero el chip es por si algo malo pasa. Si alguien intenta llevarnos, ellos pueden encontrarnos.
Dami dejó caer la mano, mirándome con una mezcla de incredulidad y curiosidad.
—¿Tú cómo sabes eso?
—Porque mi mamá me lo dijo. Ella sabe todo.
Augusto todavía miraba su muñeca, como si pudiera ver el chip si se concentraba lo suficiente.
—¿Y duele? —preguntó.
—No —respondí con firmeza. —Ni siquiera lo sientes.
Los gemelos parecían incrédulos, se quedaron en silencio, pero Damiano me miró a los ojos.
—¿Y eso no te molesta?
—No. Si eso significa que mi papá y mi mamá siempre saben dónde estoy, entonces está bien para mí.
—Vitto —dijo Dami, rompiendo el silencio. —¿Sabes más cosas de esas?
Me giré hacia él, levantando una ceja.
—¿Qué cosas?
—Cosas que no sabemos. Secretos.
—Sí, cuéntanos algo —insistió Augusto.
—Un secreto grande —añadió Marcello, dejando el control a un lado.
Los miré a los tres, evaluándolos. Sabía que eran buenos guardando secretos. Y éste era uno que ellos también tenían que saber.
Después de todo, los cuatro vivíamos en este mundo peligroso, y ellos no podían seguir sin saberlo.
Estábamos juntos en esto.
—Si les digo todo lo que sé —dije, sentándome con las piernas cruzadas—. Tienen que prometerme que no se lo dirán a nadie.
—Lo prometemos —dijeron los gemelos al mismo tiempo, levantando la mano en señal de juramento.
Dami asintió, su rostro más serio que el de los otros.
—No diremos nada.
—Perfecto. Entonces necesitamos un pacto —anuncié, poniendo las palmas hacia adelante.
Los tres se apuraron a colocar sus manos sobre las mías, formando una torre.
—Este es nuestro secreto —dije con firmeza, mirándolos uno por uno. —Nadie más puede saberlo.
—Nadie —repitieron ellos.
Me aseguré de que me miraran a los ojos antes de continuar.
—Mi mamá me está entrenando.
Se quedaron en silencio, con los ojos bien abiertos. Augusto fue el primero en hablar.
—¿Entrenándote? ¿Cómo?
—Para ser fuerte —respondí, enderezándome un poco. —Me está enseñando cosas que nadie más sabe. Cómo defenderme si alguien me ataca.
—¡Yo también quiero entrenar! —dijo Marcello, levantó la mano como si estuviera en la escuela.
—¡Y yo! —añadió Augusto, con entusiasmo.
Incluso Dami, que siempre era más calmado, asintió lentamente.
—Si, yo también quiero aprender.
Me levanté del suelo y me paré frente a ellos, cruzando los brazos. Por un momento, los miré en silencio, pensando en lo que estaban diciendo. Sabía que sus padres nunca permitirían algo así, pero también sabía que tenían razón. En nuestro mundo, ser fuertes no era opcional.
Los tres me miraron con atención, como si estuvieran esperando un gran anuncio.
—En unos años... —hice una pausa, señalando a Damiano con el dedo— tú serás mi consigliere.
Damiano parpadeó, sorprendido, pero luego sonrió levemente.
—¿Yo?
—Sí, tú. Necesito a alguien inteligente y tranquilo a mi lado, y tú eres el mejor para eso.
Luego giré hacia los gemelos, apuntando a cada uno con la mano.
—Y ustedes dos serán mis capos.
Augusto y Marcello se miraron entre ellos, sus sonrisas se afianzaron con lentitud, y por un momento fue como ver al tío Renzo, aunque doble, claro.
—¿De verdad? —preguntó Marcello, con los ojos brillando de emoción.
—Sí, pero ser capos no es fácil —respondí, volviendo a cruzar los brazos. —Van a tener que ser fuertes, rápidos y valientes.
Los gemelos asintieron, y hasta Damiano se incorporó un poco más, como si estuviera empezando a entender lo importante que era esto.
—Entonces, como su futura Reina... —continué, mirando a cada uno de ellos. —Es mi deber enseñarles.
—¡Sí! —dijeron Marce y Augus al mismo tiempo, y sincronizados, chocaron los puños en el aire.
Damiano no dijo nada. Pero su sonrisa fue suficiente para saber que estaba de acuerdo.
Volví a sentarme frente a ellos, cruzando las piernas.
—Pero tienen que prometer que van a hacer todo lo que yo diga. Esto no es un juego.
—Lo prometemos —dijeron los tres.
—Y nunca, nunca le pueden decir a nadie. Ni siquiera a sus papás.
Los gemelos asintieron rápidamente, y Damiano me miró con esa seriedad que siempre parecía tener.
—No diremos nada.
Los miré una vez más, asegurándome de que podíamos confiar el uno en el otro.
Solo éramos niños, pero sabía que estábamos creciendo en un mundo que no nos permitiría serlo por mucho tiempo.
Por ahora, al menos, éramos un equipo.
Eramos más que amigos. Eramos una familia, y un día, seríamos más grandes que cualquiera de nuestros padres.